Fecha de publicación: 20 de septiembre de 2022

La sucesión apostólica parte justamente de esta promesa hecha por Jesucristo a los suyos. El Señor lo había iniciado convocando a los Doce, en los que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Incluso San Pablo, cuando empieza a desempeñar su misión recibida de Dios, busca sustentarse y confrontarse con aquellos Doce que Él había elegido (Ga 1, 18).

No es algo puramente teórico, sino que está sustentado en la experiencia de la historia de la Iglesia de los primeros siglos. Las comunidades cristianas vieron la importancia de la presencia de los sucesores de los apóstoles, sobre todo por la necesidad de defensa contra los errores y la falta de unidad. El principio de la apostolicidad de la Iglesia se afianzó como una continuidad de Cristo a través y mediante los apóstoles. El ministerio apostólico se asienta desde entonces como realidad pastoral y educativa imprescindible para la Iglesia.

Es algo que va implícito en el significado de la palabra “obispo”, que indica a una persona que contempla desde lo alto y mira con el corazón. San Pedro llama a Jesucristo “obispo” guardián de las almas de sus discípulos (1 P 2, 25), ratificando esa semejanza de Jesús con los Doce que él eligió (Lc 6, 12-16).

PALABRA, SACRAMENTOS Y TESTIGOS

Por lo tanto, la sucesión apostólica es aquel aspecto de la naturaleza y de la vida de la Iglesia que muestra la dependencia actual de la comunidad con respecto a Cristo, a través de sus enviados.

Cierto que Jesucristo permanece vivo en la Palabra y en los sacramentos de la Iglesia, pero ambos, necesitan encarnarse en una persona, en un testigo fiel. Se trata de una relación recíproca: la Palabra necesita la persona y el testigo está vinculado a la Palabra que le ha sido confiada.

La labor histórica de los apóstoles en los primeros siglos de la Iglesia se fue clarificando, como explicó el Papa emérito Benedicto XVI, “en un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más definidas entre múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes en la comunidad de los orígenes”.

UNA TRANSMISIÓN QUE GARANTIZA LA ALIANZA

Este carisma de la sucesión es algo que se recibe en la comunión visible de la Iglesia, de ahí la importancia de la ceremonia pública como signo visible y eficaz del don del Espíritu. En él participan uno o varios ministros incorporados ya dentro de esa sucesión apostólica.

El signo de la imposición de manos durante el rito de la transmisión atestigua que lo que sucede en el que es ordenado no es de origen humano y que la Iglesia no dispone a su antojo del don del Espíritu. Siempre es necesaria esta mediación apostólica como garante de la continuidad de Cristo en la historia de su pueblo.

La sucesión apostólica es por tanto la necesaria garantía, establecida por el Maestro, para el mantenimiento de la alianza de Dios con el mundo a través de la Iglesia. Sin embargo, se trata de una transmisión que no procede de la Iglesia en su conjunto, sino que se da mediada desde promesa de Cristo a los Apóstoles hasta el fin de los tiempos.

Ignacio Álvarez
Secretariado de Medios de Comunicación Social