Queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes;
queridos todos en el Señor que os dais cita en nuestra Catedral, en el domingo para celebrar el día del Señor:

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios, que tiene que ser lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero. Y, ¿qué nos trae hoy la Palabra de Dios? Nos habla de la centralidad de Cristo, nada más y nada menos. Hemos escuchado un texto del libro de Isaías, de los Cantos del Siervo, donde, como la semana pasada en el domingo del Bautismo del Señor, nos hace unos trazos de Cristo; unos trazos que son reconocibles por Juan el Bautista, que, de nuevo, viene a nuestra celebración, para dar testimonio de Jesús, del Hijo de Dios hecho hombre. Jesucristo es presentado como luz de las naciones. Es presentado como el Salvador de todos los pueblos, el Mesías esperado. Y esos rasgos se dice que el Antiguo Testamento nos dice cómo eres, cómo es el Mesías; y el Nuevo Testamento nos dice quién es el Mesías en el Evangelio. Pues, esto lo vemos cumplido. Nos da esos rasgos de Cristo, el Mesías, y sirven a Juan el Bautista para reconocerlo en la teofanía del Bautismo de Jesús, que era proclamada el domingo pasado en la fiesta del Bautismo.

Si recordáis, del Padre, se oye Su voz. El Espíritu viene sobre Jesús, el Bautismo, y es presentado como Aquél a quien hemos de escuchar. Y Juan da testimonio. Y hoy lo vuelve a hacer en este pasaje que hemos escuchado del Evangelio y nos dice de Jesús que es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Esa es la misión de Cristo. Se llamará Jesús -les dice-, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados, de los pecados. Jesús es el Cordero, Aquél que vino a salvarnos, el Salvador del mundo. Y esta centralidad de Cristo es la que tenemos que recuperar en nuestra vida de cristianos. El Papa san Juan Pablo II iniciaba su pontificado con esa frase que ha quedado como emblema de todo su pontificado: “Abrir de par en par las puertas a Cristo”. Quiere decir Cristo en las familias, Cristo en los Estados, Cristo en la sociedad, Cristo en nuestra vida. Y nos invitaba a que nuestra vida sea conformada por Cristo. Eso es lo que aprendíamos en el Catecismo cuando se nos preguntaba “¿eres cristiano? Sí soy cristiano por la Gracia de Dios”. Y a continuación, se nos decía: “¿Qué quiere decir cristiano? Cristiano quiero decir ‘discípulo de Cristo’”.

Pero, queridos hermanos, nos hemos quedado con un cristianismo teórico. Ser discípulo de Cristo es seguirLe con todas las consecuencias. Es vivir como Él vivió. Es seguirLe a Cristo, de tal manera que eso se llama el seguimiento de Cristo. La imitación de Cristo son palabras para expresar lo que es ser cristiano, un seguidor de Cristo. A los cristianos, en Antioquía, empiezan a llamárseles así precisamente: cristianos, “los de Cristo”. Ahora, podríamos preguntarnos: quien mire mi vida, ¿ve reflejado a Cristo? Porque eso es lo que somos por el Bautismo. “Nos incorporamos a Cristo”, dice San Pablo. “Nos revestimos de Cristo, hemos sido hechos creaturas nuevas”, de tal manera que San Pablo llega a decir “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Y dice de sí mismo: “Mi vivir es Cristo”. Pero hagámosnos esa pregunta, nosotros cristianos del siglo XXI: ¿Es Cristo para mí el referente de mi vida?, ¿es alguien vivo?

Los cristianos no seguimos a una teoría, no seguimos una ideología, no seguimos a alguien… a un muerto ilustre que se nos pierde en la noche de los tiempos y que su memoria pervive en sus seguidores. No, nosotros seguimos a Alguien que está vivo. “Jesucristo, ayer y hoy y siempre”, nos dice la Carta a los Hebreos. Jesucristo es el Alfa y la Omega. Y esos signos cristológicos tan preciosos que nos ha trascrito el Nuevo Testamento, desde el prólogo del Evangelio de San Juan, donde nos habla del Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hasta el himno de la Carta a los Efesios, donde San Pablo bendice a Dios porque nos ha elegido en Cristo antes de la constitución del mundo, para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor. Por eso, qué sentido tiene tan precioso ese saludo que hace San Pablo a los fieles de Corinto en la Carta primera que les dirige junto con Sóstenes, y que hemos escuchado como Segunda Lectura: los llama santos. Santos, porque se parecen a Jesús, que es el denominador común de los santos, cada uno en su época, cada uno con su edad, cada uno en su estado de vida, desde el siglo I hasta el siglo XX ó XXI, y son seguidores de Cristo. Y, ¿qué es lo que hay en ellos que pervive? Pues, que se han parecido a Jesús. Ahora, ¿nosotros nos parecemos a Jesús? O por el contrario, pesan más nuestro egoísmo, nuestros rasgos personales de comodidad, de intereses, de concupiscencia, de pasiones, de soberbia. Pues, ahí está la tarea cristiana, ahí está el seguimiento de Jesús, ahí está la vida en Cristo, que así titula el Catecismo de la Iglesia Católica. La parte moral.

