Fecha de publicación: 3 de enero de 2023

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Nuestro Señor Jesucristo, pueblo santo de Dios;
muy querido hermano José María, que has querido que en esta Eucaristía predicase yo a este pueblo al que tanto amo (si se me quiebra la voz, paciencia. No es más que una expresión de la intensidad que tiene el momento que el Señor nos da a vivir, que es precioso);
queridos sacerdotes concelebrantes;
religiosas, religiosos, fieles laicos;
todos los que formamos esta realidad bellísima –me habéis oído decir muchas veces: la más bella que hay en la tierra, pese a todos nuestros pecados, mezquindades y miserias: la Iglesia, Esposa y Cuerpo de Jesucristo-:

Lo primero que quiero decir es que no estamos haciendo un homenaje del tipo que se podría hacer en el mundo secular a una figura grande. No estamos haciendo un acto en memoria de un gran maestro, de una gran persona e incluso de una persona llena de virtudes como, ciertamente, podemos decir que es Benedicto XVI (que será para siempre Benedicto XVI). No. Estamos celebrando una Eucaristía. Y la Eucaristía si significa algo, significa que Cristo está vivo, y que en Cristo vivo, vivimos todos aquellos que formamos el Cuerpo de Cristo. Cuando teníamos los catecismos pequeños, el Cuerpo de Cristo tenía la Iglesia militante, la Iglesia purgante, la Iglesia triunfante… Pero la Iglesia no la rompe la muerte. Me dolía a mi estos días el oír en algunos medios “hemos perdido a un Papa magnífico”, “hemos perdido a un gran intelectual”. No hemos perdido nada. Los cristianos no perdemos nunca nada, ni a nadie. Y Benedicto XVI, al revés: podrá interceder, acompañar, guiar a la Iglesia mil veces mejor, junto al Señor, que la unión que podía tener aquí en la tierra. Y sabemos que esa unión ha sido grande. En los últimos años. Seguramente, estos años de oración y de lectura. Decía él que qué iba a hacer ahora cuando se retire. Y decía: “leer y rezar”. Y al final, que ya no podía leer, sólo rezar y ofrecer. La fecundidad de estos años puede, a los ojos de Dios, ser más grande que todas sus obras; que todo su magisterio. Y mira que ese magisterio es grande, hermoso, inmenso, y es verdad que permanece para nosotros, pero permanece él.

Porque, repito, y ésta es una verdad que todos los cristianos deberíamos recordar muchas veces, porque no vale sólo para Benedicto XVI: la muerte no rompe los lazos que unen a los miembros del Cuerpo de Cristo. La muerte no rompe los miembros del Cuerpo de Cristo. Y por lo tanto, en esa unión de la que participamos, por nuestro bautismo y desde nuestro bautismo, estamos todos y no nos falta nadie. Y ciertamente, no nos va a faltar la intercesión, la ayuda de Benedicto XVI. Eso no quiere decir que acudamos a sus obras en busca de enseñanza. “Permaneced –decía la Primera Lectura en el Evangelio- en la enseñanza que vuestros guías os han transmitido”. Claro que sí. Tenemos enseñanza para nuestra vida, para muchas décadas. Es verdad que es un maestro. Cuando oigo decir que es un gran intelectual, a veces pienso que decimos eso cuando queremos poner una etiqueta y ya no nos tenemos que preocupar de él, es decir, ya no tenemos ninguna necesidad de leer sus obras, porque es un gran intelectual. Pasa eso con muchas personas. Le ha pasado también a Juan Pablo II. Era un hombre con una gran formación filosófica. De hecho, lo hacemos con los santos. Bernanos, una de las figuras a quien Benedicto XVI tenía devoción, y a través de De Lubac, decía que hacemos con los santos lo que unos soldados italianos en la guerra civil hacían en la trinchera, y es que el capitán les decía “ánimo, adelante, al ataque”; y ellos se ponían a aplaudir al capitán y ninguno se movía de la trinchera. Decía: “A los santos, en lugar de seguirlos, los aplaudimos”. Pero, aplaudir a los santos, como declarar que Benedicto XVI es un gran intelectual, es una excusa para no leerlo, es una excusa para no seguirles. No se trata de aplaudir a los santos. Se trata de seguirlos, pobremente. Cada uno desde nuestra pobreza. Yo conozco la mía. Y sé de la santidad de muchas personas en el Pueblo santo de Dios, que nunca saldrá en la prensa, que nunca será canonizada, oficialmente, y que, sin embargo, forman el Pueblo santo de Dios, el Cuerpo de Cristo, aquellos a través de los cuales uno toca a Cristo en su humanidad. O como dice el Papa Francisco, “el santo de la puerta de al lado”.

