En este momento, tras haber recibido hace unos minutos el Cuerpo de Cristo, que renueva con todo su pueblo y con cada uno de nosotros “la alianza nueva y eterna”, y que nos comunica su Espíritu Santo, uno quisiera encontrar las palabras más sencillas, las más humanas, para expresar, como Pastor de la Iglesia particular de Granada, pero también en nombre de todos los presentes, la gratitud y la alegría que nos invaden. Pues es alegría y gratitud lo que sentimos, más que nada, al final de esta Eucaristía, en la que, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el Papa Francisco, representado por usted, Sr. Cardenal, la madre María Emilia Riquelme y Zayas, fundadora de las Misioneras del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada, ha sido agregada al número de los Beatos.
Con esta gracia se cumplen los deseos y las súplicas de la Iglesia de Granada y de otras iglesias de España y de América Latina, de la Congregación de las Misioneras, y de multitud de sacerdotes y fieles. Le ruego que transmita, Señor Cardenal, la gratitud de todos nosotros al Papa Francisco, por la gracia y el estímulo que significa para tantos fieles la beatificación de la Madre Riquelme, como la conocemos popularmente, pero también y sobre todo por su magisterio y por todo su ministerio valiente, que nos guían fielmente en este momento de la historia —en este cambio de época— en que toda la Iglesia necesitamos una conversión misionera. Transmítale nuestra gratitud, nuestra comunión plena y nuestra obediencia filial. Y esa gratitud se extiende a usted, que ha querido traernos la buena noticia y presidir al pueblo santo en esta preciosa Eucaristía.
He mencionado al principio que acabamos de recibir el Cuerpo de Cristo. Nuestra alegría y nuestra gratitud se dirigen, en primer lugar, a Jesucristo, el Hijo de Dios, que en la inmensidad de su amor ha querido acercarse a nosotros hasta el punto de hacerse un Cuerpo, y asumir nuestra condición humana hasta morir una muerte como la nuestra, una muerte humana, para librarnos a nosotros del poder del pecado y de la muerte e introducirnos con él en el Reino de su Padre; y ha querido hacerse otro cuerpo, que fuese alimento nuestro en la Eucaristía, para quedarse con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 21); y desde la Eucaristía, unirnos a nosotros en él, haciendo de nosotros un solo cuerpo, donde “no hay judío ni griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Y que ha querido hacer de la madre Riquelme un miembro glorioso de ese cuerpo, una especie de estandarte para todos nosotros, un ejemplo “de fervor eucarístico, de entrañable amor a la Virgen Inmaculada y de fuego misionero”.
Por un designio singular de la providencia divina, el cuerpo de la Beata María Emilia Riquelme, incorrupto, estaba en su casa de Granada, y ha podido acompañarnos en esta Eucaristía. Y eso nos permite poner de relieve algo esencial en nuestro mundo y en nuestra cultura: que el cristianismo no es un “ismo” abstracto, como un movimiento artístico o cultural; lo que llamamos el cristianismo es una realidad histórica perfectamente carnal, corporal, tangible. Que nace de un cuerpo, de la carne que el Hijo de Dios recibió de María, y que esa vida se transmite “físicamente”, a través de los sacramentos, y especialmente a través del agua del bautismo, y del pan y el vino que se consagran en la celebración Eucarística, que son “el Cuerpo y la Sangre de Cristo”. Y ese Cuerpo, que se nos da y que comulgamos en la comunión Eucarística, edifica la Iglesia, el cuerpo de Cristo que se extiende por la geografía y por la historia “hasta que el último enemigo, sea destruido, la muerte” y “Cristo sea todo en todas las cosas” (1 Cor 15, 26. 28).
De manera que tenemos aquí, junto a nosotros, en primer lugar la imagen de María, Virgen y Madre, que le dio a Cristo su humanidad, su cuerpo, aunque antes Él la llenó de su Espíritu y la hizo inmaculada para que ella pudiera dárselo. Su imagen, en la advocación del Rosario, nos recuerda, igual que la imagen que preside esta catedral, que la Encarnación del Hijo de Dios es el momento de la historia que ha cambiado la historia para siempre. Y tenemos el cuerpo de la Madre Riquelme, lo más cerca posible del altar, para hacer visible precisamente esa relación profunda entre el cuerpo de Cristo en la Eucaristía y el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, “esa muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos” (Apo 7, 9). Por esa misma razón los antiguos cristianos amaban celebrar la Eucaristía sobre los sepulcros de los mártires, y por esa misma razón, los altares estables de las iglesias deben tener, en el ara o en la piedra misma del altar, reliquias de mártires o de santos. Y es que son los santos los que hacen verdad en su vida entera el mandato de Cristo en la institución de la Eucaristía: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24.25). Lo que Jesús manda hacer “en memoria” suya no se limita a que los sacerdotes repitan sus palabras en la celebración de la Eucaristía. Es el entregar la vida, toda la vida, la vida entera (carne y sangre) por la vida del mundo. Por la esperanza del mundo. Y eso es precisamente los que hacen los santos, y lo que ha hecho (y hoy ha reconocido la Iglesia) la Madre Riquelme.
