Queridísima Iglesia del Señor,
queridos sacerdotes concelebrantes:
Ahora, hoy, es la hora de la Gracia. Ahora, hoy, es el tiempo de la salvación. Un año más nos concede el Señor el precioso regalo de poder iniciar de nuevo la vida, porque eso es la Pascua. La mañana de Pascua es como si la creación entera naciera de nuevo, limpia, fresca, pura, de las manos del Señor, y la Iglesia nos da este tiempo para entrenarnos en esa vida nueva de la mañana de Pascua, para dejar que el amor de Cristo -cuyo nacimiento casi acabamos de celebrar y que le ha hecho salvar la distancia infinita entre el silencio de la vida de las tres personas divinas hasta el llanto del niño de Belén; ese llanto le ha llevado también a la soledad, a la pasión, a la muerte-, el amor más grande y más fuerte que la muerte, ha vencido en la Pasión de Cristo. Y de lo que se trata en el tiempo de Cuaresma es, sobre todo, de dejarnos, de acoger ese amor y de dejar que ese amor cale en nuestras vidas, en nuestro corazón y en nuestra conducta, de manera que, sencillamente, podamos empezar de nuevo, porque lo que nos da justamente el Nacimiento, y la Pasión, y la Muerte, y la Resurrección de Cristo, y el don de su Espíritu es siempre la posibilidad de empezar de nuevo. Siempre hay un nuevo inicio. Siempre hay una posibilidad de perdón. Y eso, año tras año, la Iglesia, que es Madre, que es Maestra de la vida, nos lo ofrece para que aprendamos a disponernos de nuevo, a no dejar que las preocupaciones y las distracciones de las cosas del mundo, o también, incluso de las cosas de Dios, nos distraigan del amor con que Dios nos ama, que es el único lugar donde los hombres podemos poner nuestra esperanza.
Luego, mis queridos hermanos, a nadie se os oculta que las circunstancias del mundo en el que vivimos, tan violentas, tan terribles, y que tienen que ver no sólo, como a veces ciertas informaciones pueden dar la impresión, con cosas que pasan en el Islam, o que tienen que ver con el Islam, o que tiene que ver con el Oriente, como si estuviera muy lejos de nosotros, tienen tanto y más que ver con el vacío que nuestra civilización y de nuestra cultura; el vacío de una cultura que no es capaz de ofrecer a las generaciones jóvenes un sentido de la vida. Y cada vez hay más voces, y voces con discernimiento, voces con autoridad, que nos lo recuerdan. De hecho, muchos de los militantes de ISIS han nacido en Europa; se han educado en Europa; son personas que han recibido la educación moderna europea; son, incluso, personas que no tienen nada que ver de suyo con los países de Oriente. Vivimos en una situación de peligro y de amenaza mundial, no hay que olvidarlo. Y hay que pedir por la paz. En la oración a la que el Evangelio de hoy nos invita -esa oración y esa limosna y ese ayuno hechos en secreto- la paz tiene que estar en una de nuestras preocupaciones constantes. Lo está, en cuanto abrimos los ojos y vemos la situación del mundo, que no está lejos, que no está lejos. En el mundo en el que estamos, cuántas veces se ha oído lo de la “aldea global” y todo eso.
Luego, en la situación de España, de nuestra tierra, de nuestra patria, donde el horizonte tantas veces ha sido simplemente la esperanza puesta en una vida económica más desahogada o en una conquista de puestos en el mundo y en la escala social, o en ciertas promesas de la vida política. Todo eso es como una especie de gran castillo de naipes, que se viene abajo muchas veces delante de nuestros ojos; se viene abajo cada vez para más personas, que en todo caso representa una esperanza falsa, representa una esperanza en la que los hombres por dentro nos sentimos cada vez con menos capacidad de confiar.
Y la situación y las circunstancias de nuestra Diócesis, tan dolorosas. Las noticias que hemos estado viviendo en este tiempo. Si los hechos que se denuncian son verdaderos, Dios mío, pues es una situación de pecado, que no podemos sentir nadie como extraña a nosotros, nadie, porque nada de lo que sucede en el Cuerpo de Cristo, nosotros somos miembros de ese Cuerpo. Por lo tanto, como tantas personas me han dicho en estos meses, el daño que le hacen a usted (por ejemplo me decía una mujer) me duele a mí. Y ésa es una expresión de una frase que está en el Credo. Y el daño que se hace a la Iglesia, que se hace al pueblo cristiano, a mí me duele inmensamente.
