Voy a hacer esta tarde como el Papa Francisco, que en muchas de sus homilías dice “tres palabras”. La primera va a ser muy sencilla: por qué. La segunda: amor. Y la tercera: toalla. Las tres tienen mucho que ver con la celebración que estamos viviendo.
La palabra “por qué”. Hace dos días en la Plaza de las Pasiegas, esperando la llegada de alguna procesión, uno de los niños que estaban por allí correteando alrededor mío se me acerca y me dice: ¿Y por qué ha tenido que morir si era Dios? Parece una pregunta banal, casi. No. Yo creo que es la pregunta suprema, la que todos podríamos hacernos. Y la que muchas veces hemos respondido o se ha respondido en la Historia de una manera muy pobre o muy insatisfactoria, por ejemplo pensando que la culpa de Adán necesitaba para ser redimida el amor infinito y el poder infinito de Dios. Es darle demasiada importancia a la culpa de Adán. El más pequeño gesto del Hijo de Dios en la carne, la más pequeña ofrenda de su vida al Padre nos habría podido obtener el perdón de los pecados. No era Dios quien necesitaba morir para que nosotros se nos perdonase. Somos nosotros los que teníamos necesidad de comprender que Dios es amor y que Dios es amor con un tipo de amor que no se deja vencer por ninguna clase de dificultad; siendo plenamente humano, habiéndose hecho plenamente humano, con una capacidad de amar que fuese más allá de la muerte. Que la muerte no pudiese ni siquiera detener. Sí asustar. La noche de Getsemaní es una noche como para sumergirse en ella. Y muchas veces tenemos necesidad de sumergirnos en ella cuando nosotros experimentamos a nuestra pequeña medida algo parecido. Pero no hay que olvidar la palabra de Jesús en la Última Cena en el Evangelio de San Juan: “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. Él va. Y va para que nosotros podamos saber que no estamos solos en nuestros sufrimientos; que nosotros podamos saber y experimentar en nuestra vida que el amor de Dios no se detiene ante nada, sean cuan sean nuestras cargas, nuestras miserias, nuestros sufrimientos y nuestros dolores; que el amor de Dios es más fuerte que la muerte. No porque Él necesitase ir a la muerte, sino porque nosotros necesitábamos comprender que tal era la calidad del amor de Dios es por lo que el Señor no se ha detenido ante nada.
Segunda palabra: amor. Entre la celebración de esta tarde de la Última Cena y la celebración de la noche de Navidad hay muchos lazos comunes. El Papa escribía ese precioso libro con un título tomado de una frase de Benedicto XVI: “El nombre de Dios es misericordia”. Y la misericordia de Dios lo que ha querido no es simplemente darnos un ejemplo, o hacer un escenario y vivir un momento la muerte, sino sembrarse en nuestra historia, quedarse con nosotros, todos los días. Y cada vez que celebramos la Eucaristía, como en la Última Cena, el Señor nos explica cuál es el sentido de su Pasión. Por eso, le dice a San Pedro “si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. El Señor explica su Pasión lavando los pies a los discípulos; explica que la muerte que va a vivir es un gesto de amor que nos purifica a nosotros, que nos lava, que cambia nuestra condición humana.
El Señor se ha sembrado en nuestra historia. Vino a las entrañas de la Virgen por amor a nosotros. No hubiera podido morir y morir verdaderamente si no hubiera asumido nuestra humanidad; si no se hubiera hecho hombre, verdaderamente hombre. Y eso que cantamos tan gozosamente la noche de Navidad, también lo cantamos esta noche, también lo cantaremos mañana, de otra manera, sobrecogidos por la crudeza y por ese “los amó hasta el extremo”. La alianza de Dios con nosotros, la alianza nueva y eterna que prometía el profeta empieza a cumplirse en la Encarnación. Curiosamente, este año, mañana es la fiesta de la Encarnación, aunque no la podremos celebrar hasta después de la semana de Pascua, pero coinciden la Encarnación y la Cruz. El Señor se encarna para poder ir a la muerte y la muerte es la consumación de la Encarnación. La Pasión y la Muerte de Jesús es la consecuencia de haberse encarnado. Y de la misma manera que la noche de Navidad decimos “ha aparecido la gracia y la misericordia de Dios”, nosotros hoy reconocemos esa gracia y esa misericordia en la Eucaristía. Es curioso cómo en la Eucaristía la imposición de las manos recuerda a las frases de la Anunciación: el Espíritu Santo vendrá sobre Ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. En algunos de los ritos orientales, incluso con una especie de velo, se hace un cierto como gesto de aleteo por encima del pan y del vino sin consagrar. Es una referencia explícita al momento de la Encarnación, porque la Encarnación sucede de un modo misterioso, se prolonga de un modo misterioso, en cada altar cuando se celebra la Eucaristía. Sin embargo, en cada Eucaristía se recuerda la Pasión: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Esta es mi sangre, que se da por vosotros”. Una alianza nueva y eterna. Una alianza de amor.
