Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo:
Cuántas gracias al final de esta Jornada es posible darle al Señor por la belleza y por lo que nuestros ojos han visto, nuestros oídos han oído, nuestras manos han tocado.
A lo largo de estas 24 horas, la Iglesia Madre volvía a hacer efectivamente más visible su condición de madre, y en sus puertas abiertas ha acogido a toda clase de personas, y el pueblo cristiano -durante 24 horas desde ayer, que comenzaba también con la Catedral (…) y a lo largo de toda la tarde y de toda la noche-; en ningún momento el Señor ha estado solo, y era conmovedor ver a los grupos, a las comunidades cristianas, con toda la variedad, con toda su sencillez, venir, y sintiéndonos todos parte del mismo cuerpo, a adorar el Señor, suplicar el don de la gracia de la conversión para nosotros y para este mundo dolorido y, al mismo tiempo, ver los frutos del Sacramento de la Penitencia, ver cómo gentes de todas clases -desde personas que reciben habitualmente el Sacramento hasta personas sumamente alejadas- poder recibir ese abrazo del Señor que es la Penitencia, que es el Sacramento, del que nos alejamos a veces porque pensamos que lo más importante es eso de descubrir nuestras pequeñeces. Y como decía San Agustín, en una de sus últimas homilías, estaban los vándalos atacando la ciudad, y la gente debía de estar muy asustada, estaban tirando los muros de la ciudad para entrar: “¿Me queréis decir qué hay de raro en ver caer piedras que caen y en ver morir a hombres mortales?”.
Lo mismo. Nosotros pensamos que nuestros pecados nos escandalizan, pero es porque tenemos una imagen de nosotros mismos de dos cosas: una, de que teníamos que no tener ninguno y, entonces, nos parece que es vergonzoso; y otra, porque pensamos que le va a escandalizar a Dios. Yo quiero sólo recordaros que somos limitados y que Dios lo sabe. También nos creemos que nuestros pecados somos los únicos que los hacemos, y cualquiera que haya estado, cualquier sacerdote que haya estado unas horas en el confesionario o que haya escuchado (…) en cualquier sitio la confesión de los pecados de un penitente, sabe que así como la santidad es creativa, así como el Espíritu Santo no para, es creador por naturaleza y, entonces, no para de suscitar nuevas formas de amor, de donación… los pecados son lo más repetitivo, lo más aburrido, lo más común, es decir, como una melodía que fuera todo el rato la misma, la misma, la misma… (…)
Dios mío, poder comprender que cuando nosotros nos acercamos, Dios está aguardándonos, Dios está llamándonos, Dios está esperándonos; que lo importante, que el centro del Sacramento de la Penitencia no es el hecho de decir unos pecados que Dios ya conoce y que ningún sacerdote con un poquito de experiencia le van a sorprender, sino que lo grande de la confesión es poder escuchar “yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo”, y que en esas palabras va el abrazo del Señor a mi pobreza, a mi pequeñez, a mi inutilidad, a mi incapacidad de transcender los límites que tengo, por mi forma de ser, por mi historia y porque mi debilidad está herida y le digo al Señor que no, que no le quiero, que no quiero más, que no quiero tenerlo cerca, como si al Señor le escandalizara eso. Y en cambio, el gozo grande es el gozo de saber que cuando uno oye esas palabras, mi vida ante el Señor es como si acabara de ser creada, es como si fuera la mañana primera de la Creación, cuando Dios dijo “hágase la luz”, pues igual te dice: sé, sé tú. Te crea de nuevo, te rehace de nuevo, te reconstruye de nuevo. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I. Catedral de Granada
29 de marzo de 2014