Yo creo que eso también es para nosotros -vuelvo a insistir, ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación-, es una llamada a qué: pues, a cada uno de nosotros, a toda la Iglesia y a todos los sacerdotes, a convertirnos (a convertirnos no como una rutina, es decir, vamos a hacer unas prácticas y luego viene la Semana Santa… no), a volver a Dios, porque estamos lejos de Dios y cuando estamos lejos de Dios es cuando perdemos el norte y hacemos toda clase de torpezas y de tonterías, algunas muy graves; perdemos sencillamente la razón para vivir y para luchar por una manera buena de vivir, por un modo bueno, bello, verdadero de vivir.
Mis queridos hermanos, con el corazón y el alma en la mano, que el Señor nos conceda el don de su conversión, de convertirnos a Él, de buscarle a Él, como quien realmente nos da la posibilidad de una vida verdadera, de una humanidad buena, donde podamos mirarnos a pesar de nuestros pecados, mirarnos unos a otros a la cara con respeto, con afecto, con misericordia, con la conciencia de que cada uno de nosotros, y cada ser humano, todos los seres humanos hemos sido creados con un amor exclusivo y único dirigido a cada uno de nosotros y con un destino, que es participar de la vida de Dios, que es ser hijos en el Hijo y vivir la vida del Dios que es Amor.
Para ese camino, la Iglesia nos propone tres prácticas, que, de alguna manera, abarcan la vida entera y que es bueno recordar, porque son tres prácticas sencillas, en cierto modo, pero que si nos las tomamos en serio, nos ayudan a nacer de nuevo. Recordáis la pregunta de Nicodemo: “¿Pero cómo va a nacer uno de nuevo siendo viejo?”. Y el Señor le dijo: ‘Mira, el Espíritu sopla donde quiere. Tú oyes su ruido pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va’, hablando del viento y hablando del Espíritu Santo. Pues lo mismo, el Espíritu de Dios sopla donde quiere. Y donde abundó el pecado sobreabundó la Gracia. Por eso hoy es la hora de la Gracia. Por eso podemos pedirle al Señor: ‘Señor, no entregues a tu heredad, no entregues a tu pueblo al oprobio, no nos hagas la burla de las naciones. Señor, concédenos la conversión del corazón, a todos’. Y que cada uno, por esos caminos que la Iglesia nos propone. La oración: no se trata ni de más ni de menos, no se trata de hacerla de una manera o hacerla de otra; se trata de que nuestro corazón busque a Dios, suplique a Dios, grite a Dios: ‘¡Ven Señor, ven Señor, no tardes! ¡Ven a nuestras vidas, como viniste a Belén, como viniste al Gólgota, ven a nuestras vidas, llénalas con tu misericordia y con tu Gracia!’.
La oración. En realidad, las tres prácticas que la Iglesia nos propone nos sacan de nosotros mismos. La limosna, lo mismo. Y no se trata de dar un poco de limosna. Se trata de estar atentos a las necesidades que tenemos cerca, a nuestros prójimos: que nos encontremos con ellos, salir a ellos. El otro día, en un aeropuerto, alguien se me acercó a pedir limosna y yo le dije, lo primero, “¿cómo te llamas?”. Me respondió: “Me da lo mismo la limosna que me dé. Es la primera persona en toda la mañana que se para conmigo”. Estuvimos un ratito de conversación y luego le ayudé con algo, pero eso es lo de menos, Dios mío. Lo que me sorprendió y mucho es que me dijera “es la primera persona que se para conmigo”. Cuando el Papa nos dice “tenemos que ser una Iglesia en salida”: en salida hacia los hombres, ciertamente hacia los más pobres o hacia los más necesitados, pero es que los tenemos al lado; si todos conocemos a familias que lo están pasando mal…, matrimonios que están sufriendo, porque no son sólo las pobrezas materiales, hay pobrezas de muchas clases. Poner esas pobrezas en nuestro corazón. Amar a las personas, desear el bien de las personas que las sufren, de las personas que están solas, de la personas que por su ancianidad a lo mejor han perdido ya a casi toda su familia, personas que nos resultan a lo mejor más cansadas porque repiten siempre la misma historia, pero que si no les escuchamos nosotros, a lo mejor no tienen a nadie que escuchar. Todo eso son formas de limosna. No. Son formas de caridad. Son formas que nos hacen parecernos a lo que somos: imagen de Dios y que nos enseñan a salir de nosotros mismos, y a hacer crecer el amor, la caridad, la gratuidad en nuestro corazón.
