Juan Kostist nació el 29 de junio de 1556 en Tzazo, región de Valaquia, en Rumania, en el seno de una familia que se distinguía por su fe católica en una región infestada por la herejía. A los 18 años deja la familia y se puso en camino. En su viaje demoró dos años al servicio del príncipe Esteban Bathery y luego se puso al servicio de un médico italiano para acompañarlo a Bari.
En este revuelto puerto se encontró lo contrario de lo que le había dicho su madre y se decepcionó que los cristianos de ahí eran peores que los de su tierra hasta el punto que pensó en volver a su casa. Un anciano le hizo caer en la cuenta de que no podía generalizar y le indicó que fuera a Nápoles para encontrar los buenos cristianos que estaba buscando. Llego en la Cuaresma de 1578, encontrando repletas las iglesias y descubriendo a los capuchinos, los monjes santos de los que le hablaba su madre.
Se presentó al provincial, quien, después de probar la vocación del joven, lo aceptó al noviciado. Cambió el nombre de Juan por el de Jeremías, e hizo su profesión religiosa en 1579, a los 23 años de edad. Se dedicó a alcanzar la santidad siguiendo las huellas de San Francisco y ejerció los oficios de cocinero, hortelano, sacristán y limosnero.
Luego le mandaron al convento de San Efrén el Nuevo de Nápoles, donde pasó cuarenta años como enfermero. Allí se entrega totalmente al servicio del prójimo por amor a Cristo; se reservaba el cuidado de los más necesitados, los más llagados, los más difíciles y desagradables, o locos.
La enfermería contaba con espacio para más de setenta enfermos y, aunque procuraba atenderlos a todos, prefería a los frailes sencillos, ya que los superiores solían estar bien atendidos por los otros frailes. A pesar del trabajo y de los años, siempre mantuvo la cara colorada y fresca, quizás por que le gustaban las habas. Los enfermos le llevaban todo el tiempo, hasta el punto de que no necesitaba tener celda propia. Atendió a fray Anselmo de Calabria que había perdido la cabeza y se ensuciaba continuamente de arriba a abajo y a fray Salvador de Nápoles que había quedado inválido y tenía que darle la comida en la boca, tranquilizándolo cuando le llamaba por las noches.
La fama de su santidad se extendió por todas partes y mucha gente acudía a él. Realizó milagros, se distinguió por su caridad para con los pobres, enseñó catecismo a los niños que se sentían especialmente atraídos hacia él. Fue muy devoto de la Santísima Virgen y siempre prefería el servicio al éxtasis. Una vez vió a la Virgen, le preguntó cómo siendo Reina estaba sin corona y Ella le respondió que su corona era Jesús. Esta experiencia me impresionó tanto, que pidió al Señor no tener más éxtasis, ya que me habrían impedido servir a los hermanos y creía que la mejor forma de amar a Dios es ejercer con responsabilidad el propio oficio, y el tiempo que queda dedicarlo a la oración.
El superior lo mandó a visitar a Juan de Avalos que estaba gravemente enfermo en medio del frío y un viento terrible y, al volver al día siguiente al convento, enfermó de pleuropulmonía. Murió el 5 de marzo de 1625 a los 69 años de edad.