Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes;
querido diácono;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Estamos ya en el cuarto domingo de Adviento. A lo largo de estos domingos, la Palabra de Dios nos ha ido dando el tono, para que, realmente, sepamos prepararnos para vivir las fiestas que se acercan. El domingo pasado, domingo de la alegría, se nos invitaba a prepararnos, precisamente, con gozo, para esas fiestas que se llaman de alegría, de gozo, y Le pedíamos al Señor vivir la alegría como don de Dios. La alegría de tener al Señor cerca. A lo largo de estos domingos, hemos escuchado la voz de los profetas, especialmente del Libro de Isaías, que nos ha ido trayendo el eco de la esperanza de todo un pueblo –el pueblo de Israel- esperando el Mesías, el “Deseado de las Naciones”, el Mesías, el Salvador. Y hemos venido también, recogiendo esa fe que nos ha proclamado Juan el Bautista al decirnos que el Señor está próximo, que enderecemos nuestros caminos, que nos convirtamos, en definitiva, que preparemos al Señor un pueblo bien dispuesto, en nuestro caso, nuestro corazón. Juan el Bautista, el que Jesús dice que es el mayor de los nacidos de mujer; Juan el Bautista, que se pone al servicio de la misión, para la que el Señor le ha enviado: preparar los caminos ya próximos de Jesús, el Mesías Salvador.
Hoy llegamos al cuarto domingo de Adviento. Y nos trae dos figuras también, esenciales para vivir este tiempo. Y nos toma como oración, que dirige todas nuestras intenciones en este domingo, que es la oración que rezamos cuando oramos con el Ángelus. Le pedimos al Señor que “aquellos que hemos conocido por el anuncio del Ángel, la Encarnación de Jesucristo, por los méritos de su Pasión y Cruz, lleguemos a la Gloria de la Resurrección”, a la Encarnación. Ese es el gran Misterio de la Navidad. Y nosotros necesitamos quitar toda esa hojarasca, todo lo que nos ha camuflado la Navidad, con mucho sentimentalismo; si queréis con mucho costumbrismo. Pero será el Evangelio que hemos escuchado el que nos descubra el verdadero sentido, cuando se le desvela a aquel hombre justo que tiene por esposa el Misterio que alberga su mujer. En sus purísimas entrañas y por obra del Espíritu Santo, está, nada más y nada menos, que el Mesías esperado, el Redentor del mundo; Tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados. Y José, el hombre justo, hace lo que Dios le pide. Pero vemos también el Misterio de María, inserto, a lo largo de todo el Adviento, como está a lo largo de todo el Misterio cristiano; y el Misterio de María es hacer la Voluntad de Dios, hacer lo que Dios le pide. Ojalá nosotros también de cara a estas fiestas nos tomemos de la mano con María y con José, para que junto con ellos en el Misterio del Belén de nuestras casas contemplemos a Jesús en la pobreza, en la pequeñez, en la cátedra de Belén, quien es la Palabra Eterna y la Sabiduría de Dios. Y aprendamos la lección nosotros también, recuperando sencillez de que Dios se ha hecho hombre. Que Dios nos enseña el camino del Evangelio, el camino de Su doctrina, el camino de Su vida, para que Le sigamos. Que Dios se nos ha puesto tan cercano que se nos ha hecho imitable. Pidamos a María y a José con qué sentimientos vivirían ellos estos días por la proximidad del Nacimiento del Hijo de Dios.
Nosotros tenemos que tener sus sentimientos. Porque es la mejor manera de adentrarnos en el Misterio de la Navidad. Tomemos y aprendamos de estas dos figuras. De María, el hacer lo que Dios nos pide. El acoger con fe el Misterio de Dios. De ponernos a su servicio. De contemplar al Hijo de Dios en la pequeñez de un niño, para que nosotros aprendamos que la sencillez es el camino obligado para agradar a Dios y a los demás. Que la sencillez es el camino por el que el Señor nos escucha y nos atiende. Que la sencillez nos atrae en favor de Dios. Que aprendamos de María esa fe en medio de las dificultades para hacernos fuertes ante las contrariedades, sabiendo que Dios no nos deja, que Dios siempre está a nuestro lado, aunque parezca, nos parezca, que llega tarde, pero Dios llega en el momento oportuno. Esa fe, que es una fe sencilla y no llamativa; que es una fe como las de tantos ejemplos en el Evangelio de la mujer hemorroísa, que se acerca a Jesús y con sólo piensa tocarle el manto queda curada; con la fe de Jairo, que va a pedir la curación de su hija y cuando ella le dice que no moleste al maestro que ha muerto, sigue creyendo: “Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad”. O la fe del centurión, un hombre hecho al mando y que reconoce en Jesús el poder, esa fe de quien confía en Dios por encima de todo y que no nos va a dejar. Esa fe en que nos lleve a ver, en el Misterio de la pequeñez de Dios hecho hombre, la Salvación del mundo.