Mis queridos hermanos, es verdad que tenemos un magisterio inmenso. Voy a señalar unos poquitos puntos. Porque el magisterio de Benedicto XVI desborda su propio ministerio como Sucesor de Pedro. Él escribió la última Encíclica de Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistia”. Rebosa por todas partes la enseñanza y el estilo de Joseph Ratzinger, todavía, en aquel 2003, cuando Juan Pablo II ya no estaba prácticamente en condiciones de escribir propiamente una encíclica. Y su última encíclica “La luz de la fe”, el Papa Francisco la ha firmado porque quería que esa encíclica saliera. Ya no la podía firmar Benedicto XVI, porque había renunciado a su ministerio. Pero el mismo Papa Francisco dice “esta encíclica yo no he hecho más que poner mi firma a un texto que tenía preparado prácticamente Benedicto XVI”. Por lo tanto, su magisterio desborda, por delante y por atrás.

“Ecclesia de Eucharistia”. Recuperar el sentido de la Eucaristía es recuperar la fe en Jesucristo como centro y corazón del credo cristiano. “La fe cristiana no es –decía él en su primera encíclica- una serie de creencias, no es una serie de principios morales. Es el encuentro con una Persona viva: Jesucristo, que vive hoy, que está vivo hoy, y con el cual nos encontramos y tiene el poder de transformar nuestra vida”. Tiene el poder de cambiarnos de ser meras criaturas, que pasan por este mundo y desaparecen, a ser hijos de Dios, herederos del Reino de Cristo, hijos de Nuestro Padre, hermanos de Jesucristo, de una pléyade de santos. Y uno puede sentir orgullo, muy diferente del orgullo que es pecado, el orgullo de ser hijo de la Iglesia. Orgullo de ser parte de este Pueblo, de ser parte de este Cuerpo, que es el Cuerpo de Cristo, la única esperanza del mundo. Descubrir la inmensidad de Dios, poner delante de nuestro ojos la inmensidad de Dios ha sido una de las tareas del Papa Benedicto; ayudarnos a que renunciemos a ideas recortadas de Dios, como si Dios fuera un ser que nos imaginamos fuera de la Creación, fuera del cosmos, fuera del mundo. Dios es más grande, siempre más grande.

Y Dios es el Sumo Bien, la Suma Verdad. Pero también la Suma Belleza. Y el Papa Benedicto ha insistido en esa dimensión de Dios que hemos perdido muchas veces los cristianos. Es curioso que cuando él renuncia al pontificado y se retira al monasterio, no le habían trasladado todavía su biblioteca y él era muy cuidadoso con su biblioteca, sabía muy bien dónde estaban los libros que él quería leer y sus preferidos, y él era muy ordenado en eso; y sólo se llevó un libro. Curiosamente, el libro que se llevó fue “La estética teológica”, de Von Balthasar, uno de sus maestros. Él ha sido el que ha insistido en el camino de la belleza como camino para Dios. Porque Dios es la Suma Belleza. Y haber perdido –eso era lo que decía Von Balthasar- “la tercera parte de Dios”… no se puede hablar de “partes de Dios”, pero si Dios es el Sumo Bien, la Suma Verdad y la Suma Belleza, prescindir de la belleza en la vida cristiana…, pero no sólo la belleza del arte, es la belleza de la vida humana tal como el Señor nos la da a vivir, es la belleza de las relaciones humanas cuando están construidas sobre Jesucristo. Es la belleza como algo que participa siempre de Dios. Haber perdido eso es haber perdido una de las potencias grandes que tiene el Evangelio de atraer el corazón del hombre, y por lo tanto, de evangelizar. Porque el hombre está hecho para la belleza; el corazón humano está hecho para la belleza. Y Dios es la Suma Belleza. Habernos recordado eso, recordarnos eso, tenemos necesidad de ello. Nuestra liturgia, nuestros cantos, nuestras relaciones humanas. Si son relaciones de comunión; si son relaciones en Cristo, serán relaciones bellas, serán relaciones de hermanos, pero de hermanos que se aman verdaderamente; de hermanos que buscan juntos encontrarse de un modo pleno en Dios.

