Fecha de publicación: 12 de septiembre de 2016

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
querida Schola (ndr. Schola Pueri Cantores de la Catedral de Granada);
queridos todos:

Qué adecuado es cantar el Aleluya después del Evangelio, además de ese rito relativamente reciente incorporado a la liturgia de la misa de la Iglesia católica, que es –al menos en las celebraciones solemnes de la Eucaristía- la bendición con la Palabra de Dios. La bendición con el Evangelio. El Evangelio nos bendice. La Palabra de Dios es siempre una gran noticia, una buena noticia. Y quizás pocas veces se ve eso tan claro (se ve muy claro en la celebración de los Misterios de la Navidad, de la Encarnación o en los Misterios de la Pascua, en la Pasión y Resurrección del Señor), pero en un Evangelio del Tiempo Ordinario pocas veces se ve tan claro como se ve hoy que es una buena noticia. ¿Por qué es una buena noticia? Dios mío, yo soy el hijo pródigo. Yo soy el que desde niño ha vivido en la casa de su padre, ha vivido con sus hermanos, ha vivido bondadosamente mimado por el Señor y cuántas veces me ha dejado y he querido buscar la felicidad, la alegría fuera de Dios. Quizás todos somos el hijo pródigo. Hay unas cuantas parábolas en el Evangelio, que aparte de la enseñanza que contienen es como si fueran una expresión del Evangelio entero, del misterio de Cristo entero, de la luz resplandeciente de Cristo sobre la vida de los hombres.

Os pongo otro ejemplo: la parábola del Buen Samaritano. ¿Quién es el hombre que cayó en manos de ladrones? Tú, yo, todos. Cuántas personas pasan a nuestro lado y no nos recogen. Y el Buen Samaritano, que los Padres entendieron siempre como imagen de Cristo, se para, recoge a aquel hombre, lo pone en su cabalgadura, lo lleva a un hostal donde pudieran cuidar de él y paga por su liberación, paga por que sea curado. Y dice: ‘Y si algo falta, lo pagaré a mi vuelta’. Los Padres entendieron que el hombre caído en manos de ladrones éramos todos nosotros. No era sólo un ejemplo de cómo teníamos que portarnos bien. Lo mismo: la parábola del Hijo Pródigo habla de nuestra humanidad. Pero no de la humanidad en abstracto. Habla de cada uno de nosotros. Habla de mi historia. Y por eso os decía, sin ningún temor, ¡claro!, yo soy el hijo pródigo. Y de nuevo, el Señor me invita a su banquete. Nos invita a cada uno a su banquete. Tal vez no nos damos cuenta de toda la fuerza de la parábola, porque nuestro mundo es un mundo muy diferente de aquel en el que Jesús la dijo. Pero un hijo que le pide a su padre que reparta la herencia, hasta en nuestro mundo podría ser fuente de que aquel padre no le hablara nunca más. Desde luego, si además de eso, se marcha, se gasta el dinero y termina siendo pastor; y no sólo pastor, sino pastor de cerdos, un animal constitutivamente impuro para la gente del Medio Oriente, era un hombre que jamás podría formar parte del pueblo judío, de la comunidad judía. Era un apóstata que había renegado de su condición de judío. Y nadie le recibiría en su casa, no sólo su padre. Pensad que cuando el Evangelio habla a veces de mujeres pecadoras, a lo mejor puede ser la mujer de un pastor de cerdos. Nosotros nos imaginamos enseguida muchas cosas. Era un oficio proscrito. Era una apostasía pública que no tenía perdón en tiempos de Jesús y que ningún padre perdonaría. Y Jesús refiriéndose a Dios Padre dice que le vio venir y corrió en su busca. Dios mío, qué equivocados estamos cuando pensamos que nosotros te buscamos a Ti. Eres Tú quien nos buscas a nosotros. Eres Tú quien nos deseas a nosotros. Deseas nuestro amor. Deseas nuestra amistad. Y no porque Tú carezcas de algo que nosotros podamos darte, sino justo porque eres puro amor. Porque hasta el amor que podemos darte nos lo has dado Tú, proviene de Ti, es Tuyo. Y Tú deseas ese amor, para que nosotros podamos vivir contentos, para que nosotros podamos saber que no estamos solos en la aventura de la existencia; que estamos siempre sostenidos por Ti, cuidados por Ti, acompañados por Ti, de una manera discretísima. El padre no se puso a negociar con el hijo bueno: ‘Anda, si te quedas, te dejo un poquito para que te vayas los viernes, pero quédate viviendo conmigo’. No. Como cuando el joven rico no quiso seguir a Jesús, Jesús le miró con tristeza pero le dejó marcharse. No nos dice el Evangelio lo que pasó después, pero a lo mejor era el hijo pródigo.

