La sed no es de agua o líquido. Nosotros tenemos agua abundante para beber, no es como en el mundo en el que vivía Jesús o como en el que vivía Israel: un bien escaso. La sed que nosotros tenemos es una sed de una vida plena y es probablemente esa sed lo que marca la condición humana. Una vida feliz. Una plenitud que intuimos y que intuimos que tiene que ver con algunas cosas, como que tiene que ver con el amor, con ser amados, con ser preferidos, pero que no nos podemos dar a nosotros mismos. No tenemos la fórmula para saciar esa sed. No tenemos la fórmula para fabricar aquello que sacie nuestra sed. Estamos llenos de posibilidades pero ésa no nos ha sido dada.
Jesús dijo, en una lectura que se lee justamente en la vigilia de Pentecostés: “El que tenga sed que venga a mi y beba”. Porque, como dice la Escritura, “de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva”. De las entrañas de Cristo brotan torrentes de agua viva. Y añade el evangelista: “Dijo eso refiriéndose al Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en Él”.
El Espíritu Santo, la vida divina, la comunión de amor, que es Dios, es lo único que sacia nuestra sed. Como la lluvia. Viene del cielo, viene de fuera de nosotros. Nos es dada. Darnos a nosotros esa vida divina, saciar nuestra sed, es la razón única que ha movido al Hijo de Dios a compartir nuestra condición humana, hacerse partícipe de nuestra humanidad, hacerse compañero de camino de nosotros en el camino de la vida, a entregar su vida hasta la muerte, para que nosotros podamos vivir con esa vida suya, sembrada en nuestra historia, sembrada en cada uno de nosotros por el Bautismo, por la Confirmación, renovada constantemente en el perdón de los pecados y en la Eucaristía.
Todo eso, todos los signos de la Iglesia en los cuales el Señor se nos da, todos los sacramentos, son el modo como el Espíritu y la vida divina viene a colmar nuestra sed. También el matrimonio, que no es simplemente pedir una bendición para que Dios ayude al amor de los esposos. No. Es la vida divina quien ensancha, profundiza, sostiene y da una calidad divina a ese amor esponsal entre hombre y mujer. Y hace de ese amor un signo de Cristo vivo en medio del mundo. Estamos hechos para Dios, decía San Agustín: “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. ¿Cómo llegaremos nosotros hasta Ti? ¿Cómo se llega? ¿Como conquistando el Everest? No. Sólo por tu gracia que desciende hasta nosotros, por la vida divina que nos es dada, que nos es dada en Cristo.
Lo que celebramos mañana es el fruto final de toda la obra redentora de Cristo: dejar esa vida sembrada en nosotros. Que hace de nosotros criaturas nuevas. Ya no hay judío, ni gentil; ni griego, ni bárbaro; ni esclavo, ni libre; ni hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús, por el Espíritu que nos ha sido dado. Somos criaturas nuevas. Somos lo que somos, pero en un horizonte nuevo, en una realidad nueva, creada por el Señor, que es su Cuerpo, que es la Iglesia, cuya alma es el Espíritu Santo. La Iglesia vive, literalmente, del Espíritu Santo; vivimos de Tu Espíritu, Señor. Y si no, lo que nace de la carne es carne. Nuestros esfuerzos, nuestros empeños serían absolutamente estériles. Ni siquiera podemos decir “Jesús es Señor” -que es el símbolo de fe más sencillo, más pequeño, el más elemental- sin el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos recrea.
Sólo quiero señalar dos frutos que aparecían en las lecturas de esta tarde (las de mañana). Uno: el perdón de los pecados. Cuando Jesús sopla sobre los Doce les dice “Recibir el Espíritu. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Deja su Espíritu en su Iglesia, para que el perdón de los pecados, que es algo que sólo Dios puede hacer (os acordáis de la curación del paralítico: quién puede perdonar los pecados mas que Dios: nadie, ningún ser humano podría atreverse a atribuirse a sí mismo esa dignidad), sin embargo el Espíritu de Dios deja ese poder, que el Hijo de Dios tenía, en las manos de su Iglesia, para que ese perdón pudiera llegar a todos nosotros, pudiera llegar a todos los hombres. Es una misión fundamental de la Iglesia: perdonar. Transmitir el perdón del Señor, hacerlo llegar a todos, en el Sacramento de la Penitencia y en nuestra vida. Perdonar a quienes nos han hecho daño. Perdonar las heridas que nos han creado de esos daños. Perdonar.
El otro rasgo lo expresabais preciosamente también en una canción: “Más allá de las barreras”. Partos, medos, helamitas, habitantes del Ponto, de Cirene, de Frigia, de Panfilia, de Asia, en aquel mundo donde las naciones eran una cosa cerrada sobre sí misma, totalmente cerrada, hasta el punto de que quien moría fuera de su nación no tenía ni siquiera dignidad suficiente para ser enterrado, nace una nación nueva. Una nación hecha de los hijos nuevos de Dios. Una nación en la que todos pertenecemos a la misma casa, en la que todos somos hijos, en la que todos somos queridos y quien es más humilde, más pobre, más necesitado, más sencillo es más amado. Quien es más pequeño es preferido. Quien parece que está más lejos es el que está más cerca.
El Espíritu Santo se identifica con el amor. Y la novedad que Cristo ha introducido en el mundo es justamente la vida divina, es el amor de Dios porque Dios es Amor. Y ese amor hace saltar fronteras, saltar distancias. Como dice el Papa Francisco, construye puentes y no muros.
Señor, danos tu Espíritu. Haz de nosotros ese pueblo de hijos, esa familia de hijos. Llénanos con tu Espíritu. Hazlo florecer en nuestras vidas. Hazlo florecer, en primer lugar, en el amor mutuo entre nosotros. Haz de nosotros un solo cuerpo, con vocaciones distintas, con estados de vida distintos, con cualidades distintas. El Espíritu de Dios no nos homologa y nos hace a todos como las marcas de coches, que son todos iguales, los de una marca y un modelo: todos idénticos. El Señor no nos hace de un modelo, nos hace miembros de un cuerpo. La vida divina potencia lo que somos y da lugar a una unidad que, sin quitarnos nada de lo que somos, nos hace una única realidad en Cristo.
Señor, envía tu Espíritu a tu Iglesia. Que suceda entre nosotros un nuevo Pentecostés; que suceda entre nosotros una explosión de tu Vida, de tu Amor, y de un amor al mundo como el de tu Hijo, que no vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Y Él entrega su vida y da el Espíritu –como dice el evangelista San Juan- sin medida. Explota. Ven a nosotros. Ayúdanos a ser portadores de la vida divina en medio de este mundo, que se muere de sed.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.A.I Catedral
16 de mayo de 2016