Otro punto firme y grande del magisterio de Benedicto XVI: Dios no le quita nada al hombre. El Dios verdadero no es un adversario del hombre. De ahí la pobreza del ateísmo, que es muy difícil vivir en el ateísmo. La pobreza de quien piensa que Dios es una imagen recortada de Dios; de que Dios no tiene nada que ver con la vida humana, no tiene nada que decir en la vida humana. Eso no sólo empobrece a Dios. Empobrece al hombre. Nos empobrece a nosotros. Nos empequeñece a nosotros. Porque al acercarnos a Dios, Dios quiere nuestra grandeza. “Engrandece mi alma al Señor –decía la Virgen-, porque se ha fijado en la humildad, en la pequeñez de su esclava”. Cuando nos acercamos a Cristo, crecemos. Cuando nos alejamos de Cristo, cuando nos alejamos de Dios, nos volvemos más pequeños, más mezquinos, nuestra vida se empequeñece, la vida se hace insoportable, la esperanza se acaba. La esperanza se acaba. Y el amor se vuelve mezquino, calculador, torpe, hecho de intereses más que de verdadera gratuidad, como es el amor de Dios. Lo dijo en su primera homilía. No se me olvidará aquella primera homilía de inauguración de su ministerio, cuando él dijo, gritando casi (a pesar de que su voz y la humildad de su carácter y de su temperamento no era dada a los gritos, como lo era aquella potencia que tenía Juan Pablo II al principio de su ministerio): “Jesucristo no nos quita nada”. Darnos a Cristo es la posibilidad de ser plenamente humanos, de alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. Nos da a nosotros mismos. Nos permite recuperarnos a nosotros mismos. Nos permite ser plenamente nosotros mismos.

No quiero dejar de señalar que sus cuatro encíclicas (dos de ellas dedicadas al amor) están destinadas a la novedad de la vida en Cristo. Es decir, cuando uno se encuentra con Cristo, ¿qué es lo que sucede en nuestra vida? Pues, sucede en nuestra vida que crece nuestra humanidad, crece nuestra razón, crece nuestra capacidad, no porque sepamos más cosas acerca del átomo, o acerca del ADN, o acerca de cosas de este mundo; pero crece nuestra inteligencia del mundo, de la vida, de nosotros mismos, de nuestro destino, de nuestra realidad. La fe no está en contraposición con la razón, sino todo lo contrario. La razón se desarrolla en plenitud cuando se abre al Misterio infinito de Dios, del Dios que es Amor. Crece nuestra humanidad en libertad. Porque Dios es el Sumo Bien. Y la plena libertad no consiste, como se nos vende en esta cultura del vacío, en hacer lo que a uno le dé la gana. La verdadera libertad es poder adherirse libremente al bien que reconocemos. Y el Bien Sumo es Dios. Por lo tanto, junto a Dios, somos más libres. Nuestra libertad resplandece. Ya quisiéramos tener algo de la libertad de los mártires, de la libertad de tantos santos que han gastado su vida atendiendo a los más necesitados o a los más pobres. Miles y miles de santos, públicos y no públicos, que han dado su vida en un gesto de amor. Ese amor es la verdadera libertad, es el cumplimiento de nuestra libertad humana, la plenitud de nuestra libertad, el poder darnos. Sólo quien es libre puede darse. Quien no es libre, no dispone de sí mismo para darse. Y al revés, será absorbido, será devorado por alguno de los ídolos de este mundo: el poder, el dinero, la lujuria. Pero los ídolos nos devoran. Sólo Dios, sólo Jesucristo nos hace libres. Por lo tanto, crecemos acercándonos a Dios. En Jesucristo, crecemos en libertad. Y crecemos en amor. Qué difícil es. Pensamos que el amor es un sentimiento, que es una cosa banal. Eso es el amor superficial. Llamamos amor a muchas cosas que no son amor. Dios es Amor. Y acercarse a Dios es acercarse a un amor sin límites. Y abrirse a Dios, abrirse a Jesucristo, es abrirse a un amor sin límites. Y la experiencia de ese amor es la que está destinada a transformar el mundo. Sólo el amor transforma el mundo. Sólo un amor que se parezca al de Dios. Y que, porque se parece al de Dios, corresponde profundamente al anhelo de nuestro corazón. Porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. No por nuestra inteligencia, sólo ni principalmente, sino porque somos capaces de amar, capaces de darnos. Y cuando acogemos el amor de Dios, esa capacidad florece y se desarrolla y se multiplica, y alcanza una plenitud y una alegría que no es capaz de vender este mundo, que no es capaz de darnos este mundo, porque este mundo no es capaz de producir una alegría verdadera. Y de esa alegría y de ese amor nace la esperanza.

