Fecha de publicación: 3 de octubre de 2022

Siempre esta Eucaristía está marcada por un gozo singular. Yo pienso en que, allá por el año 2005, prácticamente comenzábamos de cero. De cero el Seminario; de cero el Instituto de Teología; de cero el Instituto de Filosofía. Y es un gozo poder encontrarse con vosotros este primer día en que comenzamos un nuevo curso.

Todos conocéis ya a D. José María, puesto que la inmensa mayoría de vosotros estabais el sábado en la celebración de su toma de posesión. En esta primera celebración del comienzo de curso y, luego, en el acto académico que sigue, es obvio que estamos los dos juntos. Tan pronto hasta pasen estos días podremos estar uno u otro, según convenga al bien de la Iglesia, sobre todo, y luego según las posibilidades de cada uno.

Pero yo recuerdo de mis primeros años de sacerdote, que trabajábamos un grupito de sacerdotes -éramos seis o siete- con jóvenes. Nos habían encomendado comenzar la Acción Católica de jóvenes en la diócesis de Madrid en aquel momento. Yo todavía era diácono cuando empezamos aquella misión, y un comentario que hacían los jóvenes con mucha frecuencia era “parecéis una cooperativa de curas, porque hacéis un retiro, viene uno y luego otro”. Por supuesto que no teníamos ni el temperamento, ni una forma de ser ni de hablar parecidas, “pero, en el fondo, todos decís lo mismo. No hacéis más que anunciar a Jesucristo, anunciar a Jesucristo. Dale que te pego con Jesucristo y, entonces, da lo mismo el que venga”. A mí aquello me daba mucha alegría y me hizo comprobar que Dios bendice siempre la comunión. Porque, efectivamente, de ahí nació en primer lugar la Acción Católica de Jóvenes de Madrid, que hoy está muy extendida, y aquellos comienzos, sin embargo, fueron tan humildes y tan modestos como como fue la del Centro de Estudios de aquí. Y luego nació el movimiento de Comunión y Liberación. Y si bien al principio hubo alguna tensión en esa especie de fragmentación, sin embargo, luego la comunión es plena y el Señor sigue bendiciendo los campamentos que empezamos, que ahora se han multiplicado por cuatro y que siguen existiendo. De eso hace ya casi cincuenta años.

Entonces, veréis a D. José María o me veréis a mí, y nuestra única misión es tratar de acercaros a Jesucristo, cada uno como sabemos, y de la mejor manera posible. Y yo espero que seamos para vosotros un testimonio de esa unidad preciosa que –repito- no consiste en que tengamos la misma manera de pensar en todas las cosas, o que tengamos los mismos gustos -aunque algunos los tenemos-, o el mismo temperamento o la misma historia, sino en que los dos podáis reconocer el amor del Señor por vosotros. Eso lo da el Espíritu del Señor, que invocamos de manera especial en esta Eucaristía.

A mí me ha llamado durante mucho tiempo la atención la frase “nadie puede decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu Santo”. La frase “Jesús es el Señor” era el primer símbolo de los cristianos, el primer modo que tenían los cristianos de reconocerse unos a otros como cristianos. Y vosotros diréis: “Pues, la verdad es que nosotros decimos ‘Señor’ constantemente y llamamos a Jesús ‘el Señor‘ y no tenemos conciencia de que eso sea algo especial”. Sin embargo, poder mostrarlo, no en los actos formales y oficiales, donde probablemente ya estamos entrenados para hacerlo, sino poder mostrar en la vida cotidiana que Jesús es verdaderamente el Señor de nuestras vidas, eso solo, sólo se hace en el Espíritu Santo. Recuerdad aquella frase de “ya comáis, ya bebáis, ya durmáis, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús”. Pues, si hasta decirte “Señor” es un don del Espíritu Santo. Cuando lo decimos de una manera que sea significativa, realmente para nuestro modo de vivir. Cuánto más que el Señor sea el que informa verdaderamente, porque el Espíritu Santo no hace más que identificarnos con Cristo y hacer que nuestras vidas se parezcan a Cristo, hacer que nuestras vidas sean portadoras de Cristo, sin constituir ningún obstáculo en nuestra forma de ser, a nuestro temperamento, a los límites de nuestra historia, porque todas son limitadas, porque somos criaturas, pero que muestren el camino hacia el Señor, que muestren al Señor y eso se lo pedimos al Señor. Que sea el Señor quien está en nosotros y quien se hace presente en nosotros a la vida de los hombres en este mundo.

Nuestro mundo es un mundo muy roto. Yo creo que no se nos oculta a nadie la ruptura, la cantidad de rupturas, y no sólo en la familia, también en la familia, pero en el mundo laboral, en el “mundo, mundo”, o en la “gente, gente”, como dice uno de los locutores de COPE. La “gente, gente” vive muy malamente, y no sólo por los problemas de llegar a fin de mes y de la pandemia, sino por falta de amor. Por falta de amor, por mucho desamor, por mucho individualismo, por una atomización cada vez mayor de la sociedad. Cuesta mucho encontrar amigos verdaderos.

