Fecha de publicación: 20 de diciembre de 2016

 

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios; muy queridos sacerdotes;
miembros de la Prelatura o amigos de ella;
miembros laicos, cooperadores, amigos:

La oración de la Iglesia -el momento cumbre y, al mismo tiempo, la fuente de la vida de la Iglesia, decía el Concilio retomando las palabras de los Padres- se llama Eucaristía, se llama acción de gracias (es lo que significa la palabra Eucaristía).

Y a mí me ha sorprendido siempre, incluso, en el caso más terrible, más parecido a la situación de la Virgen en el calvario, por ejemplo en la muerte de un joven o de un niño, la Iglesia no se arredra a la hora de decir “es justo y necesario, es nuestro deber y es nuestra salvación darte gracias”. ¿Pero cómo vamos a dar gracias por una muerte? No damos gracias por la muerte. Si seguimos el texto de esa introducción a la plegaria eucarística (por lo tanto, al momento central de la Santa Misa), si seguimos un poco más, el motivo de la acción de gracias es siempre Jesucristo.

Damos gracias porque Jesucristo, hecho hombre, y cuya Venida a nosotros se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía uniendo en la celebración sacramental la Encarnación, la Pasión, la Muerte en el Gólgota, la Resurrección de Cristo, y el don de su Espíritu Santo, todo eso se renueva en cada Eucaristía, todo el misterio de Cristo, todo el acontecimiento de Cristo, todo el don que Dios Amor es para nosotros se renueva en cada Eucaristía, permanece actual, en la celebración de la Eucaristía, viene a nosotros. Y ese don de Cristo ilumina la vida, todas las circunstancias de la vida: ilumina la enfermedad e ilumina la muerte. De hecho, los textos que los primeros cristianos expresaban su relación con la muerte eran siempre textos llenos de alegría; era un gozo haber terminado la peregrinación de esta vida y que se cumpla, sencillamente, aquello para lo que hemos sido creados, para la participación de la vida divina, para el gozo del amor infinito de Dios.

Un Padre de la Iglesia decía con mucha sencillez: es un misterio, pero es un misterio que nos ayuda a comprender. Dice: un niño en el seno de su madre vive a oscuras, apenas ve luz, no oye, o tal vez oye un poco pero no distingue los sonidos, no distingue los colores, no ve la luz. De hecho, al nacer le llamamos “dar a luz”, y sin embargo un niño nace llorando. Dice: a nosotros nos pasa algo parecido, mientras vivimos en este mundo, aunque este mundo es el que nos llena de preocupaciones y de tareas, y nos ocupa todos los días y a veces día y noche, sin embargo, el morir no es terminar, el morir es empezar a vivir, el morir es también empezar a acceder a la luz, acceder a la vida verdadera. Poder ver esa luz que en este mundo apenas vislumbramos y, sin embargo, nos parece tan bello, nos parece tan apasionante, está lleno de cosas tan sumamente atractivas e interesantes, y todo eso no es más que un pálido reflejo de la verdad, del bien, de la belleza infinita que es Dios. No participación de esa belleza. Dice: y sin embargo, cuando nos vamos a morir, también lloramos, es legítimo.

