Queridísima Iglesia amada del Señor, Esposa amada de Jesucristo;
Pueblo santo de Dios;
muy queridos enfermos, en este día de la Pascua del enfermo;
y saludo especialmente a las dos realidades: por una parte, a las Siervas de María, que nos acompañan en este día y a las cuales desde que tenía once años tengo un afecto y una gratitud muy especiales, y a la Hospitalidad de Lourdes, que es un regalo reciente que el Señor ha hecho a nuestra Diócesis y que es un bien muy grande;
pero, sobre todo, a mis queridos enfermos:
Este año yo podía estar ahí sentado como uno de vosotros, casi, pero, por lo menos, participo. La Pascua del enfermo la vivo no sólo desde el lado de quienes gozan de una salud pletórica, sino más bien del lado vuestro, un poquito. Me concede el Señor poder serviros y poder seguir con vosotros al mismo tiempo que participo un poquito de vuestra experiencia de dolor; como todos los seres humanos, por otra parte, porque no hay nadie que se libre toda la vida. La vida lleva consigo esta experiencia del dolor, que yo digo, y lo digo cada vez con más convencimiento, que es siempre nostalgia del Paraíso. Todos nuestros sufrimientos y todos nuestros dolores son nostalgia del Paraíso. Estamos hechos para el Cielo. Y todo lo que no sea el Cielo se nos queda siempre un poco corto. Y el dolor tiene esa virtud de recordarnos que hay una “Ciudad preciosa”. El autor del Apocalipsis la describe de “un oro tan brillante como el cristal… y tan transparente como el cristal”, y ésa es nuestra ciudad, ésa es nuestra patria. Y allí ya no hay ni muerte, ni llanto, ni dolor, porque el Señor Dios enjuga las lágrimas de nuestros ojos y porque allí nos ilumina a todos, día y noche, la luz del Cordero, de tal manera que no hace falta ni el sol, ni la luna, ni lámpara humana de ningún tipo, porque el Cordero es nuestra luz.
No quiero dejar de saludar a mis queridos puericantores, que, poquito a poco, van siendo cada vez menos pueri y siguen siendo cantores, y cada vez mejores cantores, y da gusto oíros. Saludo, sobre todo, a los más chiquitines, que sois de una manera especial preferidos y queridos del Señor, por lo tanto, también preferidos y queridos míos.
Y en este tiempo pascual tiene sentido celebrar la Pascua del enfermo porque recordamos dos cosas, muy sencillas pero sobrecogedoras las dos. Una, el acontecimiento único en la historia que ha generado una historia nueva, el acontecimiento de que Cristo, en el don de Sí mismo, con su obediencia al Padre hasta la muerte, y una muerte de las más ignominiosas, de las más dolorosas que los hombres han inventado, al ofrecerse a Sí mismo por nuestra salvación nos ha abierto el horizonte del destino verdadero de toda la humanidad: nuestro destino es el Cielo. Sabemos que nuestro destino es el Cielo gracias a Jesucristo, que en su costado abierto -decían los Padres de la antigüedad, de los primeros siglos y de los más cercanos al mundo del Señor, Palestina, Siria, Asia- nos ha abierto el camino al Paraíso; el Paraíso que estaba cerrado y defendido con una espada, por el querubín que tenía una espada, la espada que atravesó el costado de Cristo nos ha abierto de nuevo el camino al Paraíso, el camino al Cielo, y nos descubre, por lo tanto, qué es lo importante en la vida, qué significa vivir.
Sabemos, porque somos seres corporales, que el nacer y el morir forman parte de nuestra condición humana, pero no somos capaces de imaginarnos lo que sería el nacer y el morir en un mundo sin pecado. La enfermedad o aquellas cosas que nos aproximan a la muerte (la vejez, por ejemplo) seguirían siendo los fenómenos físicos, seguirían siendo parte de nuestra experiencia humana, pero hay algo que no sería parte de nuestra experiencia humana (y es algo que quiero yo subrayar porque es único), y es que el dolor separa a los hombres. Nosotros podemos comunicar nuestro amor, pero no podemos comunicar nuestro dolor. Cuando alguien vive un momento de dolor y una persona puede decir “me pongo en tu lugar”, pero nunca es verdad. Es decir, expresa el deseo de estar a tu lado, el deseo de acompañarte, el deseo de verdaderamente estar cerca y que no te sientas solo, pero el dolor aísla y cuando es muy fuerte hasta incluso impide el lenguaje. Una persona que está en dolores muy fuertes no habla, simplemente se queja, hasta ese punto nos separa el dolor. Y ésa separación es la que es del diablo. Cuando decimos “es que la enfermedad o el dolor es consecuencia del pecado”…, no, la enfermedad como tal no es consecuencia del pecado, es consecuencia de nuestra condición corporal. Lo que es consecuencia del pecado es lo que nos separa de los demás y el dolor en este mundo nuestro de hijos de Adán y de Eva, nos separa unos de otros. Y quien separa unos de otros es siempre el diablo; diablo significa eso: “El que separa”, separa al marido de la mujer, separa a los padres de los hijos, separa a los hermanos entre sí, nos separa unos de otros. Y el dolor es uno de los instrumentos del diablo más potentes para separarnos.
El acontecimiento de Cristo nos une, nos une de otra manera, nos une en el único cuerpo de Cristo. En ese sentido, hay una victoria de Cristo sobre la muerte que nos afecta a todos nosotros. ¿Por qué? Por el acontecimiento redentor de Cristo, el Hijo de Dios nos ha comunicado su Espíritu en el Bautismo, nos ha hecho miembros de su cuerpo, se ha unido a nosotros, mora en nosotros, somos templos de Dios.
Cuando yo os doy un beso a los que puedo daros la paz en el momento de la paz, o en cualquier otra circunstancia de la vida. Los dos primeros siglos, los antiguos cristianos se saludaban siempre con un beso, y ese beso expresa el reconocimiento de que uno es portador de Cristo. Es precioso cuando uno cae en la cuenta. Es una mirada completamente distinta a la que el mundo hoy nos ofrece, pero es extraordinariamente bello. San Pablo lo dice varias veces: “Saludaos unos a otros con el ósculo de la paz” (ósculo significa beso: “con el beso de la paz”). El beso de la paz que Cristo con su entrega por nosotros sencillamente nos ha recuperado. El Paraíso, mis queridos hermanos, está aquí; está aquí no sólo en promesa, sino, en cierto modo, como un pregusto, como un comienzo, como un inicio, en nuestro amor mutuo, en nuestra comunión en el cuerpo de Cristo. Si fuéramos conscientes de eso, qué distinta sería nuestra vida como Iglesia y qué espectáculo seríamos sencillamente para el mundo, porque toda la medicina que el mundo necesita hoy es tu Amor. Hay un punto de verdad grande en una canción de los Beatles, de las clásicas de los Beatles, que se titulaba “All you need is love”. Y es verdad. Lo que pasa es que probablemente la palabra “love” ellos ponían una cosa que no es lo que yo estoy diciendo, pero, ciertamente, todo lo que el mundo necesita como medicina es amor y los más grandes sufrimientos de nuestra vida no nacen de que nos falta un miembro, nos nacen de que nos falta amor. Podemos estar perfectamente sanos y una vida sin amor es una vida miserable, miserable, absolutamente.
Alguien me comentaba, no hace muchos días, que su familia son muchos hermanos y no se hablan entre sí desde hace muchos años, y los sobrinos… Eso es un dolor que va al centro del alma, a la médula de nuestro ser. Estamos hechos para el amor, estamos hechos porque somos imagen de Dios. Sólo gracias a que Cristo ha resucitado y puede comunicarnos su espíritu de hijos de Dios, podemos vivir en un mundo así. Y hay signos: el afecto que las Siervas de María ponen en el cuidado de los enfermos por las noches, el afecto con que la Hospitalidad, el afecto con que en cualquier comunidad cristiana nos tratamos, nos aproximamos unos a otros, nos cuidamos unos a otros si es que de verdad somos una comunidad cristiana, eso es el Paraíso empezando en este mundo. Misteriosamente, sacramentalmente, en cada Eucaristía, empieza el Paraíso.
Dios se pone, Dios viene a nosotros, Dios viene para darnos su vida, Dios viene para sembrar su vida en nuestro cuerpo. Comulgar es eso. Acoger la vida divina, la vida de Hijo de Dios que nos es dada, que se siembra en nosotros para florecer en una humanidad bonita, en una humanidad paradisíaca en el sentido en que renueva nuestra condición humana e introduce en este mundo lleno de muerte, y de ruina, y de desamor, y de aislamiento, y de soledad, un factor nuevo: la caridad infinita de Dios por cada uno de nosotros. Y los frutos de esa caridad de Dios con nosotros es una relación nueva de amor entre nosotros.
Que el Señor nos conceda gozar de esa caridad, vivir de su Presencia en nosotros, de la conciencia de que somos templo suyo, y que fructifique esa Presencia en un amor cada vez más verdadero, cada vez mejor, cada vez más bonito, en un amor de unos por otros. Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
21 de mayo de 2017
S. I Catedral