Si nuestra misión es llevar al Señor a la “gente, gente”. Eso es lo que el Papa Francisco habla cuando habla de “Iglesia en salida”. No se trata de cuidar pequeños conventículos de personas mayores que quedan en nuestras parroquias. Se trata de acercarnos a los que están lejos. Se trata de poder mostrar afecto y amor a los que están lejos, a los que no piensan para nada como nosotros, a los que piensan incluso de ciertos modos que la Iglesia no aceptaría o no toleraría, o no podría acoger dentro de sí, pero que no son objeto del amor infinito del Señor, que ha derramado Su sangre por todos los hombres, por toda la humanidad. Y como decía también Juan Pablo II: la humanidad no es una abstracción. La humanidad es cada hombre y cada mujer, cada persona. Entonces, nosotros queremos ser Iglesia en salida, para llevarles a Jesucristo, que sólo podremos llevar si lo tenemos nosotros, y para eso tenemos que invocar constantemente al Espíritu Santo. “Ven, Señor Jesús”. Ven a mi vida y ven a la vida de estas personas, de estos amigos, de estos que no quieren ser amigos míos, pero que yo sí deseo ser amigo suyo, sí deseo poder quererlos, sí deseo poder estar cerca de ellos, aunque ellos no quisieran estar cerca de mí, y sí que puedo orar por ellos y desear que en el Cielo estemos todos, que no nos falte nadie.

Sólo os digo que ese volcarse, esa conciencia de que somos Iglesia en salida no se contrapone a la búsqueda del Señor. De hecho, en una encíclica ya olvidada, y sin embargo preciosa, como muchas de las encíclicas de Juan Pablo II, que era sobre el Espíritu Santo, se llama “Domingo Vivificante”, decía que cuanto más la vida de la Iglesia esté centrada en el hombre concreto, en la humanidad concreta y en sus necesidades, más necesidad tiene de ser teocéntrica. Por lo tanto, no tiene eso por qué ir en detrimento de vuestros estudios de teología o de filosofía, fundamentalmente de teología. Pero la filosofía es imprescindible para que la teología no sea una forma más o menos disfrazada de pietismo que Benedicto XVI decía que no es la Tradición cristiana. De hecho, en los primeros siglos, con frecuencia el cristianismo no se presentaba como una religión, sino como una filosofía, como una respuesta a las preguntas del hombre, una forma de sabiduría, de amor a la sabiduría que se hacía plena en el Verbo. De hecho, san Justino, cuando llega a Roma, lo que pone es una escuela de filosofía para enseñar el cristianismo. Pero vivimos en una tradición que ha separado esas cosas tanto que parece que la una se contrapone a la otra. Mal. La tarea de nuestro tiempo es superar esa fractura y tratar de descubrir lo que hay de teológico en toda propuesta filosófica, hasta en las ateas. Son teologías ateas, aunque se llamen filosofías, y lo que hay de filosófico en cualquier afirmación, “Jesús es el Señor”, y en el momento en que empiezas a preguntar ¿el Señor, de qué?, ¿el Señor, cómo?, ¿hasta cuando?, ¿cómo ejerce su señorío? Pues, esas preguntas no basta responderlas con cantitos más o menos emotivos y más o menos sensibleros. Tiene uno que tener las respuestas grabadas en el corazón y en los huesos.

Esa es la tarea de vuestro estudio. No os creáis. Lo digo para que no os paséis la semana preparando la reunión de catequesis del fin de semana, sino que la semana estudiéis y luego, en la catequesis del fin de semana o en la reunión de fin de semana, con los jóvenes en las parroquias que estáis, les transmitís algo de lo que tenéis dentro, espontáneamente, sin temor y siempre para bien. Y dedicáis a organizar eso el tiempo que sea imprescindible para organizarlo, porque alguna organización tiene que tener. Y si hacéis, si estáis haciendo alguno de esos métodos de catequesis para jóvenes que se difunden hoy, pues hay que tenerlo preparado. Pero no dediquéis la semana a preparar la catequesis, que no es vuestra tarea. Me decía a mí alguien, ya fallecido, creo que ha sido un gran cristiano y que tenía mucha relación con Granada, decía que “los curas tienen que ganarse la comida y la cena, igual que cualquier trabajador. Cuando yo hablo a seminarios, yo que tenéis que trabajar las ocho horas que trabaja todo el mundo y, si no, no merecéis cenar o no merecéis comer”.

Ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones, llena nuestras vidas para que estemos llenos de Ti. Realmente, para que hagamos el trabajo que Tú quieres que hagamos. Se lo preguntaron los judíos al Señor una vez: “¿Cuál es el trabajo que Dios quiere?”. Y dijo, pues “que conozcáis a Dios, al único Dios verdadero y a Su enviado, Jesucristo”. Ese es el trabajo que Dios quiere: la fe en Jesucristo. Y ahondar en esa fe, ahondar en el amor a los hombres es ahondar en nuestra misión, no porque nos preparamos para ser curas, sino como cristianos. Estáis ahí religiosas, laicos. Todos estamos llamados a vivir como si no estuviéramos en el mundo. San Pablo llega a decir: “El que llora como si no llorase, el que se casa como si no se casase, el que tiene riquezas, como si no las tuviera, porque la figura de este mundo pasa. Sólo el Señor es el mismo ayer, hoy y siempre”. Sólo el Señor es la esperanza para nosotros, la esperanza del mundo.

Danos tu espíritu, Señor, para que podamos vivir así y comunicar esa realidad de que sólo Tú colmas el corazón y sólo Tú eres la esperanza de los hombres. Allá donde estemos. Dios lo quiera.

No he mencionado a María, que nos preside su imagen, como en todos los sitios en Granada. Y María es la que cumple todo lo que proponemos como vida cristiana. Su corazón, centrado en Cristo y Su corazón abierto a acoger, bajo Su protección, bajo Su manto, como hijos suyos, a todos los hombres que Jesucristo le ha dado como hijos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de octubre de 2022
Monasterio de la Cartuja (Granada)