Fecha de publicación: 22 de diciembre de 2014

Queridísima Iglesia de Dios, pueblo santo, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo;
mis queridos sacerdotes concelebrantes;
amigos todos:

Tres pensamientos sumamente sencillos en este último domingo antes de la celebración de la Navidad, que nos pone ante los ojos el Evangelio que proclama el hecho más grande de la Historia.

Nosotros medimos los años ahora por la Encarnación del Hijo de Dios; y el Hijo de Dios se siembra en nuestra tierra, se sembrará como grano de trigo que luego ha de morir y dará mucho fruto justamente en las entrañas de la Virgen María, y gracias al Sí de la Virgen María. Por lo tanto, el Evangelio de hoy nos pone justamente ante el Misterio de lo que vamos a celebrar de aquí a unos días. Y lo primero que yo quiero es ayudaros a vivir con gozo esos días.

En un mundo tan secularizado como el nuestro, cada vez oye uno más y a más personas decir: ‘Oye, las Navidades, Dios mío, es una fiesta tan difícil o es una fiesta tan triste’, porque la hemos concebido un poco, nuestra medida de la Navidad es la “Casa de la pradera” o “Heidi” o algo así, y entonces resulta que, como se trata de estar juntos, es la “fiesta del hogar”, es la “fiesta del estar juntos”, es la fiesta de poder celebrar que no hay nada que esté mal en la vida… Eso casi nunca es posible en nuestra condición humana y en nuestra vida humana. Por lo tanto, no ahora, o no porque nos vamos haciendo mayores, sino casi, casi, casi nunca habría verdaderamente… si esa fuera la clave de la celebración, si la Navidad fuera, como dice la gente, estas fiestas donde se celebra la vida hogareña… dices, ¿qué puedo yo celebrar?, ¿y si se me ha muerto mi madre el día de Nochebuena?, ¿qué tengo yo que celebrar esa noche? Claro que tengo que celebrar. Celebro que gracias a que Cristo ha nacido, la muerte no tiene la última palabra, ni sobre mi madre ni sobre el ser más querido, ni sobre nada, ni sobre nuestro pecado. ¡Ha aparecido la Gracia y la Misericordia de Dios! Eso es lo que celebramos. Y eso lo puede uno celebrar siempre, siempre, en cualquier circunstancia, sea cual sea. Como decimos en cada Eucaristía: “Es justo y necesario, es nuestro deber y nuestra salvación, darte gracias, siempre, en todo lugar”. Siempre y en todo lugar. Y la Iglesia, año tras año, nos recuerda ese Misterio que es la razón de la alegría verdadera; que es la única razón de una alegría verdadera. Me diréis: ‘Pero si hay muchas cosas bonitas en el mundo”. Claro. Un amor verdadero, y hay muchos gestos de amor verdadero, heroicos, preciosos, en la vida de los hombres. La mayor parte de los hombres tienen en su vida muchas cosas bellas. Todos los hombres tienen en su vida alguna cosa bella. Pero, Dios mío, hasta esas cosas bellas, si la última palabra la tiene la muerte, es como si estuvieran roídas por un cáncer de dentro que no permite disfrutarlas. Imaginaros el amor más bello del mundo, dices: “Si un día va a morir, si un día se va a acabar, si un día esto va a dejar de existir, va a desaparecer sin dejar huella”. Eso lo roe por dentro, lo quema, lo destruye por dentro. No. Celebramos que el Nacimiento del Hijo de Dios hace que todo en nuestra vida y todas nuestras vidas tengan una apertura a la vida inmortal y eterna de Dios.

Es curioso que pedíamos en la oración de la Eucaristía de hoy (siempre dan en el clavo), la que rezamos todos los días cuando rezamos el Ángelus: “Quienes hemos conocido por el anuncio del ángel la Encarnación de tu Hijo, podamos por su pasión y su cruz alcanzar la gloria de su resurrección”. Y alcanzar la gloria de la resurrección es que todo lo de bello, bueno, todo lo de hermoso, todo lo de verdadero que hemos conocido y experimentado, y gozado y vivido en esta vida, no lo destruya la muerte, sino que se extienda hasta la vida eterna.

Celebrar la Navidad es no sólo saber que el Hijo de Dios nació hace 2.000 años; es saber lo que significa para nuestras vidas, tener conciencia de lo que significa para nuestras vidas aquel acontecimiento que comenzó hace 2.000 años en las entrañas de la Virgen, pero que sigue siendo verdad para nosotros hoy porque Cristo viene a nosotros en esta misma Eucaristía, esta mañana. Y el que venga a nosotros es tan serio, tan trascendente, tan capaz de cambiar mi historia personal, nuestra historia común y colectiva como aquel Nacimiento ha cambiado la historia del mundo.

