Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes y diáconos;
queridos hermanos todos y amigos:
La fiesta de la Ascensión es una escena importante en el desenvolvimiento del drama de la salvación, de hecho, es la penúltima escena de ese drama. Dios es Amor y, desde el origen, Dios ha querido comunicarse y ha querido crear al hombre para que Él pudiese unirse al hombre de tal manera que el hombre, el ser humano, pudiese participar de Su vida divina. Por eso hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, a diferencia de todas las demás criaturas. Hay en nuestras vidas, incluso cuando no nos damos cuenta de ello, o cuando no sabemos poner nombre a un cierto desasosiego que hay en nuestro corazón, un anhelo, una especie de nostalgia, un anhelo del Cielo, un anhelo de infinito, de una verdad que sacie y sosiegue nuestra inteligencia, de un bien que dé paz y sosiego a nuestro corazón, de una belleza que no fatigue, que no harte, que no empalague, que, sencillamente, nos permita vivir de una manera floreciente y cada vez más bella.
La libertad del hombre puso en peligro ese drama, porque, como alguien decía, “la libertad es el escándalo de la Creación”. El hecho de que Dios crea al hombre libre ha hecho posible como un descalabro enorme en el designio de Dios. ¿Por qué ha corrido Dios ese riesgo de hacernos libres? Justo porque quiere que nosotros participemos de Su vida y la vida de Dios es Amor. El amor sólo puede ser libre. No se puede amar a la fuerza. Todos despreciaríamos un amor que fuese a la fuerza. Todos nos daríamos cuenta de que no es amor. Por lo tanto, la libertad es una condición necesaria para nuestra vocación al amor. No cabe duda de que la libertad es un riesgo tremendo -no para Dios. Justo porque conocemos a Jesucristo, justo porque esperamos la victoria final de Jesucristo, tenemos la confianza, la esperanza de que la victoria final es de Dios y no del mal. Sé que el mal está vencido ya por Jesucristo, pero también sé que el dragón puede enredar mucho nuestra vida. Ese dragón que en el que Apocalipsis lucha con la mujer y luego se va a hacer la guerra a los hijos de la mujer. Esa mujer es la Iglesia y nos hace la guerra a nosotros, a los hombres, de muchas maneras. Lo vemos muchas veces. Pero Dios no se ha dejado vencer por el mal introducido en la historia, por la libertad del hombre, e inicia toda una serie de aproximaciones al hombre, en su pobreza. Desde Abrahán, casi 2000 años antes de Cristo, y va aproximándose al hombre y le va educando. Dios ha ido educando a la humanidad a través del pueblo de Israel, educándonos en que Dios es Amor. Educándonos mediante alianzas: hizo alianza con Noé, hizo su alianza con Abraham, después hizo alianza con Moisés, después nos envió a los profetas. Los profetas hablaron muy claramente de que, a pesar de los pecados del pueblo de Israel, Dios no retiraba Su alianza, sino que haría una nueva alianza, una alianza nueva y eterna. Esa historia de alianzas sucesivas de Dios con su pueblo, y a través de su pueblo, con la humanidad entera, encuentra su cumplimiento en Jesucristo, que es el acto final de ese drama.