Eso es. Vivamos como Cristo. Sigamos sus enseñanzas, que nos vienen en el Evangelio. Tengamos un conocimiento de Cristo, que vaya más allá del texto de un twitter o de un telegrama. Conozcamos a Cristo. Acerquémonos a los Evangelios. Leamos los Evangelios. Tengamos el Evangelio, incluso esa publicación que hay con todos los días con el Evangelio de la Misa de cada día, para darnos esa “dosis” que nos ayude a parecernos a Jesús, a imitarlo, a saber cómo era, cómo actuaba Jesús, qué haría Jesús en mi situación ante esta dificultad, ante este problema o esta situación de alegría o de gozo. Pues, ser otros cristos, el mismo Cristo. Porque eso nos dice San Pablo cuando habla de la Iglesia; porque no se puede separar a Cristo de la Iglesia. “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo”, dice San Pablo. La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Así nos lo transmite San Pablo, cuando habla y compara la Iglesia a un cuerpo en que cada uno tenemos una función, pero todos contribuyen al bien común, al bien de todo el cuerpo. Y esa es la Iglesia. No se puede decir yo creo en Cristo, no creo la Iglesia. Cuando me dicen “yo creo en Cristo, pero yo no creo en los curas”; bueno, yo no estoy en el artículo de fe, pero la Iglesia sí está en el Credo: “Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica”. A pesar de los pesares. Sí hermanos, porque está compuesta por hombres, a pesar de ti y de mí, que muchas veces no reflejamos a Cristo en nuestra vida, pero Cristo es el centro. Este domingo nos invita a poner a Cristo en el centro de nuestra vida. Nos lo señala Juan el Bautista. Y termina este pasaje que hemos escuchado como termina también el primer final del Evangelio de San Juan, donde se dice: “Estas cosas fueron, muchas cosas hizo Jesús que no están escritas en este Libro. Estas han sido escritas -dice el evangelista- para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios, y creyendo, tengáis vida en su nombre”. Pues, es lo que hace Juan el Bautista hoy. En ese pasaje termina diciendo “doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.

Esa es otra parte, queridos hermanos. No sólo creer en Jesús. Vivir como Jesús nos pide en nuestra vida de cada día, en tu trabajo, en tu vida de familia, en tus relaciones sociales. Como nos dice también San Pablo en la Carta a los Filipenses: “Tened los sentimientos de Cristo”. Luego, ya sabemos a quién imitar. Se nos ha hecho imitable Dios en Su Hijo Jesucristo, se ha hecho uno de nosotros. Pues, toda la vida cristiana es eso y podéis decir “pero es que eso es muy difícil. Quién se va a parecer a Jesús”. Pues, los santos lo han intentado, los apóstoles lo han intentado, y ellos tenían también defectos. Y además, Jesús nos ha dicho que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, a ti y a mí. Si ellos han podido, ¿por qué nosotros no? Y sabemos que somos pecadores y que tenemos que ir como el publicano a pedirLe perdón. Pero el Señor nos ha dejado el Sacramentos de la Penitencia, que nos devuelve el Rostro de Cristo, que afeamos por el pecado. Nos devuelve el rostro y la semejanza con Jesús cada vez que acudimos.

Queridos hermanos, tratemos a Cristo en la oración. Conozcamos a Cristo en Su Palabra y demos testimonio de Cristo con nuestro ejemplo como cristianos. Es lo que se nos pide y es lo que en este domingo nos trae como mensaje central. Pero no me resisto en este domingo, que, además, se celebra la Jornada de la Infancia Misionera, que hemos de pedir especialmente por los niños y por las misiones. Inculcar a los niños ese amor a la universalidad de la Iglesia; os decía que no me resisto sin leeros unas palabras de san Pablo VI. Las pronunció en Manila y son un resumen de Cristo que nos viene muy bien, porque, aparte de un Papa sabio y santo, nos llega al corazón. Y decía así él:

“Debo predicar Su Nombre. Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Él es quien nos ha revelado al Dios invisible. Él es el primogénito de toda criatura y todo se mantiene en Él. Él es también el Maestro y Redentor de los hombres. Él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la historia del universo. Él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza.

Él ciertamente vendrá de nuevo y será finalmente nuestro Juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad. Yo nunca me cansaría de hablar de Él. Él es la Luz, la Verdad, más aún, el Camino, la Verdad y la Vida. Él es el pan y la fuente de agua viva que satisface nuestra hambre y nuestra sed. Eres nuestro Pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano.

Él como nosotros, y más que nosotros, fue pequeño, pobre y humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por los otros habló, obró milagros, instituyó el nuevo Reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son consolados y ensalzados. El que los que tienen hambre de justicia son saciados. En el que los pecadores pueden alcanzar el perdón. En el que todos son hermanos. Él es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues cristianos, os repito Su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el Alfa y Omega, el Rey del Nuevo Mundo, y el Arcano y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino. Él es el Mediador a manera de puente entre la tierra y el cielo. Él es el Hijo del Hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito. El Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, Su Madre según la carne. Nuestra Madre, por la comunión con el Espíritu del Cuerpo Místico, Jesucristo.

Recordadlo, Él es el objeto perenne de nuestra predicación. Nuestro anhelo es que Su nombre resuene hasta el confín de la tierra y por los siglos de los siglos”.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor

15 de enero de 2023
Catedral de Granada

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