Yo estaba en Roma en el momento en que tuve la noticia, serían las 9 de la noche o las 9 y media, cuando me dieron la noticia de que había fallecido Mons. Javier Echevarría. Y el Señor lloró por la muerte de su amigo Lázaro. Por lo tanto, claro que uno puede, sobre todo si ha tenido el don de conocerle o tratarle de cerca, uno tiene todo el derecho del mundo a sentir tristeza y a llorar. Pero es más el dolor de una separación temporal, pasajera. El dolor de nuestra débil humanidad, que nos cuesta prescindir de la cercanía de las personas que amamos. No, para nada, un dolor que pueda llegar más que eso. ¿Nos dolería a alguien que alguien de nuestra familia o que alguien, un amigo nuestro, le concedieran un doctorado honoris causa, por ejemplo, o recibiese un cargo sumamente importante? Ninguna de esas cosas es, para nada, ni siquiera comparable, con el gozo de ir a participar de aquello para lo que hemos sido creados, de participar de la vida divina, de una manera más plena, sin velos, sin nieblas, sin preguntas, sin oscuridades; esa pura luz inefable, no es nuestro lenguaje capaz de expresarlo, pero que recoge todo lo que hay de bueno y de bello en este mundo. De hecho, los Padres de la Iglesia invitaban a los cristianos, les recordaban a los cristianos no tener temor a la muerte. Desearla, pero no por lo que nosotros a veces la deseamos, que es porque nos va tan mal en esta vida que decimos: Señor, es mejor morir, como decía Jonás: cuando las cosas no le salían como a él quería, decía es mejor morirse. No. Nosotros deseamos el Cielo, lo deseamos para nosotros, lo deseamos para las personas que amamos. De tal manera se ha debilitado nuestra fe que no tenemos casi el coraje de desear, pero no porque estemos cansados de esta vida, sino justo porque Te hemos conocido, Señor. Y como Te hemos conocido y hemos visto todo lo que eres capaz de hacer -la justicia mira desde Cielo, la paz y la fidelidad brotan de la tierra-, hemos visto unir Cielo con nuestra tierra y hacer de nuestra tierra tu Cielo, y de tu Cielo nuestra tierra. Te has unido con nosotros de una manera que ningún matrimonio es capaz de soñar siquiera con una unión semejante. Te haces uno con nosotros cuando vienes a nosotros en la Eucaristía.

Perdonad esta pequeña catequesis sobre el Cielo y sobre la muerte, porque vivimos y respiramos todos, yo el primero, un aire nihilista. Y un aire nihilista que se presta mucho a que la salud es lo más importante y a que la muerte es como algo a temer, a evitar, a no pensar en ello o a pensar en ello lo menos posible… El Cielo es nuestro destino. El Cielo no es un lugar donde a uno lo colocan. Dios es nuestro destino.

Dios mío, tenemos que pedir siempre por nuestros difuntos con la conciencia de que el Señor los acoja con unos brazos inmensos de misericordia. Yo creo que en este caso podemos estar muy tranquilos con respecto a la acogida que el Señor le pueda haber hecho a Mons. Echevarría. Yo he tenido el gusto de tratarlo, unas cuantas veces, no demasiadas, pero unas cuantas veces, de poder hablar con él con tranquilidad, bastantes momentos, y puedo decir con toda sencillez que mi impresión es que era un hombre de Dios -es un hombre de Dios, lo sigue siendo (eso es otra cosa, no deberíamos hablar nunca de nuestros difuntos en pasado: es un hombre de Dios-) y es un hombre extraordinariamente bueno y extraordinariamente bondadoso. Esa conciencia me transmitió a mí siempre que hemos tenido la ocasión de hablar o de comer juntos, que la hemos tenido unas cuantas veces.

Le damos gracias al Señor porque el Señor ha querido confiar la vida de esta familia, como decía el Papa Francisco, de esta familia vinculada a la Prelatura, de esta familia guiada por los caminos que ha abierto San Josemaría.

Y luego Le pedimos al Señor, estamos en el tiempo de Adviento, no podemos no pedírselo: ¡Ven, Señor!, danos el gusto de tu Venida, enséñanos a disfrutar que donde Tú estás, no se acaba el vino en una boda, se multiplican los panes, se multiplica la alegría, se multiplica la gratitud por tenerte a Ti, porque Tu Gracia vale más que la vida, porque la vida sin Ti no sería nada, y en cambio teniéndoTe a Ti, uno lo tiene todo, siempre, siempre.

El Adviento es el tiempo que nos prepara a desear justamente la Venida del Señor. La venida de todos los días, porque el Señor viene a nosotros todos los días. Viene a nosotros siempre en la Eucaristía. Pero luego nos acompaña, nos acompaña a la tienda donde compramos, a la oficina donde trabajamos, al lugar donde desenvolvemos nuestras tareas del tipo que sean, donde vivimos nuestra vocación. El Señor nos acompaña. Somos miembros de su cuerpo. Somos miembros los unos de los otros, la frase es de San Pablo. De tal manera que nadie puede hablar de su salvación o de su camino hacia Dios sin ir, no sólo cogido de la mano, como funcionan los miembros de un cuerpo, coordinados, juntos.

