Fecha de publicación: 30 de enero de 2023

La historia de esta joven santa comienza en sentido inverso, desde su tumba, 1400 años después de su martirio, cuando en el 1534, el activísimo papa Urbano VIII, impregnado espiritualmente de la cuestión en la Contrarreforma católica y materialmente en la restauración de las famosas iglesias romanas, después de haber redescubierto las reliquias de la mártir, reavivó la devoción de los romanos a santa Martina, fijando la celebración el 30 de enero. Él mismo compuso el elogio, con el himno “Martinae celebri plaudite nomini, Cives Romulei, plaudite gloriae” (Festejad el célebre nombre de Martina, ciudadanos de Rómulo, festejad su gloria), que insta a admirar a la santa en su vida inmaculada, su caridad ejemplar, y en el valiente testimonio de Cristo con el martirio.

El dato histórico más antiguo data del siglo VII, cuando el papa Dono dedicó una iglesia a su nombre en el Foro. Quinientos años más tarde, en el 1134, haciendo las excavaciones en esta iglesia, se hallaron, en realidad, las tumbas de tres mártires. La fiesta de la santa se celebraba ya en el siglo VIII.

Santa Martina era una diaconisa, hija de un noble romano. Arrestada por su abierta profesión de la fe, fue llevada a la corte del emperador Alejandro Severo (222-235). Este príncipe semioriental, abierto a todas las curiosidades, al punto de incluir a Cristo entre los dioses venerados en la familia imperial, fue muy tolerante hacia los cristianos y su gobierno está marcado por un paréntesis de distensión en el enfrentamiento entre el Imperio y la Iglesia, que en ese momento tuvo una gran expansión misionera. Todo esto es ignorado por el autor de la Passio, que se extiende en la lista de horribles torturas infligidas por el emperador a santa Martina, llevada ante la estatua de Apolo, la hace arrastrar ante él, y poco después un terremoto destruye el templo del dios y mata a sus sacerdotes. El milagro se repitió con la estatua y el templo de Artemisa. Todo esto debería haber llevado a pensar a sus perseguidores, pero por el contrario se obstinan más que nunca, ensañándose con los miembros de la niña, sometiéndola a crueles torturas, de la que siempre sale ilesa. La espada pone fin a tanto sufrimiento, cortando la cabeza de la mártir, cuya sangre fue a rociar el suelo fértil de la Iglesia romana.