Queridísima Iglesia del Señor;
queridos hermanos sacerdotes y acólitos;
queridos enfermos y miembros de la Hospitalidad de Lourdes;
hermanos y amigos todos,

“No se turbe vuestro corazón ni se acobarde”, dice el Señor en el Evangelio de hoy. Y, sin embargo, en el momento en el que estamos, saliendo de los dos años de pandemia, uno habla con las personas de un tipo, de otro, de una edad u otra, de una u otra clase social, con distintas profesiones, y uno percibe que al menos la sombra de la pandemia es como si estuviera todavía sobre nosotros. Hay una especie de miedo que flota en el aire, una especie de acobardamiento, de temor y de desconcierto, y de una manera especial, quizás en la gente joven, o en las profesiones más jóvenes.

Resuena, entonces, como una invitación provocadora, muy provocadora, “no se turbe vuestro corazón, ni se acobarde. Si creéis en Dios, creed también en mí”. “Al que escucha mi Palabra, mi Padre lo amará y vendremos a Él, y haremos morada en Él”. Es otra manera de decir aquello que dijo Jesús en sus últimas palabras en el Evangelio de San Mateo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Jesús, el Hijo de Dios, Aquél en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad, se ha quedado con nosotros. El Emmanuel, el Dios con nosotros, está en medio de nosotros, está en nosotros, habita en nosotros. Si no, no estaríamos aquí. Estamos aquí porque hemos creído en Su Palabra. Él desea morar en nosotros. Es decir, hacer de nosotros un templo suyo, una morada donde Él puede vivir, donde Él se siente a gusto, no por nuestras cualidades, no por nuestra inteligencia del Misterio, no por nuestras virtudes, sino porque nos ama. El último motivo de todo en el Nuevo Testamente es el amor que Dios tiene por el hombre. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo, y no vino el Hijo de Dios para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

Dios quiere unirse al hombre, morar en el hombre, hacer del hombre su templo. Porque, sólo viviendo Él en nosotros, podemos vivir la vida de manera que no se turbe nuestro corazón ni se acobarde; vivirla con una esperanza que no la debilitan las desgracias, que no la debilitan las circunstancias adversas, de tipo social, político, humano… que no la debilita ni siquiera la muerte. La muerte ha perdido su aguijón, su poder sobre nosotros. Satán, que es el que mediante el miedo a la muerte nos tiene toda la vida reducidos a esclavitud, ha sido derrotado. Ha sido derrotado en Cristo y, por lo tanto, nosotros, partícipes de esa victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, en medio de este mundo mortal, en medio de nuestras muchas, pocas o inmensas dificultades, podemos vivir en paz. “Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo”. La paz del mundo es siempre una distracción. Es una especie de entretenimiento, una especie de olvidarse del dolor que existe, del mal que existe, del daño que nos podemos hacer unos a otros. Exige olvidarse de tantas cosas que, al final, hay que olvidarse casi de todo. La paz que Cristo nos da, no nos obliga a olvidarnos de nada, no hace que tengamos que olvidarnos de la enfermedad, del dolor, de la agonía, de los agonizantes, de la muerte… No nos olvidamos de nada, porque su amor es más fuerte que la muerte. Porque el amor con el que somos amados por Dios es más poderoso que la muerte. Por lo tanto, podemos vivir con los ojos abiertos, con la cara levantada, en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Esa frase que me habéis oído decir cientos de veces: “Para ser libres, nos ha liberado Cristo”. Pero, ¿libres de qué? Del temor a la muerte. Libres al temor de que las circunstancias no sean lo que yo he planeado, no sean lo que yo quiero, lo que yo deseo, lo que yo busco. Todos esos miedos que nos atenazan y nos empequeñecen son el instrumento de Satán para mantenernos humillados. Dios no quiere nuestra humillación. Dios quiere nuestra libertad. Dios quiere nuestro gozo. Dios quiere que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría llegue a plenitud. Dios quiere que vivamos contentos.

Señor, qué pobres somos, qué pequeña es nuestra fe, qué frágil es nuestra confianza en Ti. Nos acercamos hoy a Ti, una vez más, en este tiempo pascual, y Te suplicamos que fortalezcas nuestra fe; que creamos en Dios y que creamos también en Ti, pero no como una creencia, no como una idea que uno tiene, sino verdaderamente poniendo nuestra vida en juego, fiados en Tu amor que no nos abandona nunca, ni ahora ni en la hora de nuestra muerte, como suplicamos en la segunda parte del Avemaría. “Ruega por nosotros, pecadores -Le pedimos a nuestra Madre- ahora y en la hora de nuestra muerte”.

De la Resurrección de Cristo brota un mundo nuevo; brota esa ciudad que está construida sobre los pilares de los Doce apóstoles, que es una ciudad nueva, que es una ciudad que no construimos los hombres; una ciudad que Dios construye para nosotros. Esa ciudad es la Iglesia. Esa ciudad es el Cuerpo de Cristo, del cual formamos parte los unos y los otros, todos imbricados en una unidad que es la de Jesús y el Padre, y que es mantenida en su cohesión, por el Espíritu divino, por el Espíritu de Dios, por el Espíritu que nos recuerda las palabras de Jesús, nos recuerda quién es Jesús y nos da la posibilidad de vivir, igual que Jesús, como hijos de Dios en medio de este mundo, ciertos que la Misericordia del Padre, ciertos de que el Padre no nos abandona jamás, de que el amor del Padre es superior a todo.

Nos acercamos hoy al altar. Le pedimos al Señor que aumente nuestra fe y que, de esa fe, nazca una fortaleza nueva, una libertad nueva para vivir en medio de este mundo como signo de ese mundo nuevo que nace de la mañana de Pascua, que nace de la Resurrección de Jesucristo. Esa es mi súplica, ese es mi deseo para cada uno de vosotros, para mí mismo y, si Dios lo quisiera, para todo el mundo. Este mundo tan herido pero que, cuanto más herido está, más necesita de la luz de la Pascua, más necesita del amor de Jesucristo, la única medicina que puede verdaderamente curar las heridas profundas de nuestra sociedad y de nuestro mundo.

Palabras antes de la bendición final.

A nuestra acción de gracias de este domingo se une un detalle muy singular y muy especial y es que hace dos días el Santo Padre Francisco aprobó el milagro de una granadina, de Conchita Barrecheguren. Con lo cual, cuando Dios quiera, pero pronto, tendremos otra beatificación.

Las beatificaciones y las canonizaciones son la proclamación de que la Iglesia ha cumplido su misión. Porque nuestra misión es que la gente pueda estar con Dios y estar para siempre y, en el caso de los beatos y de los santos, la Iglesia empeña su autoridad en decir “han llegado, participan ya del triunfo de Cristo”, como esperamos llegar también nosotros, aunque no nos beatifiquen nunca, aunque seamos unos pobres cristianos, pero esperamos llegar nosotros, y ellos son un poco la prenda de que allí están hermanos nuestros unidos a nosotros.

Yo creo que los granadinos conocéis a Conchita más que de sobra, pero para los que no la conocéis, murió a los 22 años, vivió una infancia y una juventud rodeada de la enfermedad. Es una figura, por lo tanto, muy adecuada para el día de hoy. Pero vivó la enfermedad de tal manera que era un resplandor y una luz para todos los que estaban cerca de ella. Que lo podamos ser nosotros también.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de mayo de 2022
S. I Catedral de Granada

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