Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
Hermanitas del Cordero;
queridos Pueri Cantores;
queridos amigos todos:
Cuando oímos las lecturas de la liturgia dominical, con frecuencia –sobre todo, cuando son lecturas del Antiguo Testamento-, a veces no sabemos a qué vienen. Escuchamos unas cuantas frases que nos resultan a veces un poco sorprendentes, un poco extrañas. Normalmente, nosotros esperamos que las lecturas nos den unas pautas, nos enseñen de alguna manera a vivir; normalmente, concebimos esas pautas como unas reglas morales a las que tendríamos que acomodarnos o a las que sería bueno que nos acomodáramos. Y con mucha frecuencia, nos sentimos decepcionados, porque no sabemos qué hacer con ese trocito del Antiguo Testamento que se ha leído (no digo que nos pase a todos, no digo que pase siempre, pero pasa con alguna frecuencia y les pasa a muchas personas).
El trozo que se lee es un trozo de algún profeta normalmente, o de algún libro sapiencial, que está como fuera de contexto y, por tanto, a nosotros nos parece como una cosa abstracta. Por otra parte, nosotros también entendemos de una manera abstracta eso de las reglas para la vida. Entendemos la moral de una manera muy abstracta, con una serie de reglas que tendrían que servir para todos y en todas las circunstancias. Y la Escritura, es decir, la Tradición de los Libros de la Escritura no corresponde nunca a eso. Algunas frases sueltas, algunas cosas sueltas, claro que sí. Cuando dice “no robarás” dice “no robarás”. ¿Y cómo hay que entender eso? Que no robarás. No hace falta darle muchas más vueltas. O cuando dice: “No desearás la mujer de tu prójimo”; que no desearás la mujer de tu prójimo. Pero, fuera de unos pocos pasajes, que, en realidad, son más bien pocos, todo el Antiguo Testamento nos resulta un mundo muy lejano.
El beato John Henry Newman, ese profesor de Oxford convertido a la fe y beatificado no hace tantos años por Benedicto XVI, solía decir que nadie ha demostrado en realidad que el cristianismo contuviese mentiras o falsedades obvias. (…) Él decía: ¿Dónde está nuestra dificultad para la fe, para nosotros hombres modernos? Decía que el mundo de la Escritura nos resulta un mundo tan lejano a la realidad de las cosas que vivimos cada día, que tiene tan poco que ver –aparentemente- con lo que estamos viviendo, que lo oímos y si podemos sacar algo de ello, lo sacamos, o se nos va quedando; se nos quedan algunas cosas, pero eso, reglas morales, unas normas de comportamiento. Y luego, volvemos a la vida y es como si volviéramos de un cuento de hadas. (…)
La Iglesia no es portadora de un mensaje, aunque hablamos mucho del mensaje de la Iglesia. Pero la Iglesia no es portadora de un mensaje. Es portadora de una vida; de una vida que vive en nosotros y que, en la medida que vive en nosotros, la podremos comunicar a otros. Si no, no se puede comunicar. No somos guías de un museo que se han aprendido una lección y que repiten a un mundo que no tiene especial curiosidad por escuchar lo que nosotros tengamos que decirle, una lección aprendida de unas cosas del pasado. (…)
Nos situamos en el contexto del Adviento, en el anuncio de la venida del Señor. Y nos damos cuenta de que nuestro mundo no es demasiado diferente (…). La segunda Lectura nos pinta como si la historia del mundo estuviera marcada así y viene a decirnos “viene el Señor”. (…)
Que viváis sin temor. Que Cristo viene. Que Dios viene siempre. Que la historia es una realidad muy frágil. Me decía un Rector de universidad de una ciudad de América Latina, en concreto Santiago de Chile, hace muchos años, casi cincuenta: “La raza humana es una raza que está siempre a una distancia, a la distancia de un generación de la barbarie”. Una y otra vez –diríamos- estamos amenazados por circunstancias que ponen en peligro los equilibrios del mundo, la estabilidad de las civilizaciones, los regímenes, los poderes, las culturas. No temáis. Ése es el mensaje del que es portadora la Iglesia. Y en este Adviento yo quisiera hacerlo de una manera especialmente potente también para mi. Dios viene. Dios viene siempre. Dios es fiel. Dios no abandona. Dios cumple sus promesas.