Nuestras vidas serán lo que sean, mis queridos hermanos. Somos pobres. Somos miserables. Somos mezquinos, a veces, terriblemente mezquinos. Y sin embargo, el amor de Dios es capaz de hacer explotar nuestro corazón de alegría y de hacer salir de ese corazón bellezas sin límite, cualidades sin limite, gestos que recuerdan sencillamente el amor infinito de Dios, que son reflejo, brillante y esplendoroso, del amor infinito de Dios. Los hay a todas horas, al lado nuestro. Los hay también en quienes no son cristianos. Pero los hay en el pueblo que acoge la vida que el Señor nos da. Los hay en la Iglesia de Dios.
Tercera palabra: la toalla. El gesto de lavar los pies a los discípulos era un gesto de esclavos. Y el Señor, aparte de dar esa interpretación que yo os acabo de dar, que su muerte iba a ser su oficio de esclavo para con nosotros. El Hijo de Dios se hace esclavo para que nosotros, siervos, criaturas de Dios, pasemos a la dignidad de hijos, nos da un ejemplo para que lo hagamos nosotros. Nos dice: lo mismo que yo he hecho hacedlo vosotros unos con otros. Eso comenta las palabras del Señor, ya lo decía yo esta mañana en la Misa Crismal: el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga vuestro servidor; el que quiera ser grande que se haga el último de todos y el más pequeño de todos. Ese gesto que el Señor hace con nosotros nos da toda una clave para la construcción de una familia, y de la autoridad en el seno de la familia, para la construcción de una comunidad cristiana, pero también para la construcción de una empresa o de la convivencia cívica. Tendemos a pensar, y a medida que el mundo está más alejado del Dios verdadero tiende a pensar, que la construcción del mundo es la construcción del poder y del ejercicio del poder. No. La construcción de un mundo humano es un ejercicio de amor, de amor social, como le gustaba decir a San Juan Pablo II; y es un ejercicio de servicio. Si todos, o si unos pocos (eso fue lo que sucedió en aquella primera reunión de Pentecostés, la única seria que habido en la historia), empezó a nacer un pueblo pequeño, pequeño, pero de personas, para quienes era evidente que la luz era la luz de Cristo, la vida era la vida del Espíritu y la regla de vida era el amor mutuo. Viviendo sobre eso un mundo humano es posible. Al margen de esa ley del amor, al margen de esa regla suprema de servicio, no hay posibilidad de un mundo humano. No hay más que en el fondo luchas de poder que generan en nuestro corazón cinismo, desencanto, frustración, amargura, la amargura del paso del tiempo, vacío, necesidad de olvidarse de las dificultades y de las fatigas de la vida. Todo cosas que disminuyen y empequeñecen nuestra humanidad.
Abramos nuestras vidas a Cristo y al amor de Cristo y a la gracia de Cristo. Dejémonos lavar los pies por el Señor y que ese amor haga surgir en nosotros el deseo de servir, de amar, de dar la vida por nuestros hermanos. Por los que tenemos más cerca, por los que viven con nosotros, por los que están a nuestro lado. Que así sea para mí, que así sea para todos nosotros, que así sea para este precioso pueblo que ha nacido del costado abierto de Cristo, que sois vosotros, que es la Iglesia de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
24 de marzo de 2016
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