Muy queridos hijos e hijas:
Es un gozo poder comunicaros una vida, la vida del Hijo de Dios, que ya habéis recibido, la recibisteis, en el Bautismo, pero que el Señor quiere renovar. Renovar su compromiso con vosotros, renovar su promesa de amor eterno a cada una y a cada uno de vosotros, renovar su alianza con cada uno de vosotros, su promesa de acompañaros en la vida, a través de los vericuetos de la vida (estáis empezando a ser adultos, no sois niños). Tiene muchos vericuetos y momentos de oscuridad y momentos de dolor. Si tuviéramos tiempo y confianza suficiente y estuviéramos charlando, seguro que todos habéis llorado alguna vez, y no una, sino muchas veces, y llorar es siempre un signo de que tenemos añoranza del Paraíso, añoranza del Cielo, de una vida cumplida y bonita.
He subrayado que es el Señor quien confirma su amor y su alianza con vosotros. Porque es muy importante subrayar eso: no sois vosotros los que os confirmáis, aunque usemos muchas veces así a la ligera esa expresión “es que voy a confirmarme”. También a veces tenemos la tentación de entender, pues se nos insiste mucho cuando nos estamos preparando para la Confirmación, porque nuestros padres o nuestros catequistas, lo mismo en la parroquia que en los colegios o en una comunidad cristiana o así, nos insisten mucho en cómo después de confirmarnos tenemos que dar testimonio de Jesucristo, porque hemos dado un paso muy importante en nuestra vida cristiana. Y es verdad.
Pero yo quiero deciros que nosotros nunca hacemos nada por Dios; que el cristianismo consiste en saber que Dios lo hace todo por nosotros, no sólo darnos la vida, sino en medio del valle de lágrimas, en medio de esa condición humana, que por un lado anhela una vida preciosa, que todos anhelamos, y que anhela una vida de amor bueno, de amor bello y puro de unos por otros, pero que no se da en este mundo. Cristo quiere fortalecernos con su Presencia, con su compañía. Pero no es la finalidad de Cristo el decir: “Yo os acompaño y así ya podéis ser buenos”. Porque algunos de vosotros, de aquí a unos pocos días, a lo mejor esta misma noche, vais a volver a discutir con papá o con mamá, os vais a tirar del moño con vuestra hermana o con vuestro hermano que pone los decibelios muy altos para una música que a él le gusta mucho pero que a ti no te gusta nada, que no te deja estudiar para el examen o la evaluación que tienes que preparar, y cosas así, y tendréis la tentación de pensar después de todas las catequesis que he hecho, de todos los propósitos que he hecho, sigo siendo igual, estoy igual… Es que no venís aquí a decir que vais a ser muy buenos de ahora en adelante. No es eso. Lo han explicado muy bien en la monición: es un don que recibimos y ese don es el amor del Señor, porque Dios es amor, no sabe dar otra cosa más que amor.
No penséis nunca, nunca, nunca penséis que vosotros hacéis cosas por Dios, porque incluso si es verdad que las hacéis, es porque el Señor os da el poder hacerlas. Por lo tanto, siempre, siempre es el primero. El amor no consiste en que nosotros queramos a Dios, consiste en que Dios nos quiere. Y porque nos quiere nos ha dado la vida; y porque nos quiere nos ha dado las cualidades que tenemos; y porque nos quiere nos ha hecho con un corazón que anhela la vida eterna, que anhela esa vida feliz, plena, esa vida de amor de unos para con otros que sería el Paraíso. Estamos hechos para el Paraíso. Estamos hechos para el Cielo.
Pero solos nosotros no podemos darnos el Cielo, por mucho que luchemos, por muchos propósitos que hagamos. Primero, porque el cielo está a una distancia infinita de lo que nosotros podemos conseguir, y segundo, porque llevamos en nosotros una herida (vivimos en un mundo que está herido, herido por el pecado, herido por el egoísmo, cegado por otros ídolos que nos llaman la atención y nos atraen). Y ahí es donde el amor de Dios viene como una medicina; una medicina que consiste en su compañía, que consiste en que Él nunca os va a abandonar. Lo bello, lo grande de esta tarde es que a través de los pequeños gestos de la Confirmación el Señor os vuelve a decir “es Él quien confirma el don que hizo en el Bautismo, es Él quien completa y cumple el don que hizo en el Bautismo”.