Quiero decir: el Señor no nos abandona jamás. El Señor hace lo que ningún padre, ni el mejor padre de este mundo haría. El Señor no puede dejar de amarnos.

La parábola de la oveja perdida es igualmente escandalosa. Ningún pastor deja 99 ovejas ¡en el desierto!, que dice uno de los evangelistas que es la versión más original porque es la más dura, para irse a buscar una que ha perdido. El amor de Dios por ti, por mi, por cada uno de nosotros, el anhelo que Él siente de nuestro amor ¡porque nosotros tenemos necesidad de él, y no porque Él tenga necesidad de nosotros!, porque quiere que podamos vivir contentos; que podamos saber que estamos acompañados hace que no nos abandone nunca, aunque nosotros le demos la espalda. Cada vez que yo hago Confirmaciones –jóvenes o adultos- no me canso de decirlo: “Tal vez vosotros os olvidéis de esta mañana en la que habéis sido confirmados; tal vez vosotros os olvidaréis del Señor y pensaréis que esto es un ‘cuento de niños’ o que esto es una historia que sirve para ser un poquito más buenos pero que, en el fondo, no es verdadera”. Pensad lo que queráis.

El Señor os ha prometido un amor eterno y el Señor no se apartará de vosotros ni una millonésima de segundo jamás en la vida. Nunca os abandonará. Bastará el gesto más pobre, más humilde del corazón decir “Señor, ten piedad. Te necesito”. Y el Señor está a tu lado, está contigo, está en ti. Ese es el amor de Dios. Cómo no cantar el Aleluya. Cómo no desbordar de alegría. Cómo no dar gracias Señor porque tu justicia no es como nosotros concebimos la justicia, sino porque tu justicia coincide, es tu misericordia, y una misericordia infinita. Y una misericordia que nos precede siempre, que va por delante de nosotros; que no necesita que primero nosotros, como pensamos muchas veces, “tengo que convertirme, y una vez que sea bueno, ya convenzo al Señor de que soy bueno y el Señor se empezará a portar bien conmigo”. Dios mío, ¡eso es un Dios pagano! Ese no es el Dios del Evangelio. Señor, cuando yo más pobre soy, cuando yo estoy más lejos de Ti, es cuando Tú estás más cerca de mí. Tú te adelantas. A la mujer pecadora, se lo dijo a un fariseo: “Sus muchos pecados están perdonados y por eso muestra mucho amor. Pero al que poco se le perdona, poco ama”.

Señor, a todos nos tienes que perdonar, faltas de distinta medida, pero todas son una deuda infinita contigo que ninguno podríamos saldar. Tú las saldas. Tú nos invitas al banquete de la Eucaristía. El banquete de la Eucaristía es siempre el banquete del hijo pródigo.

Danos, Señor, poder gozar con tu amor. Poder vivir toda la vida, todas las circunstancias de la vida sabiendo que estamos sostenidos por tu amor. Y una petición más: que nunca tengamos el corazón del hermano mayor; que nunca digamos “pero mira ése, resulta que es mucho peor que yo y ahora va el Señor y le perdona también”; que nos dé tristeza la conversión de los otros; o que nos dé tristeza el amor de Dios por los pecadores; o que sintamos envidia unos de otros. El amor de Dios es infinito y todos podemos tener todo el que necesitamos sin que disminuya un ápice. El que te ame a ti no significa que me quita a mi nada de su amor. Por lo tanto, la envidia no es de hijos de Dios. Es un corazón mezquino. Era el corazón de los fariseos, que probablemente llevaron a Jesús a la muerte por su relación con los pecadores, porque anunciaba el perdón de los pecados, gratuitamente a los pecadores.

Mis queridos hermanos, qué gozo que el amor de Dios, infinito para nosotros. Y Señor, nunca dejes que nuestro corazón se empequeñezca y no nos alegremos del bien de nuestros hermanos y no busquemos por encima de todo compartir esa alegría con todos nuestros hermanos, sin ningún límite, sin ninguna barrera, sin ninguna separación que nosotros podamos poner; que queramos para ellos la misma gratuidad que necesitamos para nosotros. Que así sea para vosotros y para mi, y que todos los días podamos tener ese banquete que el Señor prepara para sus hijos pródigos, que todos los días cuando se acercan dicen “Señor, confieso ante Ti, Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa”. Y Tú me abres los brazos una vez más, sin cansarte nunca de perdonar nuestra mezquindad y nuestra pobreza.

Vamos a proclamar la fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de septiembre de 2016
S.A.I Catedral
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario