Fecha de publicación: 13 de diciembre de 2016

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros del coro;
queridos amigos todos:

Todos los años, en la fiesta de la Inmaculada, yo he subrayado cómo la Iglesia erige, crea, esta fiesta y proclama el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen justo en un momento en que casi coincide cuando Nietzsche y la cultura moderna estaba proclamando el súper hombre, la posibilidad para el hombre de hacer un mundo a la medida de los deseos de su corazón sin contar con Dios, prescindiendo por completo de Dios y afirmándose a sí mismo y su voluntad de poder.

Todos los años, yo he subrayado que la fiesta de la Inmaculada no es simplemente una fiesta para decirle piropos bonitos a la Virgen (como una fiesta tierna, pero, en el fondo, sin demasiado contenido), sino que es una fiesta que afirma algo que es verdad profundamente en nosotros, y es la primacía de la Gracia: el Cielo, que es Dios. A Dios no le alcanzamos a base de puños y a base de esfuerzo por nuestra parte. A Dios sólo podemos alcanzarLe si Dios se acerca a nosotros; si Dios nos precede, su amor por nosotros; si Dios viene hasta nosotros, nos ensalza y nos levanta y nos introduce en su vida divina.

Ser cristiano (podría ser el resumen de todas las predicaciones que yo he hecho sobre la Inmaculada, que es una fiesta preciosa, pero preciosa por llena de contenido, y de contenido para nuestras vidas) no es pensar “si somos buenos, Dios nos premiará y si somos malos, Dios nos castigará”. Eso lo han pensado todos los hombres religiosos desde que el mundo es mundo. Tan pronto como aflora en el ser humano, en la Prehistoria, una conciencia de Dios, y tan pronto como tenemos testimonios de esa conciencia, escritos que podemos interpretar, los hombres han pensado eso. Las largas oraciones, larguísimas, de páginas y páginas de los egipcios, por ejemplo, para que Dios, los dioses, justificarse delante de ellos, de que habían sido buenos y que, por lo tanto, no les castigasen demasiado, son una evidencia de las miles que hay, justamente de esa actitud.

Nosotros somos cristianos porque hemos oído una buena noticia. ¿Cuál es la buena noticia? Que nosotros no tenemos que conquistar penosamente esa roca, esa montaña inaccesible que sería Dios, que nunca llegaríamos. Nadie, nadie. Ni el hombre que tuviera más cualidades, ni el hombre más pobre, humanamente hablando, o más pequeño. Nadie. La distancia es tan infinita, tan inmensa, entre nosotros y Dios que las diferencias entre nosotros no significan prácticamente nada en comparación con esa distancia insalvable entre la criatura y el Creador.

Dicho eso, yo este año quisiera hacer una observación un poquito distinta. Y para eso voy a hacer de “abogado del diablo”, es decir, voy a poner dificultades al Dogma de la Inmaculada Concepción. En primer lugar, las dificultades que ponen, sobre todo los cristianos que provienen del mundo de la Reforma Protestante. Esos cristianos dicen: la Inmaculada no está en la Biblia; es un dogma reciente y, por lo tanto, no pertenece a la fe cristiana, ni a la Tradición cristiana. Supone ya que estaba proclamado también, se proclama en torno a la misma época, la infalibilidad del Papa (que es otra cosa que a ellos les pone muy nerviosos). Y los ortodoxos, como sólo admiten los cinco primeros Concilios ecuménicos, dicen lo mismo: no pertenece a las verdades contenidas en esos Concilios. A eso respondo muy rápidamente: hay textos cristianos del siglo IV, incluso para la Ascensión de la Virgen, que está muy estrechamente vinculada con la Inmaculada Concepción, del siglo II, que la afirman con toda claridad. “Ni rastro de mancha he reconocido en Ella”, dice en algún momento Satán. Y los Padres la confesaban como Inmaculada.

