“Los que recuerden esta hazaña de Dios nunca perderán la confianza que Tú inspiras”. Lo hemos escuchado en el elogio que hace a Judith, el autor del libro de Judith, y porque había eliminado al enemigo que amenazaba con la destrucción del pueblo de Israel. Señor, Tú eres el único Salvador, Redentor, la única esperanza que se nos ha dado bajo el Cielo para que podamos ser salvos. Tú, que te uniste a nuestra condición humana en tu Encarnación y quisiste compartir esa condición humana hasta la muerte, y una de las muertes más horribles que la humanidad ha imaginado. Todas las muertes son malas, todas las muertes son horribles. Pero en este mundo marcado por el sello del pecado las hay más horribles que otra. Y el Señor quiso escoger una de las más horribles que ha inventado la humanidad, para que ninguno de nosotros pudiera sentirse solo en los momentos de angustia, en los momentos de ansiedad, de dificultad, de temor, de pánico. Sea cual sea nuestra situación, podemos decir “el Señor me entiende”. No sólo me entiende, sino que el Señor está conmigo, compartiendo conmigo mi dolor, mis dolores, mis angustias y eso es la unión de Dios, del Hijo de Dios con la condición humana. Sucedió en el seno de una mujer, María, elegida por Él para ser Su madre, porque si no, no hubiera sido un hombre verdaderamente. Y que compartió su camino no siempre entendiendo todo lo que sucedía, pero siempre fiel y acompañando a Su hijo que no entendía. Nos lo recuerda el episodio cuando a los 12 años se queda en el templo y les dice a María y a José: “¿Pero no sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Las cosas de su Padre son las nuestras.
Las cosas de Dios son nuestras cosas, porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Dios no tiene intereses propios, porque Dios es Amor. No sólo tiene sentimientos de amor, y no sólo los tiene algunas veces, sino que Dios es Amor y nos ha creado a nosotros y nos ha regalado nuestra vida humana precisamente para que podamos participar de ese amor, vivir de esa comunión que Dios es, introducirnos en Su vida divina, transformarnos en ese amor sin límites que es el amor de Dios y por muchos millones de hombres que seamos. Veréis, no se va a agotar el amor de Dios, porque el amor de Dios es infinito. Qué alegría me da cada vez que los astrónomos descubren que hay millones de galaxias que no habíamos conocido hasta hoy. Y cada galaxia es como algo casi ya inabarcable para nosotros. Nosotros formamos parte de una y la vemos lejísimo de la Vía Láctea. Hay millones de galaxias como aquella en la que nosotros pertenecemos, porque nos permite asomarnos tímidamente a la infinitud del amor de Dios. Por lo tanto, el amor de Dios no se agota. El amor de Dios no hay nada que lo empequeñece. Pero Dios ha querido compartir nuestra condición humana, compartirla hasta la muerte y compartirla de un modo que una mujer pudiese ser el comienzo de la humanidad nueva.
Él quiso nacer de una mujer. Si no, no hubiera sido hombre de verdad. Y esa mujer le acompañó y le acompañó hasta la muerte, y vivió su pasión y pudo experimentar el dolor que una madre puede experimentar cuando pierde a un hijo. Pero imaginaros a un hijo que lo pierde ajusticiado y objeto de burla para todos a las afueras de la ciudad, para que todo el que pasara por las puertas pudiera verlo y sentir el ridículo, la burla, el desprecio de que era objeto el Hijo de Dios y el Señor se entregó a esa muerte por nosotros, y la Virgen le acompañó en ese dolor y en esa muerte por nosotros.
Qué significativo es cuando en el Evangelio que acabamos de leer, Jesús le dice a su Madre: “Madre, ahí tienes a tu hijo”. El hijo es Juan, el único de los discípulos que se había quedado allí junto con la madre de Jesús y aquel otro grupo de mujeres que le habían acompañado y que le querían y que estaban junto a la cruz y no se dejaron atemorizar por las persecuciones y por los insultos y los desprecios de que era objeto Jesús y la condena de que habían sido objeto Jesús; el único de los discípulos, Juan, y el Señor se lo entrega a la Virgen como Hijo, y en ese Hijo estamos representados todos. Por eso, desde que se consuma la unión de Cristo Jesús con la naturaleza humana que se culmina en esa unión en la cruz, en la muerte de Jesús, María es nuestra Madre, la Madre de todos, de quienes creemos y también de los que no creen, aunque no lo sepan. También ellos están en Su corazón. Ningún hombre queda fuera de ese corazón que está tan unido al de Cristo, que el de Cristo ha empezado a latir justamente en su seno, como cualquier hijo, en cualquier madre. Sólo que Jesús no era cualquier hijo, era al mismo tiempo el Hijo de Dios.
