Todos conocéis la historia de Susana, que aparece al final del Libro de Daniel, y según la cual dos ancianos de Israel sencillamente trataron de forzar a una mujer, aprovechando que estaba sola, y cuando ella se pudo escabullir de sus violencias, ellos la acusaron a ella de adúltera, de que estaba unida a un joven en el jardín de su casa y la iban a condenar a muerte cuando apareció este joven, Daniel, e intervino con el resultado que hemos leído, que descubrió la mentira de la acusación, la falsedad de la acusación y, aplicando la Ley de Moisés, fueron los dos falsos acusadores los que fueron condenados en lugar de ella.

Es útil saber que el nombre mismo de Daniel tiene que ver con esta historia, porque Daniel significa “Dios es mi juez”, y no es un mal punto de partida para acercarnos a la celebración de la Semana Santa: “Dios es nuestro juez”. Y damos gracias a Dios porque sea Él nuestro juez, porque el mundo siempre se equivoca en sus juicios. Yo creo que una de las palabras del Evangelio que más ayudan y en las que, sin embargo, nos es más difícil vivir según ella es la de “no juzguéis y no seréis juzgados”, porque, sencillamente, a cualquier ser humano, incluso viviendo cerca o conociendo ciertas circunstancias de la vida familiar, nos es tan difícil ponernos en el fondo del corazón de una persona. Nos es imposible. Sólo Dios conoce verdaderamente. Detrás de muchos crímenes, que son verdaderos crímenes o verdaderos males, hay heridas tan grandes, que han sido infligidas antes. Y no digo nada si nuestra imagen del mundo proviene sólo de las noticias o de los datos que dan los medios de comunicación. Qué poco capaces somos de ponernos verdaderamente en el lugar de otra persona. Qué poco conocemos de su historia profunda. Repito, aun en el caso a veces de entre marido y mujer, de los motivos profundos o de las causas profundas de una acción, que a veces tienen que ver con heridas que nacen de la propia familia y que están lejos en el tiempo, y que se arrastran desde generaciones (odios, malos tratos… tantas cosas).

Dios es el que juzga. Esa es una frase que expresa una verdad grandísima. Dios es el único juez. Pero tenemos que estar agradecidos a Dios de que sea él nuestro juez y no el mundo. Siempre. Porque en el juicio de Dios hay una libertad y un sosiego, y una paz que no hay nunca en el juicio de los hombres, en el juicio del mundo. En el caso de la adúltera, se cumple de alguna manera eso que significa el nombre de Daniel, porque ahí es Dios, es el Hijo de Dios, el que juzga.

Detrás del relato hay una maldad que a nosotros no nos es espontáneo el percibirla, porque había una trampa política en la pregunta de los fariseos: “La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras, ¿tú qué dices?”. Y resulta que los judíos, en tiempo de Jesús, no tenían la potestad de cumplir esa Ley. Tenían prohibido cumplir esa Ley, porque el Imperio Romano, sobre todo en las provincias que eran más díscolas o menos serenas del Imperio (y Judea era una de esas provincias que tenían procurador, en lugar de tener un gobernador, que suponía una situación más estable… El procurador era una autoridad militar. Esas que estaban bajo la autoridad militar), el Imperio restringía en ellas a los tribunales locales el “ius gladi”, es decir, la potestad de las penas más graves: la muerte y el destierro. ¿Y por qué prohibía eso? Para evitar que los tribunales locales acusasen a aquellos que estaban más cerca o tenían mayor simpatía por la autoridad romana, y convertían entonces los juicios en una materia política. Entonces, la pregunta que le hacen a Jesús tiene una trampa grande. Si Jesús dice, “apedreadla, como manda la Ley de Moisés”, le hubieran podido acusar ante el procurador diciéndole que invitaba a hacer algo que no les estaba permitido. En el mismo Evangelio, cuando se presentan ante Pilatos, dice “Juzgadle vosotros según vuestra Ley, y haced lo que tengáis que hacer”. Sí, pero a nosotros no nos es lícito dar muerte a nadie, y por eso tienen que presentar esa causa de sedición, como una causa de sedición contra el césar, para que les concediera el poder de crucificarle.

Es verdad que en los Hechos de los Apóstoles, Santiago, murió, y Esteban; y la muerte de Esteban se sitúa entre los años 40 y 43, en un momento donde el Imperio Romano permitió a Herodes gobernar y, por lo tanto, los tribunales locales del tiempo recuperaron el “ius gladi”. La única explicación y encaja perfectamente. Pero en el tiempo del procurador, en el tiempo de Poncio Pilato, no se podía ejercer el “ius gladi”. Por lo tanto, la pregunta era una pregunta con trasfondo político y, si Jesús decía “no, no la condenéis” o “no la apedreéis”, le podrían acusar a él de estar violando la Ley en una cosa, de una manera que no sería la que Jesús quería. A él no le importaba romper la Ley por la vida de una persona, por salvar a una persona, o por ayudar a la conversión de un pecador, por anunciar el perdón de los pecados a un pecador, por curar a un enfermo, pero no por una cosa de este tipo.

Lo cierto es que, el juicio de Dios, salvó también la vida de esta mujer, igual que había salvado la vida de Susana. Pero estas dos Lecturas, puestas a una semana de la Semana Santa, son casi como una glosa de un Evangelio de San Juan: “Ahora, va a ser glorificado el Hijo del hombre”, dice Jesús, refiriéndose a su Pasión. Y la glorificación del Hijo del hombre consiste, entre otras cosas, en que se va revelar hasta el fondo el amor sin límites de Dios, y por eso puede decir “cuando el Hijo del hombre sea elevado a lo alto, atraeré a todos hacia a Mí”. También dice Jesús “ahora va a ser juzgado el príncipe de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera”.

Ese es el juicio de Jesús. En la cruz. En la cruz está Jesús juzgando al mundo. En la cruz está Jesús juzgando y sus brazos abiertos proclaman lo que fue una de sus últimas palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Ese es nuestro juez. Y a ese juez es al que nosotros nos acogemos. Porque, si hubiéramos estado en la escena de la adúltera, también nosotros tendríamos que salir, irnos retirando unos tras otros, porque el mal más grande del fariseísmos -hay muchos, uno también es la manera de entender la relación con Dios- es la de pensar que uno tiene el derecho de juzgar a los demás, porque uno se juzga a sí mismo libre de pecado. Y el hecho de juzgarse a uno mismo libre de pecado, ya es un pecado. Y probablemente, el más grande de todos, porque es el pecado que impide al Señor entrar en nuestro corazón. Si yo ya estoy salvado, no necesito a Dios; y si no necesito a Dios, ese el pecado de orgullo, el de Adán, el pecado original. Ese es el pecado radical más profundo.

Dios santo. Gracias porque el don de Tu Palabra ilumina nuestras vidas de tantas maneras. Gracias por ser Tú nuestro juez y ser un juez que penetra el corazón y las entrañas, para quien mi corazón es transparente y que, siendo transparente, no me avergüenzo de Ti ni de mí, por la sencilla razón de que yo sé que Tu juicio es un juicio de misericordia y de amor. De una misericordia y de un amor que no soy siquiera capaz de imaginar.

Que en la Semana Santa nos adentremos en ese Misterio de amor y ese amor cambie realmente la posición de nuestro corazón y los actos de nuestras vidas.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de marzo de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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