Cuando se acercan las Navidades hay mucho de folclore, y mucho de folclore comercial; luces, también comerciales, a veces nos oscurecen, y las tristezas, y las fatigas, y los dolores, y las penalidades de la vida (que no nos vamos a engañar, que están ahí), dificultades en la familia, en el trabajo, de todo tipo, dificultades con la propia historia, con uno mismo, y en medio de todo eso… ¿y qué voy yo a celebrar? Sólo si uno es consciente de que la fragilidad de nuestra vida sólo tiene una roca sólida en la que apoyarse, y es que Dios es fiel.
Hemos cantado, “muéstranos, Señor, tu Misericordia y danos tu salvación”. Pero te lo decimos no como quien duda de que no nos la vayas a mostrar, sino quien tiene la certeza, una y otra vez, verificada en la historia, de que, pase lo que pase, Tú no nos abandonas; de que, pase lo que pase, Tú no te cansas del ser humano, no te cansas de mi, Señor, no te cansas de nuestra pobreza, no dices “hasta aquí hemos llegado, tiro la toalla”, “contigo no se puede”, o “con vosotros no se puede”. Pues no. “No tiras la toalla”, Señor, sino que, una y otra vez, vuelves a abrir el camino en el desierto. (…)
En medio de ese desierto, que es un desierto de esperanza, el desierto moral no es que seamos más malos que otros, o que las generaciones que nos han precedido. Nada de eso. Los seres humanos somos siempre poco más o menos lo mismo, capaces de amores bellísimos, de heroicidades tremendas y capaces de mezquindades y de miserias tan pequeñas, indignas de quienes estamos a una vocación tan grande. Pero somos así, Señor. ¿Y qué es lo grande? Que Tú eres fiel. ¿Qué celebramos? Que Tú eres fiel. ¿Qué celebramos?, ¿qué es motivo de alegría?, ¿qué es un motivo de alegría que no es para la noche de Navidad, sino para todos los días; ni para el comienzo del año, sino para todos los días del año? Señor, que tu Amor permanece para siempre; que tu Amor no nos abandona jamás; que tu Amor nos acompaña y nos acompañará siempre por mucho que metamos la pata, por mucho que seamos torpes, por mucho que nosotros hasta te demos la espalda. Tú no nos la vas a dar a nosotros, y eso, os aseguro, tenemos tanta necesidad de una roca sobre la que construir nuestras casas, nuestras vidas, nuestras personas, nuestras relaciones humanas, nuestros cariños, nuestra necesidad de perdón. Y esa roca eres Tú, Señor, y sobre esa roca contamos, esa roca está en nosotros, está con nosotros, no nos abandona jamás. Viene en la Eucaristía, viene en la Comunión. Cada Comunión es como una celebración de la Navidad en pequeñito, pero no menos verdadera que la noche de Nochebuena.
Una Comunión bien vivida es una noche de Nochebuena, y una mañana de Pascua y un día de Pentecostés. Es una vida transformada por un Amor que jamás se apartará de nosotros. Ese “jamás te apartarás de nosotros” es la fuente de la única alegría que no tiene necesidad de censurar nada del mal que hay en el mundo, pero que tampoco tiene necesidad de construirse y fabricarse artificialmente. La única alegría verdadera sobre la que podemos apoyar nuestro corazón, en la que podemos descansar nuestro corazón: ¡Ven, Señor, Jesús!
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
10 de diciembre de 2017
S.I Catedral
II Domingo de Adviento
Palabras finales antes de la bendición final
Que el Señor nos de sabiduría para sopesar el valor, para valorar adecuadamente los bienes de la tierra, que son bienes, todo lo que Dios ha creado es bueno, pero amando intensamente los del cielo. ¿Cuáles son los bienes del cielo?, Dios, Dios, nada más que Dios, no cosas que Dios nos da, ¿de qué es de lo que tenemos necesidad en nuestra vida?, de Ti Señor.
Y lo que trataba yo de deciros tan malamente en la homilía que era que la historia del Amor y de la Paciencia de Dios con nosotros, que viene siempre a nosotros y viene para darnos su Amor.