La Ascensión es la escena penúltima ese acto. Porque el acto último empieza con la Encarnación del Hijo de Dios, que es un descender. El Hijo de Dios reproduce eso que decía la Carta a los Hebreos: “Señor, Tú no quieres sacrificios ni ofrendas”. Pensar que a Dios le agrada el que matemos animales, el que lo sacrifiquemos y asperjemos con su sangre el altar, es una imagen tan primitiva de Dios. “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero en cambio me diste un cuerpo. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Y el Hijo se ofrece al Padre y Dios mismo viene a compartir nuestra condición humana, nuestra existencia humana, con lo que tiene de bello y con lo que tiene de doloroso, hasta el punto de Su pasión y de Su muerte. “No hay mayor amor que el que da la vida por aquellos que uno ama”. Bueno, nosotros somos aquellos que Dios ama y el Hijo de Dios ha dado la vida por nosotros. Y explicó el significado de su vida: “Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda seco”. Sigue siendo un grano de trigo. Puede durar mucho tiempo, pero sigue siendo nada más que un grano de trigo. Sólo cuando se entierra en la tierra, brota, florece y fructifica en muchos otros granos de trigo, en una espiga. Traduzco la imagen, aunque todos la tenéis traducida en vuestra mente. Dios se ha sembrado en nuestra tierra, para que nosotros vivamos, para que nosotros florezcamos. Dios ha asumido nuestra condición humana. El Hijo de Dios ha ofrecido Su cuerpo, un cuerpo como nosotros, y se ha unido a nosotros a través de la alianza nueva y eterna. Que Él ha sellado con Su sangre, cumpliendo todos los sacrificios de las antiguas alianzas y abriéndonos un camino. Lo digo como las palabras que lo decía Juan Pablo II: El Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a todo hombre, se ha hecho uno de nosotros. Nos ha hecho uno de nosotros y nos ha unido a todos con Él. ¿Y cuál es la penúltima escena de este drama? En su muerte, Cristo ha vencido a la muerte, ha vencido al mal, ha vencido al pecado y retorna al Padre, pero retorna al Padre con su cuerpo. Sé que la imagen es muy burda, pero es como si en la vida de Dios, del Dios que el universo entero es nada más que una mota de polvo en la palma de su mano, ha entrado nuestra humanidad. En el Dios que es Espíritu. Ha entrado nuestro cuerpo en Cristo y ha entrado llevándonos a nosotros consigo, porque se había unido a nosotros.
En la Ascensión celebramos que la alianza de Dios con la humanidad se ha cumplido hasta el final. En el sentido de que primero el Señor se une a nosotros y, unido a nosotros, retorna al Padre, nos introduce a nosotros en la vida de Dios. Nos da la posibilidad de ser hijos de Dios. San Pablo llegaría a decirlo con alguna expresión muy fuerte: “Estamos sentados ya con Cristo en el Cielo, a la diestra de Dios”. Me diréis: pero aquí estamos enfermos, pero aquí hay pandemias, pero aquí hay guerras… Sí, es verdad, aquí el mal continúa, continúa pareciendo que domina, pero el amor de Dios, que es más fuerte que el mal, no se rinde. Y el Señor ha introducido a la humanidad en la vida de Dios, nos ha introducido, nos ha abierto el horizonte. Nuestro horizonte no es la muerte, el horizonte de nuestras vidas no es nunca la victoria del mal por mucho daño que nos pueda hacer. El amor de Jesucristo es infinitamente más grande que el mal, que el mal que padecemos, que el mal que hacemos, que el mal de la humanidad entera, infinitamente más grande y nos ha abierto el Cielo, ha rasgado el Cielo para que descubramos y para que vivamos de manera que sepamos que nuestro horizonte, la meta de nuestra vida, lo que aguardamos no es simplemente el envejecer y el morir. Lo que aguardamos es la vida eterna. Lo que aguardamos es la vida de Dios y es la vida de Dios para siempre, en la que nos ha introducido el Hijo de Dios al unirse a nosotros, al llevarnos y al tomarnos a nosotros consigo.
Por eso digo que es el penúltimo, el penúltimo acto de ese drama. ¿Sabéis cuál es el último? Pentecostés (la semana que viene), donde el Hijo y el Padre, ya unidos de nuevo, están en el Cielo, por así decir. Nos comunican el Espíritu, para que nosotros vivamos la vida de Dios aquí en la tierra. Así que hoy celebramos que el Señor nos ha introducido en el Cielo, porque todas las cosas que celebramos de Jesucristo son cosas que nos pasan a nosotros a través de Él, mediante Él, por medio de Él. Entonces, que Jesús retorne al Padre y vuelva al Cielo significa que nosotros entramos en el Cielo con Él. Y cuando nos da Su Espíritu y nos lo da en la Iglesia y en los Sacramentos de la Iglesia, sencillamente nos crea de nuevo para que podamos vivir, ya aquí en la tierra, como hijos de Dios, participando de la vida divina en un amor y en una comunión que no rompe nada, no rompe nuestras pequeñeces o nuestras mediocridades y que no rompe ni siquiera la muerte. La comunión que Cristo ha establecido con nosotros al hacernos Cuerpo suyo, al hacerse él alma nuestra, cabeza nuestra, sencillamente no la rompe la muerte, porque Cristo ya ha vencido a la muerte.