¿Y qué significa ese don? Que Dios te dice a ti, Sonia, Fernando, Alicia, con tus nombres y con tus apellidos, conociéndote mejor que tú te conoces y mejor que tus padres te conocen, mejor que te conoce nadie, conociéndote perfectamente también las veces que has metido la pata, todo, todo. Para el Señor somos transparentes. Y el Señor te dice, conociéndote: “Yo te quiero, y te quiero como Dios quiere”, porque habéis oído en el Evangelio “Yo y el Padre somos Uno”, no hay confesión más clara por parte de Jesús de que Jesús es el mismo Dios. Dios quiere. Dios no es como nosotros: nosotros somos capaces de decir “te quiero”, hoy decimos “te quiero” y de aquí a una temporadita resulta que ha pasado no sé que, que me hiciste algo, que no me dejaste unos apuntes, que no me llamaste por teléfono para el cumpleaños de no sé quien que éramos amigos, que yo creía que me querías mucho y resulta que no me quieres nada y tal, y uno se cansa de querer. Los hombres somos así, los hombres y las mujeres, nos cansamos.
Dios no es así, gracias a Dios. Cuando Dios dice “te quiero”, primero, lo lleva diciendo desde toda la eternidad. Desde antes del “Big-Ban”, Dios te tenía tatuado o tatuada en su brazo, con un amor eterno. Desde antes de que salieran los dinosauros del Parque Jurásico, tú ya estabas en los ojos de Dios, yo ya estaba en los ojos de Dios. Dios acariciaba la idea de que yo naciera para poder descubrirme su amor. Y Dios nos querrá siempre, siempre, porque Dios no es como nosotros. Ni siquiera depende de que nos portemos bien. Si nos portamos bien, nosotros lo disfrutamos, pero si nos portamos mal, nosotros nos lo perdemos. Dios no pierde nada. Y sobre todo, Dios no va a dejar de quererme, por muy mal que yo me porte. Nunca, nunca, nunca dejará de quererme. Y bastará que mi corazón grite “Señor, te necesito”; si aunque no lo grites va a estar a tu lado. Eso es lo que celebramos: que hay un amor así.
Decía un pensador, no especialmente cristiano, pero de finales del siglo XX, que la pregunta más importante que se hacen los hombres en la vida no es la pregunta de por qué existe el mundo en lugar de la nada (esa pregunta es muy abstracta, muy, muy abstracta). La pregunta que los seres humanos nos hacemos en ese sentido sería la pregunta filosófica fundamental y esencial: ¿Existe un amor que sea capaz de sostenerme en todas las circunstancias de la vida? ¿Existe un amor como el que mi corazón necesita, del que mi corazón tiene sed y tiene hambre? ¿Existe un amor así? Ser cristiano es haber encontrado en Jesucristo que ese amor existe y haberlo recibido a través de los signos en los cuales Él ha querido permanecer en la Iglesia, el primero el Bautismo. Pero hoy, Él quiere confirmar, en un momento en que vosotros os podéis dar cuenta ya de lo que significa ser querido con un amor infinito, Él quiere volver a decirte lo que ya había dicho de toda la eternidad, lo que nos dijo de una manera personal cuando nuestros padres y nuestros padrinos nos presentaron para ser bautizados, nos lo dijo en el Bautismo, aunque nosotros en ese momento no éramos capaces de oírlo ni de entenderlo, pero nuestros padres querían que el Señor ya estuviera con nosotros desde el principio aunque nosotros no nos diéramos cuenta. Pero hoy sí que os dais cuenta de lo que significa ser amado con un amor infinito.
Yo ya soy casi un anciano, como vuestros abuelos, y os aseguro que esa compañía de Dios no tiene precio, esa certeza de que el amor de Dios es invencible. El Evangelio de hoy lo decía con unas palabras un poquito especiales, pero decía: Quien viene a mí, yo no lo echaré fuera, y no se perderá ninguno, porque nadie me lo arrancará de la mano, porque nadie puede arrancarlos de la mano de mi Padre, y mi Padre y yo somos Uno. Jesús está proclamando ahí su superioridad sobre el mal, su triunfo sobre el mal, que es lo que estamos celebrando en la Resurrección. Por muy grande que sea el mal del mundo, por muy triste que sean todas las noticias que salen en el telediario, nosotros cantamos el “Aleluya” porque el amor de Dios es más grande. Siempre el amor de Dios es más grande. Siempre. Y es ése amor el que hoy Jesucristo, vivo, a través de estas pobres manos de un pastor de la Iglesia, de un sucesor de los apóstoles, y de los sacerdotes que me van a ayudar en el momento de la unción, os vuelve a decir “Yo te quiero”, y ese sonido abarca desde la eternidad hasta la eternidad. Para perderse ese amor, hay que querer perdérselo. Hay que hacerlo aposta. Y aun así, tú puedes decir aposta “no quiero que me quieras”, y el Señor te seguirá queriendo. Y bastará, repito, ni siquiera una palabra, un gesto del corazón de súplica, un grito del corazón de súplica, y el Señor estará a tu lado porque no te habrá abandonado nunca. Nunca te habrá abandonado el Señor. Nunca os abandonará.