Señor, acudimos a Ti en busca de esa vida plena que anhelamos en nuestro corazón, pero que nosotros no somos capaces de darnos a nosotros mismos. Pero acudimos a tu Madre igual que a Ti. Sencillamente, porque en ella vemos esa plenitud de la humanidad realizada también a través de la Pasión, pero bendecida. Quién podría creerse cuando no habías nacido todavía “dichosa te proclamarán todas las generaciones. Los que recuerden esta hazaña de Dios jamás perderán la confianza que tú inspiras”, le decía el autor del libro de Judith a Judith. Quienes comprendan, quienes se acerquen a esta hazaña de Dios, que es habernos amado sin límites, haberse entregado a nosotros hasta la misma muerte para que nosotros podamos vivir, hacerte pobre de la divinidad, para que nosotros podamos ser ricos como hijos de Dios. Nadie. No hay hazaña igual en la historia. Por eso, Tu nacimiento y Tu vida, Señor, es el centro de la historia humana. El centro de la creación es el centro del cosmos y de la historia, decía San Juan Pablo II. Pues a Ti acudimos, Señor. A Ti acudimos, Señora, hoy, con el peso de todas nuestras fatigas, las fatigas de la vida, las fatigas de la edad, las fatigas de la enfermedad, las fatigas de nuestros seres queridos desaparecidos. En estos años en que no hemos podido estar junto a Ti de la misma manera que nos gusta estar, que nos gusta que Tú nos acompañes. Acudimos a Ti, Señora, y sabemos que no te cansan esas fatigas nuestras, que en el dolor y en el triunfo que acompaña a la muerte de tu Hijo están también recogidos todos nuestros dolores, todas nuestras penas, nuestras fatigas, nuestras ansiedades, nuestras angustias. Y no sólo recogidos, sino transfigurados, transformados. Por eso, le hemos pedido a la Virgen que podamos asociarnos a la Pasión de Cristo. A la Pasión de Cristo estamos asociados todos, porque no hay vida humana en la que no aparezca el dolor, en la que no aparezca nuestra condición mortal, en la que no aparezca la enfermedad o la traición o la mentira de los hombres. No hay vida humana, sólo que si estamos junto a Ti; si vivimos como Tú esa pasión que Tú has vivido al lado de tu hijo. Si comprendemos como Tú que nuestros dolores están presentes tu Hijo, que son parte de su propia pasión y de sus propios dolores, entonces la pasión y el dolor y la angustia se transfiguran, no porque desaparezcan, pero dejan de ser destructivos y no dejamos de sufrir. No dejamos, pero ese sufrimiento es compatible con una alegría muy profunda de saber que nunca tendrá el dolor y la muerte ni el mal la última palabra sobre nuestras vidas. Porque ha habido alguien más fuerte que el dolor y que la muerte, porque hay alguien más grande, más poderoso y más fuerte que el mal. Y ese alguien es Dios que se ha entregado a nosotros en su Hijo Jesucristo.
¿Cómo no vamos a celebrarte? No estás vestida como una madre que tiene a su hijo muerto en sus rodillas. Estás vestida como una reina, y todos nosotros, en la medida en que nos unimos o sencillamente acogemos el amor de tu Hijo y tu amor en nuestras vidas, somos reyes, somos reinas en nuestra propia vida, a pesar de la muerte, a pesar del mal, a pesar de todo, porque tu amor es más grande. También lo decía Juan Pablo II en una ocasión donde estaba un grupo interrumpiendo una celebración en una de sus celebraciones en América. Y él se agarró al micrófono. No hacía más que decir (estuvo casi tres cuartos de hora diciéndolo): “Pero el amor es más fuerte, pero el amor es más grande. Pero el amor es más fuerte”.
Nosotros sabemos, Señora, y por eso te celebramos en este día de una manera distinta, más grande y porque tenemos ansiedad de que nos acompañes. Tenemos necesidad de sentir tu compañía y la sentimos y la agradecemos al mismo tiempo que nos damos cuenta que el amor es más fuerte y eso nos sostiene en la esperanza y hace que la vida tenga sentido. Si no hubiera ese amor más fuerte que se ha revelado en tu Hijo, nada tendría sentido. No tendría sentido nacer, no tendría sentido crecer, estudiar, trabajar, enamorarse no tendría sentido nada. En realidad, gracias al amor infinito de Dios que se nos da en Cristo, todo tiene sentido. También el sufrimiento. Y también descubrimos que el sufrimiento no es lo último ni lo será, porque nunca tu amor se dejará vencer por el mal del mundo.
En esta confianza, en este Día de las Angustias, después de tres años sin poder celebrarlo, proclamamos nuestra fe en la fe de la Iglesia Católica, gozosos de poder proclamarla juntos en Cristo Jesús, Señor nuestro.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de septiembre de 2022
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias (Granada)