Quisiera recordar esa encíclica, tal vez más olvidada que la de “Dios es Amor” o “El amor en la verdad”, de Benedicto XVI: “Salvados en la esperanza”. Estamos ya salvados, en una esperanza que no defrauda. La esperanza del consumo, la esperanza de los bienes de este mundo, la esperanza incluso del amor de este mundo si está cerrado en sí mismo, defrauda siempre, porque le pedimos a los seres humanos o a las cosas de este mundo algo que no nos puede dar más que Dios, que es un amor gratuito y sin límites. Pero la esperanza no defrauda cuando uno ha experimentado… el Santo Padre Benedicto citaba una frase de Péguy, que era otro de sus humildes maestros, que “para tener esperanza, es necesario haber sido objeto de una gran Gracia”, es necesario haber experimentado una gran Gracia. Y la gran Gracia de haber conocido a Jesucristo hace posible la esperanza. Y la esperanza es el bien más escaso de este mundo. Es lo único que no podemos comprar para regalar en Reyes. No. La esperanza es un don de Dios. La esperanza es una forma de la vida divina. El Hijo está lleno de esperanza. ¿Y sabéis por qué espera? Porque nos ama. Él conoce el amor infinito del Padre y conoce nuestra necesidad. Y nos ama y nos amará sin límites. Y por eso, su esperanza no decae jamás. Y la esperanza que participa de la esperanza de Cristo no decae jamás.

Que el Señor nos conceda en este mundo tan escaso de esperanza, tan lleno de falsificaciones de la esperanza, tan lleno de sucedáneos de la esperanza, nos conceda esa esperanza de 24 quilates que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. A ese Amor encomendamos la figura de Benedicto XVI. A ese Amor encomendamos al Papa Francisco. Y a ese Amor nos encomendamos nosotros. Y os aseguro que la esperanza no defrauda. No defrauda jamás, porque es de Dios. Y es una participación –la esperanza teologal- en la vida misma de Dios, que espera para nosotros lo mejor, justo porque nos ama.

Damos gracias por el Papa Benedicto. Pedimos que el Señor lo haya acogido entre los santos. Vosotros sabéis que la Congregación de los Santos no hace santos; lo que hace es declarar lo que el pueblo cristiano vive. Y es clarísimo que el pueblo cristiano, sólo con lo que hemos visto estos días, reconoce la santidad grande, la humildad, reconoce el magisterio, reconoce la grandeza del Papa Benedicto, como reconoció la de Juan Pablo II. Yo ya he oído decir muchas veces estos días lo de “santo súbito”. No sé si será súbito, porque la Iglesia no quiere (y menos con los Papas) ahorrarse nada del trabajo que supone un proceso de beatificación. Pero, yo estoy convencido de que es santo. Y espero, muy pronto, de que le podamos, oficialmente, dar culto y pedir su intercesión. Y por la Iglesia, que, en este momento, tan turbulento del mundo necesita la luz de Dios, necesita la guía de nuestros pastores, necesitamos la guía de nuestros pastores. Que no nos faltarán, porque Dios da a la Iglesia siempre lo que más conviene. Pero no dejemos de pedir, por nuestro Papa y por nuestra Iglesia, y por este mundo por el que Jesucristo ha derramado Su Sangre y ha dado Su vida.

Que así sea mis queridos hermanos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de enero de 2023
S. I Catedral de Granada

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