Somos, en efecto, hijos de un pueblo de santos. Miembros de un pueblo de santos, de una gran familia de santos, cuya forma de vida es la alegría y la gratitud, la misericordia y el amor. Sí, la Iglesia es la Iglesia de los santos. Y no porque en ella no haya pecados, y pecadores, y escándalos. Los hay, nunca dejará de haberlos —lo dijo el Señor (Lc 17, 1)—, todos nosotros somos pecadores, todos nosotros sabemos que tenemos necesidad de perdón (y lo pedimos cada vez que nos encontramos juntos en presencia del Señor, en cada Eucaristía). Y sin embargo, la Iglesia es santa, la Iglesia es la Iglesia de los santos porque el único Santo, el Santo de Dios, no deja nunca de estar siempre en ella y de suscitar constantemente en ella —en todos los estados de vida, en todas las culturas, en todas las clases sociales— multitud de vidas que son testimonio vivo de su presencia. Esa es la “muchedumbre inmensa” de que hablaba el Apocalipsis. De esa muchedumbre, la mayoría pasan por la historia en zapatillas, en silencio. Ni siquiera son conscientes, por lo general, de que alrededor suyo florece un jardín, a veces inmenso, de tierra liberada. Sólo Dios conoce sus nombres, y un día sin duda también sabremos nosotros que les debemos —aunque haberlos conocido en este mundo— la gracia de la esperanza o la misericordia y el perdón divinos, o la curación de aquel mal, del cuerpo o del alma, que era humanamente imposible de sanar. Pero a algunos de ellos, por designio de Dios, y porque en sus vidas resplandece de forma especial la presencia de Cristo, la Iglesia los reconoce , y les propone como modelos y como intercesores. Entre ellos, desde hoy, esta la Madre María Emilia Riquelme. Que es el motivo particular y especial de la gratitud de esta mañana, que es quien nos ha traído a todos aquí.
La Madre Riquelme era una mujer con una cultura superior a la que razonablemente se podía esperar en una mujer de su tiempo. Pero cuando uno ve su vida en perspectiva se da cuenta de que los puntos centrales de ella apuntan a ciertas claves que ya eran decisivas en aquel primer ocaso de la edad moderna de la segunda mitad del siglo diecinueve y los comienzos del siglo veinte. La devoción a la Inmaculada y el amor al Santísimo Sacramento —un “cachito de cielo en la tierra”, como le gustaba decir—, eran respuestas agudas a algunos problemas acuciantes de la modernidad. Pues la Inmaculada Concepción de María proclama la primacía absoluta de la gracia, justo en un tiempo en el que muchos pensadores creían que se podía ensalzar al hombre a costa de Dios, y proponían al hombre construirse a sí mismo y construir un mundo humano y feliz sin Dios. Y la adoración al Santísimo proclamaba la presencia de lo divino en medio de nosotros. También aquí, y ya desde los orígenes de la modernidad, lo que se ha proclamado ha sido la ausencia: ausencia de Dios de su creación, ausencia de Dios en los ritos sacramentales, desconfianza de que pudiésemos participar verdaderamente en la vida divina y de que la Iglesia pudiera ser un “cuerpo” verdadero, humano-divino como el cuerpo de Jesucristo, y no una mera agregación de individuos, un “colectivo”, como se dice en el mundo. Y la Madre Riquelme vive y proclama la presencia fiel del amor divino en la Eucaristía. De esas claves de su vida nace en ella su humildad agradecida, la centralidad del amor que une su corazón al de Cristo y se vuelca con sencillez en los hermanos, y provoca su pasión misionera, su amor preferencial por lo sencillo, lo cotidiano y lo pequeño.
Y de esas mismas claves, la Eucaristía y la Virgen Inmaculada, nace su generosidad. Una generosidad casi derrochadora, que imita al Dios Creador, y también a Jesucristo, que “no da el Espíritu con medida” (Jn 3, 34). También esta generosidad es profética, porque el signo más evidente de la imparable corrupción de de nuestro mundo y de nuestra cultura es la avaricia. Heredera única de unos bienes cuantiosos, los dio prácticamente todos a otras congregaciones, a seminaristas, a los pobres, “sus amigos”… cuando llega la hora de fundar no tiene prácticamente nada, porque todo lo había puesto “en el banco que no quiebra”. Y no ha quebrado, en efecto. La maternidad nacida de aquella pobreza, en la que culmina su consagración virginal al Señor, se derrama hoy por varios países del mundo: primero, en España, desde Granada a Barcelona y a Madrid, a Cáceres, y a Palma de Mallorca; y luego en Brasil, en Portugal, en Bolivia, en Colombia, en Angola (Luanda), y en Filipinas; en la caridad y en la educación (que es una forma especialmente bella y generosa de la caridad), y siempre con una sencillez y una ternura que son un eco de Jesucristo con la modulación especial de la Madre Riquelme. Con esa humanidad tan bella que reconocemos en su vida y en la vida de sus hijas.