Entendedme bien: tener el amor de Dios no significa que voy a aprobar matemáticas sin estudiar; tener el amor de Dios no significa que si yo me paso bebiendo no voy a hacer tonterías; no significa que si yo hago tonterías, no puedo pagar las consecuencias de las tonterías que he hecho. No, no, eso no. Somos libres. Si yo bebo y me tiro debajo de un coche y el coche me corta una pierna, me he quedado sin pierna, pero el Señor no dejará de quererte. Te has quedado sin pierna por hacer el tonto, pero Dios no dejará de quererte. Y si la vida se pone muy oscura y de repente uno se llena de amargura y de tristeza y de rabia contra la vida, y de rabia contra algunas personas o lo que sea, y uno hace mal a otras personas, Dios no dejará de quererte, Jesucristo no dejará de estar a tu lado. Eso es lo que celebramos. Eso es lo que vivimos los cristianos. Eso es lo que hace del mundo entero un hogar y de las circunstancias de la vida siempre una ocasión de reconocer esa compañía buena de Cristo que llena la vida de buen gusto y de alegría.
Yo deseo que eso no sean simplemente unas palabras que oís esta tarde. Que sea una experiencia en la vida, como os aseguro que lo es en la mía. En casi 70 años que llevo vividos, hay muchas circunstancias de muchas clases y de todo tipo, y yo os puedo dar testimonio de que nunca el Señor me ha abandonado, y de que por esa certeza de que el Señor, por esa compañía del Señor en mi vida, nunca he perdido ni la paz ni la alegría. Y yo deseo que vosotros podáis experimentar eso en vuestra propia vida. Esa experiencia es la de un cristiano.
A uno no tienen que recordarle que tiene que dar testimonio. Cuando uno está contento y tiene muchos motivos para estar contento, primero se le nota en la cara, y segundo, está deseando que las personas que tiene cerca también puedan estar contentas, y hace todo lo posible para que puedan estar contentas, sin necesidad de que me lo recuerden. Imaginaros que cualquiera de vosotros encontráis una novia maravillosa, ¿tendría que recordaros vuestros padres que has quedado con ella el sábado a las 7? O al revés: imaginaros cualquiera de vosotras que habéis encontrado un novio fantástico, ¿tendría que recordaros vuestra madre? Si hemos tenido la experiencia de lo que significa tenerte a Ti, Señor, no sólo como amigo, sino como parte de mí mismo, unido a mí para siempre, con un amor, que el amor de los esposos es nada más que un vago reflejo del modo como Dios nos ama…, quien tiene un amor así, no puede, sencillamente, impedir que se le note, y no puede dejar de desear comunicarlo a las personas que quiere. Ésa es mi súplica para cada uno de vosotros, y eso es lo importante de la Confirmación.
Vamos pues a empezar inmediatamente. Y lo primero, no es todavía parte del Sacramento, es como una condición para recibir el Sacramento, que le podáis decir al Señor “Señor, yo sé quien eres”, y sé que puedo esperar de ti unas cosas que son tremendas: el perdón de los pecados (¡qué cosa más tremenda!), pero, además, no el perdón de los 256 primeros pecados, sino, independientemente, del número que sea, 70 veces 7, 70 veces 7, 70 millones de veces 70 veces 7, pues 70 millones de veces 70 veces 7. Pongo mi vida en tus manos realmente, y la vida eterna. ¿Cómo puedo esperar de alguien la vida eterna si no me ama con un amor infinito? Vais a decir eso. Es decir: Señor, yo sé que me quieres. El Credo es eso, yo sé quien eres, sé que me quieres, sé que puedo poner mi vida en tus manos y esperarlo todo de Ti. Todo eres tú, tu amor, tu amor infinito.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
9 de mayo de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada