Ofrecido por la Pastoral Diocesana Bíblica.
Llegamos al corazón del Adviento y la Iglesia nos invita a vivir el gozo en el Señor; este gozo no es un sentimiento ni una mera emoción, sino más bien un don que nace ante la cercanía de la llegada del Mesías. La liturgia de este día puede animarnos a regocijarnos porque el Señor distribuye este don de manera extremadamente generosa sobre toda la tierra, no quiere que nadie se quede fuera de esta invitación.
A través de la primera lectura, el profeta Isaías pone la base para entender de dónde procede este gozo: el Mesías anunciado y esperado ha llegado, Dios es fiel. El cristiano no vive de seguridades sino de certezas, y nosotros tenemos pruebas evidentes de que Dios cumple siempre su palabra. Con la llegada de Jesús empieza la etapa definitiva de la historia; nadie debe quedarse fuera puesto que es historia de salvación, al estilo de Dios, por eso va a empezar por los que no cuentan para el mundo, los que sufren, los pobres, los prisioneros, etc.
En esta ocasión será el Magníficat el que se usará a modo de salmo responsorial, recordándonos también que, precisamente en la lógica de la salvación lo que prima es la libertad, que la salvación se ofrece y no se impone, que todo un Dios anuncia a una humilde doncella de Nazaret, a través de un dialogo, que va a ser la Madre de Dios. Será en ese momento, ante la presencia del Señor, donde María prorrumpe de gozo y alaba a Dios por las grandes maravillas que ha hecho, que hace y que hará en medio de su pueblo.
De nuevo san Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a “estar siempre alegres”; ¿por qué estar alegres en este mundo lacerado por las guerras, enfermedades, injusticias, etc? Porque el Señor está cerca. ¿y cómo mantenernos en esta actitud? Orando constantemente, no apagando el espíritu que hemos recibido y poniendo en práctica el discernimiento con el que el Señor nos bendice.
Es el evangelio el que nos aclara del todo el objeto de nuestra alegría y el por qué nos falta en tantas ocasiones: “en medio de nosotros hay uno a quien no conocemos”. Juan el Bautista se presenta como el testigo de la luz, aquel que se ha convertido en canal para que esa luz llegue a los demás. Precisamente el profeta Bautista ayuda a quienes le escuchan a discernir para ver, a discernir para entender, a discernir para acoger. Fácil le hubiera resultado presentarse como un nuevo mesías, apropiarse de su gloria, pero su humildad, como la de María, ha hecho que toda su vida se oriente hacia Dios, que su vida debe ser mostrar el camino para seguir al auténtico Mesías. Él sabe quién está en medio de nosotros y por eso quiere compartirlo, no quiere guardarse para sí la luz escondiéndola debajo del celemín, sino que pretende ponerla en el candelero para que alumbre a todos.
María y Juan Bautista son los primeros que nos dan testimonio de que “hay mas alegría en dar que en recibir”, y de que, verdaderamente, cuando uno pierde su vida entregándola es cuando se resulta ganador; la vida es auténtica y bella cuando se regala, cuando se reconoce el verdadero lugar del Otro, el único que es verdaderamente capaz de llenar el corazón porque ha sido entretejido por él mismo en las entrañas maternas.
Y todo esto sucede mientras Juan estaba bautizando, precisamente “en la otra orilla del Jordán”, el lugar de entrada a la tierra de Canaán, el final del peregrinar del pueblo por el desierto. El nuevo Moisés, Jesús, será quien verdaderamente nos introduzca en la tierra de promisión, será Él, y no Josué quien conquiste la Jerusalén celeste para nosotros. Y lo hará asumiendo nuestra naturaleza, no destruyéndola, entrando en nuestra historia, no reinventándola, recordando al hombre que el camino para llegar a Dios es hacerse un niño.
Moisés Fernández Martín, pbro.