Yo creo que es obligado en esta Eucaristía de hoy el dar gracias al Señor con mucha sencillez y con mucha humildad, porque los terremotos de anoche, a pesar de todo el susto, no han producido desgracias humanas de ninguna clase y, por lo tanto, eso es siempre un motivo de gratitud. Por supuesto, que en todo lo que sucede, por pequeño que sea, hay una enseñanza. La enseñanza de que, a pesar de que somos tan grandes que estamos hechos para el Absoluto, para el Infinito, para Dios, somos, al mismo tiempo, muy pequeñitos, de forma que una situación como la de ayer nos hace de repente sentir que somos como hormiguillas en una bandeja y que, si la bandeja se mueve, pues somos muy pequeñitos y muy grandes a la vez. Pequeñitos por nuestro tamaño y por el sitio que ocupamos en la historia y, al mismo tiempo, grandes, ¿por qué? Porque hay algo que no es medible con tamaño y que es nuestra vocación humana, que es nuestra vocación divina.

Un teólogo protestante amigo mío decía hace ya muchos años que nuestros padres, nuestros antepasados, tenían una oración que era la oración de pedir una buena muerte, y pedían la gracia de una buena muerte, porque temían el juicio de Dios y sabían que nunca estaban preparados para ese juicio; y dice, “nosotros sólo pedimos no morir, porque no tenemos miedo a Dios, sólo tenemos miedo a morir, porque somos nihilistas”. Quizás es muy radical el juicio, pero un poco de verdad sí que hay en ello, es decir, el secreto estaría en vivir en Presencia de Dios. Hay una anécdota de un santo joven que estaba jugando en el patio y le dijeron “y tú, ¿qué harías si te dijeran que dentro de 10 minutos se acaba el mundo y se hunde todo?”, y dice, “pues, seguir jugando”. Y me parece una reacción sencilla de quien vive en la Presencia del Señor y no teme nada, porque lo más que puede pasar es morir y morir es ir al Hogar, ir a la Patria, ir a nuestra Casa verdadera, de la que estamos ahora mismo exiliados y vivimos como exiliados.

Una de las últimas homilías de San Agustín, estaban invadiendo los vándalos la ciudad y derribando las murallas y él les decía a los fieles “os veo con cara de preocupación, ¿me queréis decir qué hay de raro en ver bloques de piedra caer y hombres mortales morir?”. De nuevo, es muy radical lo que estoy diciendo. Claro que tenemos todos miedo a la muerte, pero también es verdad que, cuando se vive en Presencia de Dios, pues, de alguna manera… Hace no muchas semanas leíamos en aquel pasaje de la Carta a los Hebreos cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, se hizo carne para unirse a nosotros por la identidad de la carne y de la sangre. A nosotros, a quienes el Enemigo, Satán, nos tiene toda la vida viviendo como esclavos por miedo a la muerte, por miedo a la muerte nos tiene toda la vida reducidos a esclavitud. Jesucristo ha venido a liberarnos de ese miedo a la muerte: “¿Dónde está, muerte, tu victoria, tu aguijón?”, decía San Pablo. El aguijón es algo que pincha, que azuza, que hiere. Señor, permítenos vivir en Tu Presencia, vivir en paz y acoger las circunstancias que vienen con sencillez y con paz, haciendo lo que hay que hacer, protegiéndose como hay que proteger.

A raíz del segundo terremoto, la gente con mucha sabiduría se bajó a las calles donde hay menos peligro que dentro de los edificios. Pues, bendito sea Dios, pero con la certeza de que, suceda lo que suceda, el Señor está con nosotros. Suceda lo que suceda, estamos en las manos del Señor, ¡y son las mejores manos! Estamos mejor en las manos del Señor, cuando nos damos cuenta de ello, que en ningún otro sitio donde pudiéramos estar, en los cálculos de internet, en los cálculos que hacemos para la seguridad de nuestra vida, como si la seguridad fuese el valor supremo de la vida. No. El valor supremo de la vida es quererse; es querer a Dios sobre todas las cosas y querernos a nosotros lo mejor que sepamos, lo mejor que podamos.

Habría muchas cosas que explicar sobre la parábola del sembrador, pero no lo voy a hacer porque no nos daría tiempo. Sólo que sepáis que es menos una parábola para que examinemos qué clase de tierra somos nosotros, con lo cual nos seguimos mirando a nosotros mismos, como para saber que, por muchas dificultades que tenga, la Palabra en la vida y en la historia, igual que decía el profeta “como la lluvia cuando cae en la tierra, no deja de producir fruto, así es Mi palabra”, así es la siembra del sembrador. Parece que todo son dificultades y, sin embargo, nunca deja de producir fruto, al 30, al 60 o al ciento por uno.

Que esa palabra produzca fruto en nosotros y en la Iglesia, y que seamos un testimonio vivo de que, estando en las manos de Dios, estamos en el mejor sitio donde se puede estar. Ya aquí, sean cuales sean las circunstancias en las que el Señor nos pone.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

27 de enero de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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