Ése es el camino que ha escogido Dios. No el camino del poder, no el camino de la fuerza, no el camino de la imposición, no el camino de la violencia. Cuando Jesús se presenta ante Pilato inerme, Pilato le pregunta: “¿Tú eres rey?”. “Tú lo has dicho, yo soy Rey. Para esto he venido al mundo. Todo el que es de la Verdad escucha mi voz”. Y Jesús se presenta en la humildad de la pobreza de su condición humana. Jesús no se presenta con poderío.
Que aprendamos de María todos esos rasgos de una fe fecunda, de una fe que acoge al Verbo en sus entrañas y mete a Dios en su vida y nos lo da. Que aprendamos de José, una fe laboriosa, una fe que sabe echarse a un lado, una fe del hombre justo, una fe que sabe cumplir en medio de las circunstancias del trabajo ordinario, de la vida de familia, de la vida sencilla de Nazaret: la confianza en el Señor. De ese Señor que se ha metido en sus vidas; que ha cambiado tantas cosas en ese hogar que él soñaría con María y que se ha convertido, los ha convertido Dios en modelo de toda familia humana, de toda familia cristiana. Esa fe que es acogida, en definitiva, del Misterio de Dios.
Pues, eso es lo que necesitamos para estas fiestas. Recuperar la fe, recuperar el sentido cristiano, recuperar nuestros ojos, la mirada limpia de la sencillez de los niños, pero, al mismo tiempo, de la fe profunda de quienes nos han antecedido, de nuestros mayores, de quienes establecieron esas costumbres tan arraigadas y que, por desgracia, el secularismo quiere ir borrando de nuestras manifestaciones públicas.
Vivamos esta fiesta con un verdadero sentido cristiano, porque sólo así sacaremos realmente el sentido de lo que es vivir estos días que se acercan. Y sentiremos la alegría precisamente de tener al Señor cerca. Qué buena disposición para estos días: prepararnos con la conversión, con un verdadero acto de penitencia, acudiendo al Sacramento de la Penitencia, para que el Señor nos perdone nuestros pecados, para que nosotros también tengamos un corazón dispuesto, que a pesar de la pobreza de nuestro pobre Belén, de nuestra pobre cueva, de nuestro pobre pesebre, podamos acoger la grandeza de Dios que se ha humillado y según se ha hecho humilde, se ha hecho uno de nosotros.
Que estos días, queridos hermanos, sean días de fraternidad, de la fraternidad nueva que nos trae Jesús, y ver en el otro el rostro de Dios también, especialmente quien es más pequeño, en quien es más pobre, quien es más necesitado, en quien está enfermo. Belén nos enseña otra manera de decir las cosas, nos enseña a mirar de otra manera la vida: con los ojos de Dios. Y al fin y al cabo, ¿qué es sino la fe? Mirar la vida, mirarnos a nosotros, mirar a Dios, mirar a los demás con los ojos mismos de Dios. Cuando no tenemos fe, cuando nuestra fe se debilita, entran los intereses humanos, la visión humana de las cosas, el pesimismo, el medir las fuerzas, el pensar sólo en los medios del tener. En cambio, cuando hay fe nos crecemos, pero no porque seamos más fuertes por nosotros mismos, sino porque nuestra fortaleza nos la da Dios. Nuestra fortaleza es prestada.
Que estas fiestas de la Navidad que ya nos preparan María y José, y ellos nos llevan de la mano, nos ayuden a vivir con una profundidad más cristiana nuestra existencia. Que la esperanza, junto con la fe y la caridad; que la esperanza en este día en que el pueblo cristiano tradicionalmente se dirige a la Virgen como Virgen de la Esperanza, que Ella sea para nosotros “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
Que nos acerquemos al Misterio de Belén con la fe de los profetas, con la fe que proclama Juan el Bautista y con la fe de José, sencillo, humilde, laboriosa; con la fe de María, la Madre de Dios, la que precisamente es declarada bienaventurada, porque ha creído que se le ha dicho de parte del Señor.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor
18 de diciembre de 2023
S.I Catedral de Granada