Querido abad;
Querido Cabildo del Sacromonte;
querido párroco;
queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes;
querido diácono;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y hermanas:
Estamos celebrando esta fiesta de san Cecilio y estamos haciéndolo con la liturgia mozárabe, con la forma propia del rito hispánico. Lo que vivían y como celebraban los cristianos en esta tierra y en toda Hispania, en toda España, antes de la llegada de la invasión musulmana.
Este rito que ha pervivido y que el Concilio Vaticano II ha revalorizado, y se celebra como centro en Toledo. Y estamos haciéndolo, y nos viene este recuerdo, que al mismo tiempo es memorial, ciertamente de lo más preciado de lo que es la raíz y el culmen de la vida cristiana: la Eucaristía. Estamos celebrando la fiesta del primer obispo y con él, con san Cecilio, párroco apostólico que, según la Tradición, enviado junto con seis varones más, a evangelizar en Hispania y que recala en Illiberis, en Granada, y trae la fe de Jesucristo, y trae el estilo de esa misión a la que Jesús envía a sus discípulos antes de ascender a los cielos. Pero con el estilo propio que ya había avanzado y que nos ha recordado la proclamación del Evangelio de hoy.
La celebración de un mártir, de un varón apostólico nos hace ir a las raíces de nuestra fe. Nos hace ponernos en contacto con los primeros seguidores de Jesús, para que a nosotros también se nos pegue, a nosotros que vivimos el siglo XXI, el estilo, la manera de ser y, sobre todo, la autenticidad y el ardor evangélico de aquellos primeros que, entusiasmados por Cristo, recorrieron el mundo llevando la luz del Evangelio al mundo conocido entonces. Un poco más adelante de lo que se ha proclamado en la Segunda Lectura, un texto de la Carta a los Hebreos, el autor nos dice: “Acordaos de aquellos dirigentes, aquellos superiores vuestros, que os expusieron la Palabra de Dios. Fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe”. Y sigue diciendo: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”.
Queridos hermanos, el centro es Jesucristo. Los santos son santos porque reflejan en su vida los rasgos de Cristo; porque han llevado a plenitud en su existencia, y así lo reconoce la Iglesia, los rasgos de Cristo Jesús, eso que San Pablo nos dice que tengamos los sentimientos de Cristo; en definitiva, que han vivido, en el decir paulino, la misma vida de Cristo: “Mi vivir es Cristo”. Y ésa es la enseñanza. Al fijarnos en su fe, en esa fe ardiente, en esa fe contagiosa, en esa fe alegre, en esa fe sufriente, esa fe hecha testimonio hasta el punto del martirio, nos hace removernos en nuestro interior, para no simplemente traer un recuerdo de una tradición o de una costumbre religiosa -y si queréis, pintoresca incluso en Granada-, sino para irnos a los comienzos, para tratar de vivir nosotros en las circunstancias de aquí y ahora, en el siglo XXI, pues aquello que sí podemos ser imitadores suyos. Dice San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Jesucristo”. Eso puede decirnos también san Cecilio a cada uno de nosotros, empezando por el obispo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Y, ¿en qué podemos imitar en la fe? En esa fe que es una fe viva; que no se queda sólo en la cabeza; que no se queda sólo en un costumbrismo religioso que adorna el año de unas fiestas y es un motivo para el gozo, para el esparcimiento… si no es mucho más. Es una fe que empapa la vida y que nos hace mirar la existencia con la mirada de Dios, con los criterios de Jesús. Y los criterios de Jesús son los de las Bienaventuranzas. Los criterios de Jesús no son los del mundo. Los criterios de Jesús son que los últimos son los primeros, en que tenemos que hacernos como niños y que tenemos que poner la otra mejilla; que son bienaventurados los pobres, los que lloran, los perseguidos, los que buscan la justicia; en que son bienaventurados los limpios de corazón. Los criterios de Jesús. Y son los criterios de Jesús los que aquellos hombres primeros, entre ellos Cecilio, trajo a un pueblo pagano que habitaba estas tierras y se convirtieron al cristianismo. Pero no estuvo exento de sufrimiento, hasta el punto de que fue martirizado.
Pero su semilla quedó ahí. A su lugar venimos. No como el que visita un lugar arqueológico, sino el que se adentra en los orígenes de la fe que profesamos. Y ahora me diréis, ¿cómo es nuestra fe en el siglo XXI? ¿Es una fe como la de Cecilio? Sí, ciertamente, es la misma fe. Hemos profesado el Credo de los Apóstoles. Es una fe en las que hemos sido bautizados: “Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia”. Pero, ¿la vivimos? ¿La llevamos a nuestra vida personal con coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos? ¿La llevamos a nuestra vida familiar, la llevamos a nuestra vida social, al trabajo, a la educación de los hijos, a la vivencia del matrimonio, a nuestras relaciones laborales, incluso a nuestro compromiso político y a nuestras opciones públicas y sociales? O es una fe que hemos escondido, hasta el punto de que la hemos vuelto a meter en una especie de catacumba, una fe que hemos apagado. El Señor nos invita a salir como a los primeros apóstoles, a los primeros discípulos, a esos 72, y nos invita a llevar Su nombre. Nos invita a recorrer los caminos de los hombres, no físicamente, pero sí a ser esa Iglesia en salida que anuncie con el testimonio de la pobreza de nuestra condición y nuestra debilidad, pero con la convicción fuerte de que el Señor está detrás de nosotros. La fe que hemos recibido de nuestros mayores.
Porque si no, la fe, queridos hermanos, languidece. Si no, se convierte en una costumbre que, con el paso del tiempo, pierde su significado. La fe, que ha hecho grande a nuestro pueblo; la fe, que sale a la calle en las procesiones; la fe, que se encarna en la religiosidad popular; pero, la fe que nos tiene que empapar también y hacer producir en la tierra propia de cada uno la semilla del Evangelio.
Que Le pidamos al Señor esta fe. Porque es Él el protagonista. El autor de la Carta a los Hebreos nos dice esto: “Fijaos en el desenlace de su vida –testimonio- hasta dar su sangre”. Pero, dice a continuación, con un punto y seguido, como explicando todo: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre”. Los cristianos, Cecilio no siguió a un muerto ilustre del que le había hablado los Apóstoles y que venían de Palestina. Siguió a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el que les mandó misionar, y por el que merecía la pena pasar todos los sufrimientos, incluso entregar la vida.
Que Santa María, que fue recibida en la comunidad cristiana, y Ella recepcionó a la comunidad cristiana, porque fue entregada como madre, que también Ella perseveraba en la oración con María, la Madre de Jesús, nos ayude a nosotros a perseverar en nuestra historia cristiana, que no puede ser algo pasado, sino algo que vivamos con gozo, con respeto exquisito a las convicciones de los demás, pero sin esconder las propias.
Con valentía anunciemos a Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
Abadía del Sacromonte
1 de febrero de 2023