El lema de este año para la Campaña de la Iglesia Diocesana es sólo una verdad a medias. Porque la Iglesia es una realidad humano-divina, en cuanto que “la Iglesia es [en Cristo] como un sacramento, esto es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Vaticano II, LG, n. 1). La Iglesia prolonga en la historia la Encarnación del Verbo de Dios. La Iglesia recibe su ser de Cristo, que está en su origen, porque Cristo está siempre presente en ella (Mt 28, 20). El Espíritu de Cristo la vivifica: ese Espíritu que se transmite de generación en generación mediante el ministerio apostólico, la Palabra y los sacramentos, y que no deja de suscitar en ella carismas de todo tipo (Juan Pablo II, Tertio millenio adveniente, n. 45), y personas santas que muestran en el mundo la humanidad nueva y plena que nace de Jesucristo y del don de su Espíritu Santo. En este sentido, la Iglesia, cuya realización plena solo se da en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares o diócesis, es lo que el Señor nos concede ser.
Pero en otro sentido, el lema es profundamente verdadero. La Iglesia es, desde el comienzo, una “familia”, y también “pueblo”, y hasta en un sentido muy verdadero y profundo, una “nación” y una “patria”, una polis (una “ciudad”, la ciudad de Dios, y un pueblo, el pueblo de Dios, al que pertenecemos todos antes de cualquier otra división entre estados de vida, carismas o ministerios, comunidades o asociaciones). Naturalmente que estas palabras de patria y de nación tienen en el vocabulario cristiano un sentido relativamente distinto del que tienen en la política moderna. En todo caso, la Iglesia es un “nosotros”, y un nosotros radical, porque nuestra pertenencia a ella –en cuanto lugar humano en el que Cristo comunica su vida divina a los hombres–, es la condición misma y el fundamento del florecimiento y de la fecundidad plena de nuestra humanidad, en la fe, en la esperanza y en el amor. Ese nosotros, como Cristo crucificado, quiere abrazar al mundo entero.
Es este sentido de “pueblo”, de ser como cristianos un “nosotros”, y de que ese “nosotros” es más radical que otras pertenencias humanas, incluso la de la familia y la de la nación, lo que está olvidado en nuestra cultura. Para ella, la Iglesia es solo un conjunto de individuos que tienen (más o menos) las mismas creencias y los mismos valores. Así reducida, la Iglesia es solo una realidad “tradicional” y un poco “folklórica”, en todo caso innecesaria, al servicio del Estado (en el “antiguo Régimen” o en las dictaduras), o al servicio de algunos valores, que pueden cultivarse igualmente sin ella.
El Día de la Iglesia Diocesana, exactamente como el camino sinodal al que nos invita el Espíritu Santo mediante la voz del Santo Padre, y que ya hemos comenzado, es una fuerte invitación a recuperar, acercándonos más unos a otros y caminando juntos, este sentido de ser Iglesia, de ser juntos lo que Dios nos concede ser, lo que estamos llamados a ser para el mundo en este momento de la historia.
+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada