Fecha de publicación: 26 de marzo de 2018

 

Tal vez el único gesto habitual al oír la lectura de la Pasión es el que hemos hecho hace un momento: arrodillarse en silencio y adorar el amor infinito de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo, muerto por nosotros. Es como el día del Viernes Santo, cuando nos reunimos todos en el Campo del Príncipe y se hace ese silencio sobrecogedor en memoria del momento mismo de aquel viernes en que el Hijo de Dios murió para dar la vida por los hombres, por nosotros.

Sobran, por tanto, las palabras, pero yo sólo quisiera haceros caer un poquito en la cuenta de un aspecto, del hecho grande que hemos empezado a celebrar esta mañana y que estaremos celebrando toda la semana. Si levantáis vuestro rostro, en las pinturas de la capilla mayor, en el centro, en esa historia de la Virgen, de la vida de la Virgen, pintada por Alonso Cano, encontráis la Anunciación. Y es una Anunciación donde el ángel no le está dando el anuncio a la Virgen, sino es justo después de habérselo dado, y el ángel está haciendo justo ese mismo gesto: adorando, arrodillado, delante de la Virgen, al Hijo de Dios hecho hombre. Yo quiero poner de manifiesto la continuidad entre ese gesto del ángel pintado por Alonso Cano y lo que nosotros hacemos.

La Iglesia ha comprendido siempre la Encarnación en la clave de la Alianza nueva y eterna; en la clave de la historia de Israel que Dios había descrito siempre como una Alianza de amor, como una Alianza matrimonial; una Alianza que alcanza su culminación justamente en la Encarnación del Hijo de Dios. Dios se une de una manera tal a nuestra humanidad que ya nunca, nada, ni nadie podrá separarlo de nosotros.

Como decía un Padre de la Iglesia en los primeros siglos, mediante la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre, porque participa de nuestra misma condición, pero Él en su humanidad, su Encarnación no fue como uno que se reviste con ornamentos, como un actor que se disfraza para una obra de teatro, para una representación. El Hijo de Dios, en su omnipotencia, en la omnipotencia de su Amor, quiso compartir nuestra condición humana, beber el cáliz de nuestra humanidad hasta la soledad, la muerte del sepulcro, la traición, el abandono de los amigos, el odio de los enemigos, la manipulación de las masas, todo lo que acompaña tantas veces a las víctimas y a los sufridores, y al ser humano en general, en este mundo.

Lo que yo quisiera deciros es que la Encarnación fue leída siempre por los cristianos y por la Tradición de la Iglesia como una boda. No hace muchos días el Papa decía que confesarse es recibir el abrazo de Dios una vez más. Recibir el Sacramento de la Reconciliación, el Sacramento de la Penitencia, no es tanto reconocernos pecadores (que ya lo sabemos que lo somos y Dios lo sabe mucho mejor que nosotros), es poder oír por medio de las manos pobres, también pecadoras del sacerdote, pero en el nombre de Dios, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que Dios me ama como en el primer día de la Creación; que Dios se da a mí; que Dios quiere que mi pobre vida de criatura pueda participar de Su Vida divina e inmortal, porque Él me ama con un amor infinito, sea cual sea mi historia, mi temperamento, mis límites, mis cualidades, mis circunstancias, mis heridas, mis dramas. Lo curioso es que la Pasión de Cristo, también los padres de la Iglesia lo describen en esa misma clave de una boda y tiene una razón de ser, porque Jesús en la Última Cena habla de “tomad, comed, esto es mi cuerpo”, que es lo que se entregan los esposos en matrimonio, se entregan su cuerpo; “tomad, bebed, ésta es mi sangre”, se entrega a la hija de Sión, a su esposa, hasta la muerte, con un amor más grande que la muerte, más fuerte que la muerte. Y entonces, es curioso que los Padres de la Iglesia describen la procesión que nosotros hemos hecho esta mañana también como un cortejo nupcial. Es el Hijo de Dios que entra, igual que entró en las entrañas de la Virgen para compartir nuestra humanidad, en Jerusalén, entra en Sión, para desposarse con la hija de Sión, sólo que ese desposorio –dicen los Padres-, acaba en adulterio y la hija de Sión no amó a Jesús, sino que lo condenó a muerte y lo mató.

Y ésa es la gran paradoja. Eso es lo que nos haría a todos arrodillarnos si fuéramos conscientes un poquito de lo que estamos celebrando, de lo que estamos viviendo. Y es que aquello que podría ser, es de hecho, el pecado más grande de la historia de la humanidad (no ha habido ninguno, ninguna catástrofe, ninguna tragedia en la historia comparable a la muerte del único inocente de la historia, el Hijo de Dios hecho hombre), el Señor coge ese pecado y le da la vuelta, lo convierte en una ocasión del triunfo de su Amor. Justamente, el Amor de Dios por la Hija de Sión, por ti, por mi, por cada uno de nosotros es infinitamente más grande que el peso de nuestros pecados; que nuestra miseria; que nuestra pequeñez; que nuestras mezquindades; que nuestra pobreza, que la pobreza de nuestro corazón y de nuestra alma; que la pequeñez de nuestro corazón y de nuestra alma; que nuestras pasiones. Infinitamente más grande. Y el Hijo de Dios, crucificado junto a dos criminales dirá -nos pone de manifiesto otro de los Evangelios, no el que hemos leído esta mañana-, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y le dirá al ladrón junto a Él: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Ése es el Amor de Dios. Y ese Amor de Dios ha quedado sembrado en la historia y queda sembrado en la historia para siempre. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Él nos comunica su vida en el Bautismo, en los Sacramentos de la Iglesia, su Perdón, su Cuerpo como alimento para nuestra peregrinación y para nuestro viaje, para que podamos vivir la vida con esperanza.

El Hijo de Dios ha ido a la muerte por ti y por mi, para que conozcamos su Amor. Toda la razón de estos días, todos los oros de los tronos, toda la belleza de los mantos, todas las luces que acompañan a nuestros pasos y a nuestras estaciones de penitencia proclaman que aquella desgracia, humanamente hablando, que fue esa Muerte, esa Pasión y esa Muerte de Jesús, el Señor la ha transformado en un regalo inagotable para la humanidad, en la fuente de una vida y una esperanza, de una certeza.

Nos has dado, Señor, en tu Muerte y en tu Pasión el significado de nuestra vida, porque en la vida valemos el Amor que tenemos. Valemos lo que somos amados. Y uno tiene la sensación de que la vida no vale nada cuando no recibe el Amor necesario. Y la vida, en cambio, es preciosa y valiosísima cuando uno tiene aquel Amor que nuestro corazón necesita, que reclama, para el que está hecho.

Señor, somos amados por Ti. Ese Amor tuyo nos hace un pueblo de reyes, un pueblo de profetas, un pueblo de hombres libres, hijos libres de Dios, destinados a heredar tu Reino, destinados a la vida eterna, no al silencio ni al olvido de los sepulcros o los cementerios; destinados a la Vida divina, inmortal, a Tu Amor inagotable, impredecible, infinito.

Mirad al ángel. En estos días, en algún momento que tengáis, caed de rodillas, ante ese mismo Amor el de la fiesta de Navidad y el del Viernes Santo. Y ese Amor es para ti y para mí, para todos vosotros, para todos los hombres.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

25 de marzo de 2018
S.I Catedral
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