(…) no he respondido a todas las objeciones del mundo protestante. Y voy a responder a ella con un razonamiento de un teólogo protestante contemporáneo, que decía: “El trabajo de san José fue necesario para que el Hijo de Dios pudiera crecer y comer. Si san José no hubiera trabajado…”, y esa es la razón más profunda para justificar la ley del trabajo. No sólo que fuimos castigados al ser echados del Paraíso, sino que la razón más profunda es que para que el Hijo de Dios pudiera crecer en este mundo, una vez que ser había encarnado, san José tenía que trabajar. Dice: “claro, que para que la obra y el trabajo de un hombre pueda ser útil a Dios, hace falta primero que Dios haga con él algo parecido a lo que los católicos confiesan en el Dogma de la Inmaculada”. Es decir, para que nosotros podamos amar a Dios, o servir a Dios, o ser útiles al designio de Dios, es necesario primero que Dios nos haga útiles. Y es verdad. De nuevo, la primacía absoluta de la Gracia.
Vuelvo a las objeciones, una que me ha surgido a mí muchas veces cuando estudiaba Teología y cuando era más joven. Decir: “Señor, si Tú pudiste crear a la Virgen Inmaculada, ¿por qué no nos creaste a todos como a Ella?”. Y ya está. Si Tú lo hiciste y los teólogos del siglo XVI y del siglo XVII decían “pudo hacerlo, quiso hacerlo y lo hizo”; es decir, si fue un capricho tuyo, Señor, pues en ese capricho con todos nosotros, ¿no? O, ¿por qué tuviste que esperar? Haberlo hecho nada más que salieron los hombres del Paraíso y perdieron la gracia, creas a la Virgen, nace el Hijo de Dios, y ya está, y desde entonces hubiéramos podido, todo el Antiguo Testamento, las guerras, la sangre, los crímenes, todo aquello se habría podido evitar, por lo menos en parte, como se ha podido evitar en la historia de la Iglesia, ¿por qué esperaste a Abraham hasta la Virgen 2.000 años?

Voy a responder. Sencillamente, esa concepción supone un concepto de libertad de Dios y el hombre como contrapuestos, y esa es una concepción totalmente moderna. Y luego, de la Gracia de Dios y de la libertad del hombre, también como contrapuestas. Igual que contraponemos la razón y la fe. Decimos: si es fe, no puede ser de razón; si es una cosa que es razonable, no es motivo de fe. Pues lo mismo: si es un regalo que Dios le ha hecho a la Virgen, pues ya está, es un capricho de Dios, pero no es algo que tenga que ver con su libertad. Entendemos la gracia y la libertad como dos cosas que se contraponen: donde llega la gracia, desaparece la libertad. Pues no. En primer lugar, porque la libertad misma es obra de la Gracia. Todo lo que somos es obra de Dios. Todo lo que somos es gracia de Dios. Y lo mismo la razón: la razón es gracia de Dios; el poder pensar, el poder razonar, el poder imaginarnos lo que es un amor infinito o imaginarnos lo que es una belleza sin límites, o la búsqueda infatigable de la verdad que hay en el corazón humano, y una especie de repulsa hacia la mentira. Todo eso es ya don de Dios y todo lo que somos es don de Dios. Lo natural no existe como al margen de Dios. Y Dios ha respetado a su creación; una vez que la ha hecho libre, ha respetado. Entonces, Dios ha necesitado 2.000 años para educar a un pueblo donde alguien le pudiera decir “sí” libremente. Pero decir “sí” libremente no excluye la obra de la Gracia. Es todo ello. Toda esa educación del Antiguo Testamento, todo ello es obra de la Gracia. Gracia y libertad en la Virgen encuentran su plenitud más total. El “Sí” de la Virgen es totalmente de la Virgen y es totalmente de la Gracia. Cuando nosotros Le decimos al Señor el “sí” más humilde es totalmente de Dios y totalmente nuestro. Hasta desear a Dios, es fruto de la Gracia en nosotros. Hasta desear la Gracia de Dios ya es un don de la gracia.

Hay otra razón importante, que me parece que, si Dios me da la gracia, la podría explicar bien. Nosotros somos unidad de alma y cuerpo. No somos un alma como una especie de cosa cerrada que tiene un envoltorio de papel de celofán que sería nuestro cuerpo. Cuerpo y alma están profundamente unidos. Si el Hijo de Dios tenía que hacerse hombre, no podía recibir un cuerpo, y en el fondo una psicología y unas tendencias, que no fuera absolutamente puro. Dios tenía que dotar la humanidad de la que iba a ser la Madre de su Hijo, de tal manera que su Hijo pudiese recibir un cuerpo sin tendencia a la envidia, sin tendencia… Veréis, los niños, por muy pequeñitos que sean, todos nos damos cuenta, también lo decían los Padres: hasta en los niños más pequeños de familias cristianas “puedo reconocer -decían Satán- mi levadura”, porque se tienen envidia unos a otros, porque el niño más pequeñito dice “mío, mío, mío”, y cosas así, y hay que educarlos. Para que el Hijo de Dios pudiera tener una humanidad que pudiese ser la humanidad del Hijo de Dios, necesitaba una madre que fuese absolutamente pura, una madre que hubiese sido concebida sin macha de pecado, para que su humanidad pudiese comprender nuestra inclinación al pecado pero no tener ninguna inclinación al pecado; ser propiamente la humanidad de Dios.

Última razón que yo quiero subrayar. (Me perdonáis, yo sé que cada una cosa de estas necesitaría varias horas de exposición, pero no tengáis miedo, que no os voy a agotar, creo que no). Por amor a nosotros. El Señor quiso crear una criatura que pudiera ser un espejo para todos los hombres. El Sí de la Virgen refleja toda vocación humana. La belleza de la Virgen es el espejo en que la Iglesia puede reconocer la vocación suya a esa misma belleza. La verdad profunda de una humanidad, de una mujer que es capaz de engendrar dentro de sí al Reino de Dios prefigura, por así decir, en su belleza y en su verdad, la verdad de una humanidad que es portadora de Cristo en su seno. Muchos de vosotros vais a comulgar, vais a llevar en vuestra carne al Hijo de Dios de una manera diferente pero no menos verdadera que como lo llevó la Virgen. La belleza con que representamos siempre la imagen de la Virgen es la belleza del hombre, de la mujer, de la humanidad femenina que acoge a Dios, y que esa Presencia de Dios la hace resplandecer sencillamente de belleza.

La Iglesia está llamada a ser -lo dice San Pablo- santos e irreprochables. Irreprochables es lo mismo que inmaculados. Santos inmaculados ante Él, por el amor, por la caridad. Esa es nuestra vocación. Y el Señor ha querido que tengamos un espejo de alguien que ha cumplido perfectamente esa vocación para que nosotros veamos que acogiendo la gracia la vida cambia. Que acogiendo la gracia adquirimos esa belleza que Cristo desea para nosotros, para su Iglesia, para su Esposa, la misma que ha deseado para su Madre. Y entonces, nosotros tenemos como un estandarte al caminar por la vida, una figura a la que mirar, alguien en quien mirarnos y decir: Señor, sólo con acogerte la humanidad se transforma en una humanidad nueva; de Ella (por eso decimos “nueva Eva”) ha comenzado una humanidad en la que la santidad es posible, no porque somos más fuerte, no porque somos mejores. No somos cristianos por ser mejores. Somos cristianos por la Gracia de Dios. Porque en Cristo esa Gracia se nos ofrece, se nos da, y hace que pueda florecer siempre, hasta en el más pecador de nosotros, los frutos, las flores de la santidad.

Que el Señor nos conceda, primero la gratitud inmensa por la figura de la Madre de tu Hijo, espejo, tipo, modelo de la Iglesia; y segundo, que nos conceda buscar siempre en Ti la santidad que nosotros nunca seremos capaces de producir, la belleza y la verdad de nuestras vidas, que no nacen de nosotros, sino de conocer el conocimiento de Cristo Jesús, que quiso nacer de la Virgen justamente para mostrarnos a nosotros, para darse a nosotros, para entregarnos a nosotros, para poder nacer también en cada uno de nosotros y crear una humanidad nueva, agradable a Dios.

Vamos a profesar nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

8 de diciembre de 2016
Santa Iglesia Catedral de Granada

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