A ellas damos las gracias de manera especial: ellas nos han hecho conocer a la Madre Riquelme, pero, mucho más importante, ellas, como la Madre, nos han acercado a Cristo y a la Virgen, y nos han situado en la corriente del amor infinito que brota de la Eucaristía para la vida del mundo. A la Madre General, Marian Macías Rodríguez, y a la Vicaria, Elisa Mármol Luengo, que se han “gastado y desgastado” sin límite para acoger a todos los peregrinos y para preparar esta celebración; a la anterior Madre General, Leonor Gutiérrez Muñiz, que vivió las ansiedades del final de la causa y del proceso del milagro; a la Vice Postuladora, la Hermana María José García Agüero, hoy seguramente la mujer más feliz del mundo; a la hermana Yolanda Delgado, autora de su biografía más menuda, pero una perla que terminará siendo acaso la más difundida y leída, especialmente entre los jóvenes; y a todas las hermanas, que siendo sólo doscientas, se multiplican como los panes del evangelio y parecen miles. El beneficiario del milagro que ha hecho posible la beatificación, D. Nelson Yepes y su familia, es sólo un ejemplo, sólo la punta del iceberg de las muchísimas gracias y milagros (la mayoría ocultos al mundo y conocidos sólo por Dios y por los santos del cielo), llevados a cabo por la nueva beata y por sus hijas. Los familiares de la Madre Emilia Riquelme que también nos acompañan tienen ahora en ella un motivo de orgullo, pero mucho más aún, un modelo de imitación.
También de manera especial, doy las gracias al Sr. Cardenal Emérito de Sevilla, al arzobispo de Sevilla y a los demás obispos que han querido acompañarnos en la celebración, de Andalucía, de Barcelona, de Cáceres, de Colombia y de Brasil. Y a los muchos sacerdotes, devotos de la Madre María Emilia o amigos de la Congregación, que han venido a unirse a nuestra acción de gracias.
Igualmente, agradezco su trabajo a la Postuladora de la causa, Silvia Monica Colleone; y a la Comisión que ha preparado tan cuidadosa y efectivamente los actos de estos días y esta celebración: en especial a D. Juan Antonio López Frías Comisario de la beatificación; a Nuria Molinero Ortiz, misionera seglar, que se ha ocupado del Javier López-Frías Ramos, que ha compuesto el himno y el logo de la beatificación, esto último junto con Santiago Domínguez López; a D. José Antonio Villena, Delegado diocesano de Pastoral Universitaria, que ha coordinado los voluntarios; a Raquel Fernández Cruz, que se ha ocupado del protocolo; y a la Delegación Diocesana de Medios de Comunicación;
Al capellán castrense D. Francisco Nistal; a la Real Federación de Cofradías; las dos Cofradías, la de la Concha y la del Rosario, que, con sus hermanos mayores a la cabeza, con sus Juntas de Gobierno y con sus costaleros, han participado especialmente, de una u otra forma, en la beatificación; al Cabildo Catedral y a los trabajadores de la Catedral, que se han puesto entera y generosamente al servicio de este día; a los diversos patrocinadores, que han ayudado de una u otra manera a hacerla posible; y a los numerosos voluntarios, que de cien maneras han colaborado para ayudar a unos y a otros y para que todo se desenvuelva con orden.
Mi gratitud se dirige también a las autoridades presentes, particularmente al Presidente de la Autonomía andaluza y a su esposa, e igualmente a las autoridades civiles municipales y provinciales. También a la Rectora de la Universidad, Dña. Pilar Aranda, que tiene una exquisita relación con la Pastoral Universitaria y a través de ella, con las Misioneras. Saludo particularmente a las autoridades militares y a los representantes de los distintos cuerpos del Ejército: habiendo sido militar el padre de la Madre Riquelme, hay una conexión indudable entre su misión de intercesora ahora en el cielo y la misión de los militares y la vida de sus familias. A los representantes de los cuerpos de seguridad del Estado, que nos acompañan, y a los que tanto trabajo damos cada vez que tiene lugar un evento semejante a éste (lo que sucede con alguna frecuencia entre “los festejados hijos de Eva”, como había entendido, no sin razón, una niña de ocho años en su aprendizaje de la Salve).
Por último, a todos los presentes, a todos los que, impedidos por la edad, por la enfermedad o por la distancia, os habéis unido a la alegría de la Iglesia de Granada gracias a los medios de comunicación, especialmente 13 Televisión, COPE, y Virgen de las Angustias Televisión, a la Delegación diocesana de Medios de Comunicación, y a todos los que habéis colaborado en hacer posible esta hermosa Eucaristía, mi gratitud, en nombre del Señor y de la Beata María Emilia Riquelme. Gracias, gracias, gracias. Y que el Señor os siga bendiciendo a todos mediante su intercesión.
+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada
9 de noviembre de 2019
S.I Catedral de Granada