Delegado del Gobierno en Andalucía, Teniente, Fiscal de Andalucía, Jefe Superior de Policía en la ciudad de Granada, Presidente de la Audiencia Provincial, unidades civiles y militares, representantes también de la Guardia Civil:
No quería dejar de celebrar con vosotros esta Eucaristía y lo que hacemos es algo muy sencillo: suplicarle al Señor el don de la paz, la voluntad, la fortaleza para los miembros de vuestro Cuerpo, para cumplir su misión en orden al bien común, y por lo tanto en favor de la paz.
Yo sé que estos momentos, lo que vivimos estos días, no tiene comparación con nada que hayamos vivido en las últimas décadas. Son momentos de especial inquietud, especial peligro. Y ésa es la razón, una de las razones, para pedir al Señor ese don de la paz de todos aquellos que nos consideramos cristianos, miembros del Cuerpo de Cristo, que podamos ser constructores de la paz, en un momento donde hay tantos intereses a favor de la violencia y en contra de la paz. Intereses desde dentro de la vida de nuestra nación, del estado.
Yo decía el día de la Ofrenda floral por la noche en esta súplica por la paz que nos concediera el Señor esta paz si somos dignos de ella. Volviendo al Señor esa súplica me doy cuenta que tenemos que pedirlo aunque no fuéramos dignos. El mero hecho de ser cristianos es una gracia muy grande de la vida humana, esa gracia de la que dice el Salmo “vale más que la vida”, y el Catecismo nos recuerda que somos cristianos por la gracia de Dios, es decir, de una manera que no hemos merecido. Y sin embargo, le pedimos al Señor que nos sostenga en esa gracia.
Cuando le pedimos la vida eterna le pedimos participar del Triunfo de su Hijo Jesucristo en el Cielo, estamos pidiendo algo que ningún ser humano podría merecer jamás, y que no merecerán nunca nuestras virtudes por muy heroicas o fuertes que puedan ser esas virtudes. Pedimos algo que está por encima, siempre por encima, de las capacidades humanas, incluso de la imaginación humana. Sin embargo, le pedimos la vida eterna. Claro que se lo pedimos. Que podamos participar de ella. Y ése es el fundamento de todo amor bueno en esta vida, de todo lo que hay bello en ella, de todo lo que hay bello en la comunidad social y en la paz social. Sólo cuando uno tiene un punto de partida –la inmortalidad de Dios, la vida eterna, el acontecimiento de Cristo, la experiencia vivida, por el pueblo santo de Dios-, uno tiene la certeza de poder experimentar qué mundo podríamos esperar de nuestras fuerzas. Pero que al mismo tiempo siempre el verdadero fundamento sostén para toda lo que hay de bueno en la misión de cada hombre, nuestra misión como seres humanos, de contribuir a un sociedad mejor, de contribuir a base de la misericordia, del perdón, de un afecto a la unidad de los hombres que trasciende… Es lo único que habrá de sostener de una manera sólida el amor de los esposos, y los sacrificios y la entrega. Pero también para cumplir vuestra delicada, nunca fácil, y en estos momentos especialmente, heroica misión.
Nuestro lenguaje, que usamos en nuestras naciones y en nuestras tareas, hace ya mucho tiempo que dejó de apelar al lenguaje religioso. Alguien había admitido que las guerras de religión se pensó, que las religiones, que la religión como tal es una fuente de violencia y división entre los hombres y que, por lo tanto, no se podría organizar la vida social con un régimen, por ejemplo, religioso. Pero bastaba con el lenguaje moral, gracias a veinte siglos, arraigado de años de cristianismo, para seguir viviendo con valores que están y que han sido heredados de la Tradición cristiana, sin necesidad de la participación en la vida cristiana, en la fe cristiana. Pues no es así. Ahora también del lenguaje con el que tratamos de fundamentar nuestra cohesión cívica, la religión ha desaparecido… Si desaparece la religión de nuestro horizonte, el paso siguiente será que desaparezca también la moral. Y cuando desaparece la moral, los motivos para luchar por la concordia, para luchar por la cohesión, para hacer posible el diálogo y el perdón, se debilitan extraordinariamente. Esas fuerzas centrífugas terminan dominando nuestra vida, nuestro lenguaje, y parece que uno se queda como atrofiado para responder a esas fuerzas, porque si nuestro único fundamento son las leyes que hacen esos hombres, la vida social no es mas que una lucha de poder y los mismos hombres que han hecho unas leyes pueden unos años después hacer otras, y se pueden cambiar.
Cuando nosotros como cristianos, defendemos la unidad no es en virtud de una percepción política. Si yo defiendo la unidad, no es por ser españolista. Si defiendo la unidad es porque toda unidad es buena y viene de Dios, porque el destino final de la humanidad es el designio de Dios, es el don de un pueblo de hermanos, un pueblo de hijos.
El Concilio Vaticano II trató de recoger la Tradición de la Iglesia en el siglo XX, y en el XXI si queréis. En uno de sus textos, muy sencillo, dice “la Iglesia está llamada a ser”; cuando es ella misma y no es otra cosa, y la Iglesia es muchas veces instrumento de intereses políticos. Las religiones también son instrumento, y ésa es la parte de verdad de la historia de las guerras de religión: la Iglesia ha sido instrumento de intereses políticos.
También el amor se usa de muchas malas maneras, por las formas perversas, y a nadie se le ocurre prescindir. Se ha hecho mal uso de él, habrá que hacer buen uso, pero no se prescinde. Dejadme deciros que pasa lo mismo con la fe cristiana. ¿Hacemos mal uso de la fe cristiana? Pidamos perdón, hagamos penitencia por el mal uso que hemos hecho, pero no renunciemos a ello, porque es el único fundamento de una historia que se da de un deseo de bien común y deseo de bien de todos, incluso de nuestros enemigos, por encima de todos los motivos que hay para la división, para el conflicto, para el odio. Y la única manera de desenmascarar es con libertad de espíritu en función de un bien mayor. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de septiembre de 2017
Iglesia del monasterio de San Jerónimo
Eucaristía con la Policía Nacional