Queridísima Esposa del Señor, Esposa amadísima de Jesucristo;
queridos sacerdotes y diáconos;
queridos hermanos y amigos todos:
Hay palabras del Señor en el Evangelio que nos desconciertan, al menos a primera vista. Y la de hoy es una de ellas. Y sin embargo, al mismo tiempo, el Señor apela a nuestra razón cuando nos dice que si vamos a construir una torre, tenemos que hacer los cálculos primero, no sea que estemos construyendo en vano. O si un rey quiere hacer la guerra con otro, tiene que pensar y medir de alguna manera sus fuerzas, porque si no, pues va a ser evidentemente derrotado. Por lo tanto, el Señor también nos apela a nuestra razón. Qué hombre que encuentra un tesoro en el campo no vende todo lo que tiene para comprar aquel campo y poder quedarse con el tesoro. O qué comerciante de perlas finas encuentra una perla de gran valor no vende las cosas que tiene, para poder hacerse con esa perla que es valiosísima. El Señor apela muchas veces a nuestra inteligencia y hoy también cuando pone el ejemplo de la torre. Pero nos desconcierta cuando dice que el que no pospone a su padre y a su madre, a su mujer, a sus hijos e incluso a sí mismo; luego nos habla de la cruz, que es posponerse a sí mismo, de tal manera que ni siquiera la muerte pueda ser un obstáculo a nuestro seguimiento de Cristo. Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío. No se está refiriendo a los curas. No se está refiriendo a las personas consagradas. Se está refiriendo a cualquier miembro de Su cuerpo, miembro del pueblo cristiano, a cualquiera de nosotros. Parece una locura, sí, pero hay un mandamiento del Señor que nos manda a honrar padre y madre.
¿No es la tradición moral de la Iglesia la tradición de que esposo y esposa deben amarse lo mejor posible con todas las fuerzas que sean capaces porque su relación con el Señor pasa por el amor del esposo y de la esposa? ¿No nos pide incluso amar a nuestros enemigos, como nos dices ahora?… Esto que parece una contradicción. Pues, no lo es. No es una contradicción la historia misma, la historia de cada uno. Pero la historia social y la historia colectiva pone muy de manifiesto que cuando Cristo es el centro de la vida, entonces todas las cosas encuentran su lugar y se hace posible también el amar a los padres, o el amar a los hijos, o el amor de esposo y esposa de una manera adecuada, adecuada a nuestro corazón, adecuada a nuestra condición de criaturas, pecadoras y, al mismo tiempo, llamadas a participar de la vida divina con un destino precioso, inmortal, creadas para esa vida divina.
Por eso digo que la contradicción es sólo aparente. De hecho, cuando falta Cristo en el horizonte de la vida, o a veces cuando faltan incluso hasta los residuos como que se quedan por la tradición cristiana ya empobrecida, pero que ha llegado hasta nosotros, pues desaparecen también el amor a los padres, o desaparece el amor a los hijos, o desaparece el amor esponsal entre el hombre y la mujer, y se sustituye por la atracción o por el sexo de una manera como si fueran lo mismo.
Es teniendo al Señor en el centro como somos capaces de amar verdaderamente a nuestros padres. Somos capaces de amarlo todo, de amar a todas las personas y al mismo tiempo de ser libres, de no depender del afecto o del amor que nos puedan profesar los demás, que a veces son bienes a los que nos aferramos profundamente. Quizás el más grande de nuestros bienes o el que más nos aferramos a él es la imagen que nosotros queremos que los demás tengan de nosotros mismos, o que nosotros mismos tenemos de nosotros mismos, que nos aferramos a ese bien, de tal manera que el Señor parece como que viene arrancarnos de nuestro espacio de confort de una manera brusca.
Y sin embargo, la única manera de vivir con libertad, con una libertad buena, grande, verdaderamente sin límites, de vivir con alegría, con una alegría también profunda, que nace de lo hondo, del corazón y de nosotros mismos, es que el Señor sea verdaderamente lo más querido, el centro de la vida. Y no porque en todo momento estemos pensando en el Señor o este momento tengamos presente. Ojalá, que sólo será posible en el Cielo, pero porque sabemos que estás con nosotros, porque sabemos que no estamos solos en la existencia, que el éxito de nuestra existencia no es ni mucho menos que corresponda a nuestros cálculos, a nuestras medidas, a nuestros proyectos, a nuestros planes; que el éxito de nuestra vida está en esa libertad para ser libres.
Dice San Pablo en alguna ocasión, “nos ha liberado Cristo para ser libres”. Libres de verdad, libres hasta el fondo. Libres con una libertad que ni la muerte, ni los cielos, ni la misma vida -dirá San Pablo en alguna ocasión- son capaces de apartarnos del amor de Cristo. Tal vez no del amor que nosotros sentimos por Cristo, sino del amor que Cristo nos tiene a cada uno de nosotros.
Apoyados en ese amor, vamos a acercarnos a la Eucaristía, donde Le ofrecemos nuestra pobreza y el Señor, en cambio, nos devuelve su propia vida, porque quiere estar con nosotros, porque quiere estar junto a nosotros, porque quiere sostenernos en nuestra esperanza y en nuestra alegría.
Decíamos en el Salmo precioso que hemos cantado -“Por la mañana sácianos con tu misericordia en toda nuestra vida será alegría y júbilo-, quien acoge la misericordia del Señor, quien acoge al Señor en su vida como Señor precisamente es capaz de amar y es capaz, no sin demasiado esfuerzo, de vivir alegremente y de vivir gozosamente, porque nadie nos puede arrancar del amor con que somos amados por Dios.
Que así sea para vosotros, para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de septiembre de 2022
S.I Catedral de Granada