Y el ayuno. El ayuno es una manera de aprender a saber que no son las cosas ni los deseos del mundo lo que nos tiene o que nos va a dar la felicidad; que tenemos muchas más cosas de las que necesitamos, que consumimos y comemos mucho más de lo que necesitamos. Luego lo tenemos que gastar en gimnasios, es decir, que tiramos el dinero doblemente porque comemos más de lo que necesitamos y porque luego encima tenemos que pagar una segunda vez para perder lo que hemos comido en exceso. Pero no se trata, de nuevo, como en la oración, de ayunar más o de ayunar menos, de vivir como un anacoreta. Se trata de hacer un pequeño ejercicio que ponga nuestras vidas en dirección a Dios; que nos haga salir de nosotros mismos, de nuestros intereses, de nuestros gustos. Cuántas veces la razón para hacer o dejar de hacer una cosa es ‘me gusta, no me gusta’. Dios mío, quien dice eso está muerto en su corazón; quien se mueve en la vida por esos criterios está muerto en su corazón. Y el Señor no nos quiere muertos, nos quiere vivos, nos quiere vivos.
La Iglesia nos invita a que todo eso lo hagamos en secreto, que no llamemos la atención, que no busquemos el reconocimiento de los hombres, que busquemos la verdad de nuestro corazón, frente a las morales del mundo que son todas ‘cara a la galería’. El cristiano no vive para la galería, vive para Dios. Que el Señor nos enseñe a vivir para Dios, a responder a su llamada, que no es una llamada que disminuye nuestras vidas, sino que las hace florecer, las hace capaces de ser lo que estamos llamados a ser. Nos da y nos concede el don de la humanidad verdadera.
Señor, no abandones a tu pueblo al oprobio; que las circunstancias del mundo, las circunstancias de nuestra sociedad y de nuestra Diócesis sean para todos una ocasión de conversión verdadera, de acudir al perdón de los pecados, de acudir al Sacramento de la Penitencia y de, sobre todo, pedirle al Señor que renueve nuestro corazón, que nos quite el corazón de piedra que ve las cosas con los ojos del mundo y nos enseñe a verlas con los ojos de Dios. Y entonces, podremos decir, el día que celebremos la mañana de Pascua, ‘Señor, qué grande, qué grande has estado con tu pueblo. Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo, porque nosotros somos pequeños pero tu Gracia es grande y allá nos podemos acoger siempre’. Que nos acojamos en este tiempo de Cuaresma para poder darLe gracias a Dios, no sólo la mañana de Pascua, sino toda nuestra vida.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de febrero de 2015
Miércoles de ceniza
S.I Catedral
Palabras de Mons. Martínez antes de la bendición final en la Eucaristía.
Dejadme insistir en dos puntitos. Uno, aunque ya lo he dicho en la misma homilía, la medida de nuestra conversión es siempre la caridad. Nadie ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien ve. Veréis, hasta la misma limosna se puede falsear; se puede falsear la catequesis; se puede falsear la predicación; se puede falsear una Estación de Penitencia; se pueden falsear los mismos sacramentos y la liturgia. Sólo la caridad es inequívocamente un signo de la Presencia de Dios. Por eso el Señor la puso como signo de la credibilidad y el Papa nos lo recordaba en la homilía del último domingo.
Y, por último, que la medida de nuestras vidas no la da ni las virtudes que tenemos, porque entonces tendríamos que estar siempre tristes porque siempre son muy pocas, ni la dan tampoco nuestras miserias o nuestros pecados, porque tampoco eso nos permitiría vivir. Eso es lo que piensan quienes no conocen a Dios. Nosotros conocemos la Gracia de Dios. Y porque conocemos la Gracia de Dios hay en nuestro corazón una alegría de la que nadie tiene derecho a disponer y que nadie nos puede arrancar. Yo le preguntaba no hace mucho a un sacerdote al final de la Misa: “¿Cómo estás?”. Y me dijo: “Yo, después de Misa, siempre estoy muy bien”. Y lo decía con toda su alma. Sí, ha sucedido lo más grande, qué mas puedo necesitar, desear o pedir, si tengo al Señor. Tenemos al Señor con nosotros. Ésa es la alegría, no la alegría de que nosotros somos o valemos; la alegría de que Dios es fiel, y Tu misericordia y Tu fidelidad no tienen fin.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de febrero de 2015
S.I Catedral