Querida Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, Esposa amada de Jesús, Pueblo santo de Dios, al que todos pertenecemos, también los sacerdotes y un servidor, y formamos parte de él y eso es lo primero que somos;
muy queridos sacerdotes, que en un número tan grande y habiendo sido el beato cuya solemnidad celebramos aquí juntos, sus palabras van a ir más dirigidas a vosotros, quizá a todos, pero la finalidad de una Eucaristía siempre, antes que nada, es dar gracias a Dios:
Damos gracias a Dios por ser cristianos. Porque los mártires los hay en todos los estados de vida, en todas las vocaciones y carismas, en todas las edades, en todos los niveles culturales. Yo tengo dificultad a veces en convencer a los sacerdotes que tienen que buscar para los pueblos seglares que sean capaces de celebrar y hacer celebraciones de la Palabra, en espera del sacerdote, porque tienen que prepararlos un poquito. Y la gente se resiste un poco porque estamos muy acostumbrados a tener muchos sacerdotes en nuestra diócesis y porque les da vergüenza. Y yo les tengo que recordar, a veces, que en los primeros siglos hubo un mártir que era un niño prácticamente de 13 años, San Tarsicio, que fue martirizado porque iba a llevar la Eucaristía. Entonces, no había tantas Eucaristías como las que celebramos nosotros ahora. Y a quienes no habían podido ir porque estaban lejos, así se les llevaba la Comunión. Pero era un niño quien lo llevaba. Eso no es algo que sea esencial al ministerio sacerdotal, o que sólo lo puede hacer él. Si tenemos al Señor los que vais a comulgar, y pienso que casi todos vais a comulgar hoy, pues tenéis al Señor en vuestras venas, lleváis al Señor en vuestro cuerpo, en vuestra sangre, como lo llevó la Virgen de una manera misteriosa, pero no menos real. Eso es lo que celebramos cuando decimos “la Presencia real de Cristo en la Eucaristía”. Y no vais a poder llevar a alguien que lo necesita, que a lo mejor lleva veinte años yendo a misa, a la parroquia, y porque ahora tiene una edad que no le permite ir, de repente se queda sin el Señor y a veces tiene que morir sin haber recibido el consuelo del Señor.
Yo sé que no llegamos, pero es que nuestra vida no es un trabajo. Nuestro ministerio se inserta dentro de ese pueblo cristiano y es el pueblo cristiano entero quien recibe al Señor por nuestras manos, como decía san Juan de Ávila. Pero es el pueblo quien recibe al Señor. De las cosas a las que más me resisto como obispo es a que no me dejen dar la Comunión. Y a veces me cuesta mucho cuando las celebraciones son muy largas, he terminado con un dolor de espalda, con un dolor de brazo, de echarte para adelante o así, pero digo, Dios mío, es uno de los ejercicios de servicio que, como gesto, es parecido al lavatorio de los pies. Como gesto, pone cuál es mi situación. Yo alimento con la vida divina al Pueblo de Dios. Siembro en el Pueblo de Dios la semilla de la vida divina. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué cosa más importante puedo hacer? Pero esa misión que el sacerdote hace en la celebración eucarística es una misión de todo el pueblo. Todos estamos llamados a comunicar al Señor. Cierro el paréntesis sobre los ministros extraordinarios de la Eucaristía.
Nos han hablado esta mañana del martirio como el lenguaje más importante de la Iglesia, que no es sólo el dar la vida en el último momento. Primero, hay otras formas de martirio que no había en la antigüedad. En la antigüedad, te decapitan y se acabó. Hoy siguen decapitando. Hay muchos más mártires hoy que en las persecuciones romanas en nuestro siglo. Y muchos de vosotros recordaréis aquella mujer de un obrero copto al que estaban decapitando, a un montón de obreros coptos en Libia, en la playa, y, en el momento en que lo iban a decapitar, dijo “Jesús”; luego, la televisión egipcia les llamaron a entrevistar a la mujer y le preguntaron a ella: ¿Y usted siente odio por los que han decapitado a su marido? Y ella dijo: “No, cómo voy a sentir odio. Yo era simplemente la mujer de un obrero al que nadie conocía, que a mí tampoco me conocía nadie, pero soy la mujer de un mártir y no hay nada más grande en la Iglesia y en el mundo que ser mártir”. El entrevistador, el periodista de la televisión, tuvo que tragarse las lágrimas por la serenidad con que la mujer lo decía.
Dios mío, somos un pueblo llamados a dar testimonio a Jesucristo; que no es el ejemplo. Tantas veces hemos hablado del testimonio como si fuera un ejemplo. Es simplemente el dejar salir del corazón la experiencia que uno tiene de que Cristo es lo más querido en la vida. Torpes pecadores, llenos de límites; límites de nuestra forma de ser, límites creados por la historia que hemos vivido, por lo que queráis. Pero si Cristo es lo más precioso, la gente lo percibe y lo perciben en nuestros gestos. Y esos gestos se perciben porque esperamos la vida eterna, porque sabemos, tenemos la certeza de que Dios nos ha creado para Él y para la vida eterna. Por lo tanto, ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir nuestra esperanza, o la proximidad de la muerte, o la cercanía, o el miedo a la muerte. Sí. De lo primero que nos ha liberado el Señor es del miedo a la muerte -y no de lo primero-: nos ha liberado del pecado, y del poder del pecado y del poder de la muerte, de que sean lo último en nuestra vida. Ni el pecado ni la muerte son lo último. Lo último es sólo el amor infinito del Señor. Entonces, si conocemos ese amor infinito, se tiene que notar en nuestro modo de comprar, en nuestro modo de usar el tiempo libre, en nuestro modo de vivir, en cómo me relaciono yo con la persona mayor que sube al autobús al mismo tiempo que yo y que yo puedo resistir de pie. Gestos de ese tipo; en las sonrisas.
