Nacido en el año 984, Olav era hijo de Harald Grenske, uno de los principales caudillos vikingos de aquella época, y ya desde los 12 años acompañó a los de su clan en numerosas incursiones de piratería por toda Europa. Al principio, los noruegos emprendían viajes comerciales. Eran en su mayoría grandes agricultores, gente del interior que, ante las escasas cosechas y la falta de tierra cultivable, se lanzaron a saquear las aldeas costeras, pasando por el fuego y la espada todo lo que se encontraban a su paso. Hacían sus incursiones en verano para luego vivir bien en sus granjas el resto del año.

“Olav heredó de sus ancestros lo salvaje, la crueldad, el deleite en la venganza, la codicia y una relación poco seria con las mujeres”. Nunca sintió remordimientos por su conducta sangrienta en este período de su juventud. Es más, “cuando robaba propiedades a los pobres, cuando mataba a los que ofrecían resistencia, cuando capturaba personas y las vendía como esclavas, cuando deshonraba a las mujeres y quemaba aldeas, nunca se le ocurrió que actuaba mal“, reconoce el padre Olav Müller, uno de sus principales biógrafos.

Toda la juventud del futuro rey transcurrió entre saqueos y pillajes en numerosas costas y ciudades del norte, desde Canterbury, donde unos vikingos de su expedición mataron sin contemplaciones al arzobispo, hasta la ciudad gallega de Tuy, que rapiñó en el año 1014. Muchos de sus habitantes fueron tomados como esclavos, incluso el mismo obispo de la ciudad y muchos otros sacerdotes, destruyendo al mismo tiempo la catedral. La situación cambió en invierno de ese año, cuando Olav fue invitado a Ruan por el duque Ricardo II de Normandía, emparentado con los vikingos. No se sabe bien qué pasó por su corazón, quizá al escuchar el sonido del gregoriano en la catedral, o alguna conversación con el duque, cristiano converso, pero el hecho es que Olav acabó recibiendo el Bautismo al año siguiente.

“Él sabía por la fe pagana de su infancia que los dioses del Valhalla habían surgido dentro del tiempo y que todos perecerían en el campo de batalla”, afirma el padre Müller. Sin embargo, en Ruan, “sus amigos cristianos le dirían que Cristo existe desde toda la eternidad y que no muere. Le hablarían de un cielo universal al que todos tenían acceso, incluso mujeres, esclavos y gente humilde. Hasta un pagano con el historial de Olav se sentiría atrapado por este anhelo por lo infinito y lo absoluto”.
Volvió a Noruega y se encontró con un país devastado por la división entre los clanes locales y sometido a la corona danesa. Armó un ejército y derrotó a los daneses, erigiéndose en rey de Noruega. Tras su coronación, se dedicó a implantar el cristianismo en todas las esferas del país. Construyó iglesias, declaró obligatorias las fiestas cristianas, afianzó el matrimonio canónico como el único válido y prohibió el abandono de recién nacidos, la poligamia y el rapto de mujeres, costumbres bien arraigadas en aquella tierra.

En el año 1028, el rey Canuto el Grande, soberano de Inglaterra y Dinamarca, invadió el país con el apoyo de la aristocracia noruega, molesta por el creciente poder del rey, y Olav se tuvo que exiliar a Kiev. A los dos años volvió para recuperar el trono, pero fue atravesado por una lanza en la batalla de Stiklestad. A las pocas horas de su muerte los cielos se cubrieron de sombra por un eclipse de sol, lo que dio a la muerte del monarca un carácter legendario. Se multiplicaron los testimonios de curaciones ya desde ese primer día, y su culto se extendió por el país como la pólvora, convirtiéndose en el santo patrón de Noruega.