Segundo pensamiento que se deduce de las Lecturas: lo único importante es decirLe sí a Dios como hizo la Virgen. Hay que pedírselo mucho al Señor: ‘Señor, que yo te pueda decir sí porque sé que Tú estás, porque sé que Tú vienes, porque sé que Tú nos acompañas, que yo te pueda decir sí hoy, mañana, todos los días de mi vida’. Pero ahí quiero corregir un punto que es necesario corregir. Nosotros cuando pensamos en decir que sí al designio de Dios, pensamos muchas veces como concibiendo ese designio de Dios sólo en las cosas difíciles o malas, y casi es inevitable terminar pensando que Dios es un poquito malvado, ¿no? Hablamos incluso de resignarse al designio de Dios (no digo que quienes estamos aquí lo pensamos, se lo oímos decir a mucha gente), y en nuestro corazón -que somos hijos de nuestro mundo- esa tentación o ese pensamiento asoma. No es así. Es justo lo contrario. Alguien nos ha engañado. Si la Virgen no hubiera dicho que sí, nadie hubiéramos sabido de su existencia, ni siquiera de su existencia, habría desaparecido en el olvido de la historia. Porque dijo que sí a Dios se hizo protagonista de la entera historia humana, de la vuestra y de la mía. El más pequeño sí que cada uno de nosotros podemos decirle a Dios nos convierte, en primer lugar, en protagonistas de nuestra propia historia; dejamos de ser un fenómeno de la naturaleza, que hoy es y mañana desaparece. No. Mi historia adquiere cuando yo le digo que sí al designio de Dios, mi historia empieza a poder ser protagonista de mi vida, junto con Otro, con Cristo, que es el que me hace protagonista de una historia que como no se disuelve en la muerte, sencillamente, da a cada segundo de la vida un valor de eternidad, a cada gesto de la vida, a cada momento que uno vive, a cada relación humana, a cada segundo lo llena de eternidad. Y eso hace la vida algo completamente distinta. Pero el designio hace comprender el designio de Dios como algo tremendamente distinto. DecirLe que sí a Dios no es darLe a Dios la vida, es empezar a vivirla, es recibirla.

Cuando le damos algo a Dios, tendemos a pensar que le estamos como haciendo un favor, como cuando imaginamos las relaciones entre nosotros. Es mentira. Cuando le damos algo a Dios, somos nosotros los que hacemos el negocio. DecirLe que sí a Dios es empezar a vivir y empezar a vivir por un interés del ciento por uno. Y es empezar a vivir la vida con una intensidad, con una belleza, con un atractivo y con un interés que sin Cristo la vida no tiene, que sin el horizonte del amor infinito de Dios, por mí, por mi pobreza, la vida no tiene.
Y eso está reflejado en la Primera Lectura. David creía que le iba a construir un templo al Señor; y le dice el Señor: ‘¿Tú me vas a construir a mí un templo? Estás apañado. Yo soy el que te está construyendo a ti un nombre. Yo te saqué del aprisco de andar tras las ovejas. Yo te he hecho guía de mi pueblo Israel, pero, además, es que te voy a construir un nombre y una dinastía, y esa dinastía va a permanecer para siempre y tu Reino permanecerá para siempre’.

Y Dios cumple sus promesas, porque el que celebramos su nacimiento de aquí a unos días es el hijo de David. Acabamos de decir hace un momento: “Por tu Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos”. Y que vive y reinará por los siglos de los siglos. David no lo sabía. Los que estaban a su alrededor pensarían: ‘Qué exageración, como que la dinastía de David, como que hay algún imperio humano que permanezca para siempre’. Lo mismo que “bienaventurada me dirán todas las generaciones”: ‘Qué exageración, qué pretensiones’.

Dios cumple sus promesas. Es el único que las cumple siempre. Y el designio de Dios es bueno. Cuando yo le doy algo, es infinitamente más lo que recibo porque siempre le recibo a Él. Cuando yo le ofrezco algo, o cuando yo me ofrezco a Él, es a Él al que recibo, y soy yo el que paso de ser un punto perdido en el cosmos a ser partícipe de la vida divina, alguien que soy amado por mí mismo, cuya vida es infinitamente amada por sí misma, a pesar de su pobreza, de su pequeñez, incluso a pesar de su pecado.

Mis queridos hermanos, eso es prepararnos a vivir la Navidad; eso es prepararnos a que pueda haber en nosotros, por muy humilde que sea la celebración, por muchas heridas que haya en la vida o en la familia, poder adorar al Niño, darLe gracias, decir: “Señor, Tú has abierto en nuestra noche una luz que nada ni nadie pueden apagar”.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

IV Domingo de Adviento
21 de diciembre de 2014

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