Señor, juntos Te suplicamos que vengas a nosotros y que podamos hacer nuestras, de una manera diferente, sin duda, las mismas palabras que Jesús anunciaba. Le preguntaban: ¿eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Y Él, como decía luego el Evangelio de San Juan: ¿no me creéis a mí?, creed a mis obras. Los ciegos ven, los cojos andan, a los pobres se les anuncia la Buena Noticia, los leprosos quedan limpios. Esas son las obras de Cristo.

La Iglesia, si vive de la presencia del Señor, es un milagro, porque la comunión de los hombres a la que estamos llamados, que nos es dado vivir por el don del Espíritu Santo, es siempre un milagro, y el modo de vida de los cristianos es un milagro. Un milagro de perdón, un milagro de amor, un milagro de misericordia, un milagro de comunión, de considerar siempre, como dice San Pablo, a los demás mejores que uno mismo, de llevar los unos las cargas de los otros, de desear y alegrarse del bien de los demás.

Eso lo estamos viendo, a medida que, por así decir, la conciencia cristiana se evapora o se diluye en nuestra sociedad, y nos falta esa conciencia de Cristo vivo en medio de nosotros, predominan los intereses, predominan las envidias. Está en el seno de las familias, está en el seno de los mismos matrimonios. Se generan rupturas. Las rupturas son siempre diabólicas. Esa es la misión del Diablo, así como Dios es comunión y el pueblo que Él genera es un pueblo de comunión. Toda ruptura es diabólica, toda división es diabólica. Señor, queremos que vengas, pero el mundo nos sigue preguntando a nosotros: ese Cristo de quien habláis, ¿puede salvarme?, ¿puede hacer que la vida sea diferente?, ¿puede realmente devolvernos el gusto por la humanidad, que los hombres del siglo XXI hemos perdido casi por entero?, ¿puede devolvernos la alegría, La alegría de vivir, la alegría de haber nacido, la alegría del mundo creado por amor a nosotros? ¿Puede? Sí, Señor. Tú vienes a nosotros y nos haces florecer. Y los hombres reconocen en esa comunión que hay algo divino, que hay algo que no es humano, que no es fruto de la organización, de los cálculos, de las estrategias, de las medidas humanas…

San Josemaría soñaba con un florecimiento de la Iglesia como en los orígenes de la Iglesia. Hoy, al entregarte el alma de Mons. Javier Echevarría, al suplicar por él y al suplicar por toda la Obra que el Señor le encomendó y cuyos representantes y miembros de Granada estáis aquí, le suplicamos que nosotros podamos ser signos de la Redención de Cristo; que nosotros y nuestras obras puedan mostrar el milagro que es la Presencia de Cristo en el mundo; que puedan mostrar los secretos de esa humanidad verdadera, que no es posible sin Dios, que no es posible, no sólo sin creer en Dios o pensar si Dios existe o así, sino sin la gracia, la presencia, la vida de Dios sembrada en nuestra carne desde que el Hijo de Dios se hizo hombre en las entrañas purísimas de la Virgen María.

Hay una humanidad buena, una humanidad bella, una humanidad posible. La Iglesia es el signo de eso que los hombres aguardan y anhelan. Y la Prelatura no es más que una realización bella del misterio de la Iglesia.

Señor, que estemos a la altura de los santos de los que ha nacido esta iniciativa, que nos des, que multipliques tu gracia en medio de nosotros, y que fructifiquemos para que los hombres puedan reconocerte con alegría, con gozo, y llegar hasta Ti; que sigamos las huellas con la certeza de que el Señor cuida de su pueblo y no nos abandona jamás a nada que le abramos nuestra vida y nuestros corazones.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

14 de diciembre de 2016
Santa Iglesia Catedral de Granada

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