Yo ando mucho por ahí, por las calles del centro, como es natural. Y andaba yo por unas calles de esas perdidas del Albaicín y bajaban un montón de jóvenes todos con una cara de tristeza, con una cara de amargura. (…) Yo les decía: “Hola, pandilla”, y aunque fuera sólo eso (…), yo les dije: “Tenéis unas caras muy tristes para los jóvenes que sois. ¿Es que no sabéis que vuestras vidas tienen un valor precioso? “¡Anda, va a tenerlo!”, me dijo una de ellas. Dije: “Yo te lo digo, te lo digo”. “Oye, que es cura el que lo dice”, decía otra. Aunque no sea nada más que eso lo que puedo hacer. Pero, vais al supermercado, (…) después de esperar la cola, sonreírle a la cajera. “Hija mía, qué cara de cansada tienes”. Nosotros, curas, no lo podemos a lo mejor hacer, o vuestros maridos no lo pueden hacer, pero vosotras sí que lo podéis hacer. “Tienes una cara hecha polvo que no puedes con tu alma”, o “que no se te haga muy largo”. “Que tengas una buena tarde”. Hemos llegado a un mundo en el que ni eso nos decimos. Sonreír a alguien, acercarse a alguien, siempre con gesto de Dios.
Y los cristianos convertían al mundo antiguo porque se les veía eso. Eso es lo que yo decía. Hacía referencia esta mañana a los sacerdotes a un texto de Tertuliano, y decía “¿por qué la gente se convierte?” (porque hemos nacido cristianos). Pues, se convierten porque van en un viaje y el carro es asaltado por unos bandidos y se dan cuenta de que los cristianos reaccionan de otra manera ante ese asalto de los bandidos que les ha dejado sin nada y que les han robado. Y reaccionan de otra manera. Terminan diciendo: porque hubo una peste en una ciudad y en las familias paganas al que estaba apestado lo tiraban por la ventana y lo dejaban en la calle, y salían corriendo para no contagiarse. Y los cristianos iban allí con paños y los lavaban, le espantaban las moscas y se los llevaban en una sábana y los enterraban. Y el obispo de Alejandría, que es el que lo cuenta en una carta a otro obispo, le decía “yo creía que me quedaba sin comunidad cristiana, pues se me morían todos”. Primero, porque vino la persecución y, después de la persecución de Diocleciano, creo que era, vino la peste y se me acaba la comunidad cristiana. Y sí es verdad que muchos murieron ayudando a los apestados, pero por cada uno que moría había diez que venían a decir “queremos vivir como vosotros”.
Dios mío, yo le pido al Señor…, yo estoy muy lejos de eso, muy lejos, y he sido educado en un clima, como todos nosotros, los que vivimos en países desarrollados, pero en un clima pequeño, burgués, y ya está, y estoy muy lejos. Le pido al Señor que yo comprenda que Tu Gracia vale más que la vida y sólo si eso está en mí como experiencia, que quien hace la vida bonita eres Tú y que nos permites que nos sepamos querer; que Tú nos has creado para querernos y la vida es para aprender a querernos y para querernos cada vez más y cada vez mejor. Y además, con un cariño que no es una cápsula. O sea, que no es meter a la gente dentro de un tupper, sino que es, al contrario, saltar los tuppers y poder llegar hasta los confines del mundo, que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Damos gracias por la ayuda del beato Manuel Ruiz de Valdivia y que el Señor nos ayude a no rechazar a nadie, a no rechazar los pecadores, a no rechazar a los que no piensan o no son como nosotros, a estar dispuestos a acoger siempre con la verdad y la caridad. Y eso nos hará más la Iglesia que el mundo necesita, porque el mundo la necesita. Es verdad que el mundo se ríe de nosotros o puede reírse. Se ríe de los cristianos más que de los curas. También cuando uno en un trabajo se enteran que alguien va a misa o cosas así, los chicos te lo dicen en el colegio y se ríen de ellos y tal. Bueno, pues está muy bien, que tienen que reírse, pero siempre hay un puntito de envidia en esa risa y en esa burla. Si uno está alegre, si uno responde al mal con una sonrisa, si uno no se deja impresionar por el juicio del mundo y a mí me han dicho de todas clases por ir de clerigman, mucha gente no sabe que soy obispo, piensan que soy un cura. O cuando te metes la cruz a veces en el bolsillo para que no se moje en la sopa y luego al terminar se te olvida sacarla y la llevas en el medio, medio tapada, y te insultan por la calle, pues benditos insultos. (…)
Que el Señor nos oriente hacia el centro de la experiencia cristiana, de manera que pueda ser verdad todos los días que Tu Gracia vale más que la vida y que no nos avergonzamos de ser lo que somos para nada, sino todo lo contrario.
Le damos gracias al Señor por serlo y por tener hermanos somos hijos de una familia de santos, Dios mío, y todos los santos, que las persecuciones de nuestro mundo son como son. Él está con nosotros. No tenemos nada que temer.
Vamos a terminar la celebración de la Eucaristía con esta gratitud. Porque, teniendo al Señor, lo tenemos todo y con esta súplica al Señor, seamos más conscientes de que conTigo lo tenemos todo y no necesitamos nada más.
Llenos de confianza en el amor infinito de nuestro Padre, Te damos gracias por el nuevo beato y le pedimos que ayude, que nos ayude a nosotros en nuestras necesidades, a los fieles, a los sacerdotes, a los fieles de las parroquias donde sirvió también el nuevo beato y al mundo entero, porque el mundo entero necesita hoy de Cristo más que de nada, aunque no lo sepa.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
7 de noviembre de 2022
Parroquia en La Zubia (Granada)