Eso significa algo muy, muy sencillo. Tienen que ver con todas estas cosas que tienen que ver con nuestra vida diaria, con las cosas que nos preocupan. Tiene que ver con nuestros difuntos, y todos tenemos difuntos. No está rota su relación con nosotros. Sencillamente, los miembros de Cristo no están destinados a desaparecer y en Cristo siguen unidos a nosotros, por eso rezamos por ellos en la Eucaristía. Tan pronto como recibimos al Señor en nuestro altar, oramos por la comunión entre nosotros y por los difuntos, para que el Señor los haya cogido en su seno. Eso significa, no que no pensamos que son seres que han muerto y que han desaparecido. Significa que esperamos volver a unirnos con ellos y que estamos unidos misteriosamente con ellos en la medida en que estamos unidos a Cristo. Todo eso se lo debemos a este drama que el Señor ha querido realizar para conducirnos a nosotros, a nuestra casa, a nuestro hogar, a nuestra vida.
Que el Señor nos conceda asomarnos un poquito a este Misterio, empezar a vivirlo o vivirlo con más verdad y con más intensidad.
Que el Señor nos conceda vivir con una esperanza que nada ni nadie puede arrancarnos. Es la esperanza de Dios, la esperanza de la vida eterna.
Que así sea para todos.
Palabras antes de la bendición final
Todas las veces que hablamos de Dios, nuestras palabras se quedan muy cortas o son muy pobres, son infinitamente pobres. Hay días que uno tienen la conciencia de que son más pobres que otras. Yo, en un día como hoy, tengo la conciencia de que mi expresión del Misterio de la historia de Dios con nosotros, que estamos celebrando, han sido singularmente pobres. Nada más terminarlas me venía la imagen una idea que también es parcial. Si es parcial nuestra mirada cuando miramos una escultura, es mucho más parcial cuando nos miramos a nosotros, que somos imagen de Dios. Siempre es infinitamente parcial cuando nos acercamos a Dios, pero se me venía a la cabeza una imagen que está en la Escritura. Dios ha querido unirse con Él, con la humanidad, con cada uno de nosotros como un esposo amante ama a su esposa y el Hijo de Dios ha venido a la tierra a buscar una esposa.
Eso se nos olvida porque nos da un cierto pudor hablar de ello. Pero muchas, muchas frases del Evangelio y de la Historia de la Salvación sólo se entienden bien con la imagen más próxima, la imagen menos inadecuada que es la de un Dios, paradójica y misteriosamente, enamorado de nuestra pobreza. Os voy a decir sólo una que tiene que ver justo con la Ascensión. Hay una frase en el Evangelio cuando Jesús dice “Me voy, pero me voy a prepararos un lugar”. Esa frase en el mundo judío es la que el esposo decía después de los esponsales. Cuando decía “me voy a preparar una casa para mi esposa”. Por lo tanto, ¿qué celebramos hoy? Pues, que el Señor ya nos ha preparado una casa para llevarnos consigo a su casa, que será nuestra casa, porque Dios se ha unido con nosotros, porque Dios ha hecho uno con nosotros de una manera inefable. La invención de los sexos, la invención del matrimonio. El Señor la hizo para que pudiéramos entender algo de lo que Él quería de su historia con nosotros. Por lo tanto, pensad en el Señor desde esa imagen que está en toda la historia sagrada, que está en toda la historia de la salvación, que es la más adecuada para describir la relación de Dios con la humanidad y con cada uno de nosotros, los que pertenecemos a la humanidad.
No es que sienta que mis palabras ahora son menos pobres que las de antes, pero es una imagen que tenemos que recuperar. Dios, enamorado de nuestra pobreza. Dios deseando unirse a nosotros en nuestra pobreza, deseando rescatarnos de nuestra pobreza, para introducirnos en la abundancia divina, en la abundancia que es Dios, porque es ahí donde pertenecemos.
Ese es nuestro hogar. Esa es nuestra casa que Dios ha preparado para nosotros en Su Hijo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S. I Catedral de Granada
29 de mayo de 2022