La fiesta de la Inmaculada es una de las fiestas más bellas del año, y especialmente en Granada, y de las más significativas para el contexto cultural en el que estamos. Porque justo por el mismo tiempo donde los pensadores de esta Europa cansada y envejecida en tantos aspectos estaban construyendo sus teorías sobre el superhombre, la Iglesia afirma la grandeza más alta. Aquella que haya alcanzado ninguna criatura, la ha alcanzado una mujer y la ha alcanzado por gracia. Por una gracia que la precede en el momento mismo de su concepción.
Eso es revolucionario. No podría haber posición más alternativa por parte de la Iglesia. Es verdad que hemos suavizado mucho la fe en la Inmaculada para adaptarla a una piedad, a veces dulzona… A veces hemos convertido a la Inmaculada en un motivo de ejemplo como si la gracia pudiera uno convertirla en ejemplo. La gracia es justo gracia porque es algo que nos viene, que nos es dado. En el fondo, el Dogma de la Inmaculada repite o adelanta algo que al Papa Francisco le gusta mucho decir: “El Señor nos primerea”. Que se adelanta siempre a nosotros. Que todo lo que nosotros podemos hacer por el Señor es siempre responder a su gracia. Pero, justamente, la figura de la Virgen se sitúa en el marco del Adviento. La figura de la Virgen es, junto con la de Juan Bautista, la figura por excelencia del Adviento. Y el tiempo de la Virgen no es tanto el mes de mayo (que lo es, por el mes de las flores y otros muchos motivos). El tiempo litúrgico más adecuado para poner la figura de la Virgen delante de los ojos es justamente el tiempo del Adviento.
Por lo tanto, celebrar el I Domingo de Adviento con motivo de la festividad de vuestra Patrona es algo perfectamente adecuado. Y yo me alegro. Porque el Adviento es un tiempo perfectamente humano. Quizás, de todos los tiempos litúrgicos, el que parte más del corazón humano. Es el tiempo del deseo. Y el deseo es algo que nos constituye y que, de alguna manera, nos define. Lo resume esa frase de San Agustín, que resume toda la antropología cristiana: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Somos un deseo de infinito, de verdad infinita, insaciable; de libertad infinitiva. De amor infinito, sobre todo. De un amor que no lo gaste el tiempo, la costumbre; que no se aje, que no envejezca; que pueda, al contrario, hacerse más grande y más verdadero con el paso del tiempo y en un horizonte que no se acaba nunca. (…)
Nuestro amor tiene límites porque somos limitados, pero, tendencialmente, el anhelo de amor que reclamamos para nosotros mismos, que necesitamos, y el amor que quisiéramos recibir y que desearíamos dar cuando amamos de verdad, es un amor sin límites. Por lo tanto, estamos hechos por un deseo. Ese deseo lo expresa la liturgia de hoy de varias maneras: “Ojalá rasgases el Cielo y bajases”. Es un deseo de Dios. Ese amor sin límites. Ese deseo de amor sin límites, de infinito que nos constituye, es un anhelo de Dios.
Me atrevería a decir (y esto tiene mucho que ver con la profesión de educadores que ejercéis o habéis ejercido) que muchos de los sufrimientos humanos provienen de las frustraciones que genera el que nuestro deseo tiene por objeto no a Dios que es amor infinito, sino otros deseos, que nunca son capaces de responder a la exigencia profunda, a la búsqueda profunda del corazón. “Señor, que brille tu Rostro y nos salve”. Pero esperamos la salvación de que las circunstancias de la vida nos sean favorables. Buscamos nuestra felicidad, sosiego, descanso en cosas que no son Dios. Por supuesto, lo buscamos en el afecto. Pero lo buscamos a veces en el éxito.
Educar el deseo, ayudar a comprender que ese deseo (que tantas veces es fuente de frustración, pero también de gozo), sería la educación más importante que habría que hacer. Educar el deseo educa la razón, porque le ayuda a uno a comprender lo importante que es en la vida poder distinguir lo que es verdadero de lo que es falso: cuándo un afecto es verdadero o es falso, cuándo una esperanza es verdadera o falsa; cuándo un sentimiento es un sentimiento verdadero y merece la pena cuidarlo, ayudarlo a crecer, protegerlo, defenderlo, y cuándo es un sentimiento que me puede hacer trastocar la cabeza y hacer perder mi vida misma.
Educar el deseo es educar la libertad. La libertad no es simplemente un dato, y un dato infinito: “Soy libre”. Sí, soy libre, pero soy libre ¿para qué? La libertad es la energía más grande que el Señor ha puesto en nuestras vidas humanas en la creación del hombre. Hay que educarla. ¿Cómo se educa la libertad? Educando el deseo, ayudando a reconocer cuál es el objeto verdadero de nuestros deseos y qué objetos en esta vida ayudan a reconocer o ayudan a caminar hacia ese deseo. “Que brille tu Rostro y nos salve. Restáuranos”. Es decir, nuestro estar en la vida consiste en suplicar al Señor “ven a nosotros, ven y sálvanos”. (…)
Sobre todo, tenemos que saber que el Señor es el que colma nuestros anhelos y nuestras esperanzas. Señor, ven con tu gracia, y haz resplandecer la belleza de tu Rostro, para que me sea fácil decirTe que sí; para que sea mi libertad quien te diga que sí y no una especie de empeño voluntarista. Señor, que sepa decirTe que sí. (…)
Hoy, cada farmacia es un “confesionario”. La gente, que a veces encuentra muy difícil que le den cita para la Seguridad Social y se la dan tres meses después, y sin embargo el dolor lo tienen esa tarde, lo que necesitan es alguien… ¿qué hacen? Ir a la farmacia. A la farmacéutica le cuentan lo que le duele, cómo está, lo que pasa en su familia…, le cuentan todo. Probablemente (sois profesores de la universidad), al mismo tiempo que educáis a los chicos a distinguir productos, enseñarles a escuchar, y a sentir el gusto de escuchar.
Si sabemos acogerLe, sabremos tener esa humanidad. Pero no olvidéis que la farmacia es un punto de esperanza para los seres humanos que entran por esa puerta buscando un poco, al mismo tiempo que alivio para su dolor, respuesta para sus anhelos profundos de humanidad. Que puedan encontrarlo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de diciembre de 2017
Iglesia del Monasterio de La Cartuja