Queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes y asistentes al altar;
hermanos y hermanas todos muy queridos en el Señor:

Esta tarde del Jueves Santo es tiempo de intimidad y de confidencias. En el Jueves Santo Jesús descubre, primero a sus discípulos, y con ellos a nosotros los cristianos y al mundo entero el sentido verdadero de lo que va a ocurrir al día siguiente: los sentimientos más profundos que dominan en aquellos momentos su corazón.

Esta revelación la hace Jesús en dos momentos diferentes: el lavatorio de los pies y la institución de la Eucaristía. Comentemos brevemente cada uno de ellos.

EL LAVATORIO DE LOS PIES
Si nos emociona ahora ver la escena del lavatorio de los pies, ¿qué sería si viésemos al propio Jesucristo arrodillado delante de nosotros y lavándonos los pies como un criado? “Me llamáis Maestro y tenéis razón porque lo soy. Haced vosotros lo mismo que yo. También vosotros tenéis que lavaros los pies unos a otros”. Es una manera gráfica de presentarnos el mandamiento dominante, casi podríamos decir el único mandamiento que reúne a todos los demás: amaos los unos a los otros como yo os he amado.

Nos lo dice Juan con palabra emocionada: “Sabiendo que había llegado al final de su vida, Jesús, que amaba a los suyos, los amó hasta el fin”. Hay como dos revelaciones del alma de Jesús. Cuando los discípulos le dicen “Maestro, enséñanos a orar”, Jesús dice “cuando queráis orar, decid ‘padrenuestro’”. Revela cómo ora Él, cómo reza Él a su Padre Dios, a nuestro Padre Dios. Y en el momento del lavatorio de los pies: “Ya habéis visto cómo yo os amo y os sirvo y me pongo a los pies de todos. Haced vosotros lo mismo que yo”. Lavaos los pies unos a otros. Dejad el amor propio a un lado. No os ignoréis, ni os despreciéis unos a otros. Poneos al servicio de los demás. Poned la alegría de vuestra vida en el amor, en el servicio, en la generosidad. Seguramente, no siempre vivimos así. No nos duelen suficientemente los sufrimientos de los demás. No nos ocupamos suficientemente del bien, de la felicidad, de las necesidades materiales o espirituales, ni de los seres más cercanos, ni de los que están lejos de nosotros. Nos tapamos los ojos a veces con mil razonamientos para no tener que molestarnos, para no tener que humillarnos, para no tener que ponernos a los pies de los demás.

El mandato de Jesús es el amor, porque Dios es amor. Nunca lo pensaremos suficientemente. Dios, el misterio original de las cosas, la afirmación infinita del ser, de la realidad de la vida es amor, y nosotros entramos más en la vida y recibimos más vida de Dios cuanto más sinceramente nos instalamos en el amor. Un amor que es servicio, sacrificio, generosidad, no posesión, no dominio, ni mucho menos explotación de los demás. El amor es la vida de Dios, es la vida eterna. Y tiene que ser, para ahora y para después, nuestra suprema aspiración.

LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA
En la Cena pascual Jesús vive por adelantado la verdad de su muerte. Él anticipa la vida de su muerte. No solamente la anticipa, sino que nos la entrega. Nos entrega su muerte como obediencia a Dios, como piedad suprema, como acercamiento a Dios, como suma confianza en la bondad generosa de Dios, que le espera con los brazos abiertos al otro lado de la muerte. Su cuerpo es un cuerpo entregado; y su sangre es sangre derramada. Él sabe lo que está a punto de ocurrir y lo vive internamente, lo acepta como la consumación de su amor y de su obediencia al Padre celestial y a cada uno de nosotros. Él murió por nosotros; por consumar ese testimonio de la verdad, que es la luz y el apoyo de nuestra vida.

Jesús vive su muerte como amor obediente a Dios y como rescate de la humanidad, de la mentira y del orgullo y de la impiedad. Por eso nos entrega su muerte como un tesoro de vida, como una renovación de la existencia, como un camino de salvación. La muerte de Jesús no es una muerte cualquiera: es morir en la confianza de Dios, es –diríamos- morir en las manos de Dios. Jesús vive su muerte como amor obediente a Dios y salvación nuestra. Por eso nos lo entrega en la Eucaristía y nos dice “Tomad y comed mi cuerpo entregado, mi cuerpo muriente, mi cuerpo confiado”; “Tomad y bebed mi sangre derramada, mi vida confiada al amor del Padre”, uníos a mi por la fe, por el amor, y venid conmigo al encuentro del Padre celestial, dejad las seducciones de este mundo y poned vuestra vida conmigo en manos de Dios. Desde entonces, la muerte ya no es muerte, sino paso a la vida.

La Eucaristía es la permanencia de la muerte de Jesús como un torrente de piedad y de adoración en el que podemos también entrar nosotros cada día para llegar con Él hasta el trono de Dios. Es la vuelta al Paraíso, el abrazo de reconciliación con Dios nuestro Padre, que nos acoge en su Casa y nos reviste de su Gloria. Tenemos que perder el temor a la muerte, porque tenemos que desear el encuentro con el Señor. Ese deseo nos hará libres para vencer las tentaciones de la ambición, de la codicia, del odio; y nos hará libres para emplear la vida en el amor y en el servicio con alegría y con esperanza.

En la Eucaristía encontramos el amor de Dios, que desde la Cruz de Jesús sostiene y envuelve nuestra vida, perdona, tantas veces como sea necesario, nuestros pecados y nos abre la puerta de la Casa de Dios. En la Eucaristía aprendemos a amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado, a entregar la vida unos por otros como Jesús la entregó por todos. La Eucaristía es un momento celestial, un oasis divino en nuestra vida, un inicio de salvación, un rescate del mundo y de la vida humana.

Por eso hoy es un día grande, un día de grandes revelaciones y de grandes encuentros. Y tiene que ser también para todos nosotros un día de grandes propósitos. El propósito fundamental de vivir unidos a Jesús en este trance de la muerte entendido como amor supremo, como confianza definitiva en la bondad de Dios y por eso mismo camino de salvación, el único alimento de la verdad, de la alegría y de la grandeza de nuestra vida.

Salgamos de nosotros mismos, salgamos de la pequeña cárcel de nuestros egoísmos, y acudamos al encuentro de Jesús en la Eucaristía. Él nos ofrece cada día el gran Amor de Dios. Ese amor que es el origen y el fin de nuestra vida. Ese amor que es la forma más alta y verdadera de vivir, en el cual está el remedio de todos nuestros males, de todos los egoísmos, de todas las injusticias, de todos los conflictos. Un remedio que lamentablemente nuestro mundo no quiere comprender ni aceptar. Pero el amor de Jesús consumado en la cruz sigue siendo para siempre, lo aceptemos o no lo aceptemos, la única salvación de la humanidad.

Con el Papa Francisco, con los cristianos del mundo entero, con la Virgen María y con los santos, con los seres más cercanos y queridos para nosotros, pedimos a Dios que este amor divino que llenaba y llena desbordante el corazón de Jesús se difunda por toda la tierra; que lo recuperen los cristianos “desertores”; que lo descubran los que no han llegado todavía a la luz de la fe, para que este amor de Jesús cambie nuestras cabezas y nuestros corazones, para que suprima los enfrentamientos, elimine las injusticias, socorra a los desamparados, nos enseñe a vivir como hermanos, a vivir en paz, con la mirada puesta en los bienes de la vida eterna.

Que así sea, hermanos.

+ Fernando Sebastián
Arzobispo emérito de Pamplona y Tudela

13 de abril de 2017
S. I Catedral de Granada
Jueves Santo