Fecha de publicación: 26 de diciembre de 2015

INTRODUCCIÓN
Este año celebramos la fiesta de la Sagrada Familia en el contexto del Año de la Misericordia, que el papa Francisco ha convocado y que hemos iniciado el pasado 8 de diciembre. San Juan Pablo II nos recordaba, en su segunda carta encíclica, Dives in misericordia, publicada en 1980, que Dios siempre es «rico en misericordia» (Ef 2, 4). Todos tenemos necesidad de acogernos a esta Misericordia divina para que en nuestra vida se haga el milagro de creer en la familia, esperar en la familia y amar la familia profundamente. Así, esta Jornada quiere ser eco de esta relación tan estrecha entre misericordia y familia, con el lema: «Familia, hogar de la misericordia».

Las tres parábolas que utiliza el papa Francisco en la bula Misericordiae vultus para recordarnos a Cristo como Buen Pastor (la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y la del padre y los dos hijos) nos recuerdan la grandeza del amor de Dios y de su corazón a pesar de las divisiones, confrontaciones, que tanto afectan a la sociedad y, de un modo particular, a las familias, muchas veces consecuencia de las decisiones tomadas.

UN MUNDO SEDIENTO DE AMOR Y MISERICORDIA
Benedicto XVI nos recordaba que el mundo viene atravesado por una gran “crisis de verdad”. De hecho, la modernidad ha abierto el camino para la negación de la trascendencia y la posmodernidad ha consumado el eclipse del sentido de Dios y del hombre en muchísimos hombres y mujeres de nuestra generación, que conlleva una profunda crisis de identidad, en la que se da una «disociación entre sexualidad y reproducción, entre afectividad y sexualidad, entre fe y vida».

«En el fondo –ha dicho san Juan Pablo II– hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes». Esta crisis deja al hombre actual a la intemperie engañándolo y prometiéndole abundancia, cuando en realidad lo que hace es empobrecerlo. Así, nuestras sociedades del mundo desarrollado viven en su raíz más profunda la enfermedad del relativismo.

Ante esta enfermedad, la Iglesia, como madre y maestra, nos habla de la riqueza del verdadero amor y de la misericordia como elementos básicos para salir de esta situación de crisis. Benedicto XVI, en Deus caritas est, se preguntaba: ¿Se puede amar de verdad a Dios, ¿Podemos de verdad amar al prójimo, a mi esposa, a mis hijos, a mis amigos y próximos, a mis enemigos, con un amor incondicional?4 . Lo que Cristo nos revela es la unidad del plan de Dios y del corazón del hombre, llamado a salir de la soledad, verdad que subyace desde el principio en la narración del Génesis. «Al principio los hizo Dios a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó» (Gén 1, 27). Este pasaje se complementa con el de Gén 2, 24: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne». Desde que el mundo existe nuestros amores nos remiten a otro amor más grande, originario y perfecto. Solo nuestra dureza de corazón nos hace perder el horizonte del don de sí que se nos manifiesta como revelación y regalo. Esto hace que en el corazón del hombre surja el clamor de una auténtica misericordia, que se ha mostrado de forma real y actual en Cristo, que recorre el camino de la vida junto a nosotros, como en Emaús. La misericordia no llega a nosotros como un mensaje abstracto, sino personificada en Cristo, porque Él mismo es la misericordia para cada uno de nosotros. El corazón de Cristo es un corazón transido por la ternura, es un corazón de carne, que va a marcar en la historia una nueva relación entre lo antiguo y lo nuevo que es Él, el paso de un corazón de piedra a un corazón de carne, de un pueblo cuyo «corazón está lejos de mí», como dirá Isaías (Is 29, 13), a un «corazón nuevo» capaz de amar en un nuevo pacto de fidelidad. Todo se juega en el corazón, «porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21).

Este cambio del corazón lleva a ungir las heridas con el aceite de la misericordia. «Si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor, 5, 14-15). El precio de su amistad –«vosotros sois mis amigos»– es lo que nos desconcierta. No nos pide que escalemos ninguna cumbre inaccesible, sino que nos acerquemos para aceptar su perdón. Es Otro el que me salva, dando su vida, el que sube al monte de la misericordia, al monte de la cruz, no para dar la misericordia, sino para hacerse pura misericordia. El mal ha sido aplastado por la plenitud de Cristo. De su costado herido brotó sangre y agua, la sangre que redime y el agua que nos purifica. Este «Dios de la consolación» (Rom 15, 4) nos ha enviado a Jesucristo como el primer consolador de los esposos desolados, y a las familias rotas. La promesa de Cristo es verdadera y nos devuelve la esperanza a la familia, que es el verdadero santuario de la vida, donde esta puede ser preservada desde su concepción, acogida y protegida hasta su madurez. Cada familia está llamada a ser pueblo de la vida y para la vida, a trabajar a favor de la vida para renovar la sociedad.

LA FAMILIA EVANGELIZA CUANDO ES HOGAR DE MISERICORDIA 
Cuando la familia vive desde ese amor que ha recibido y cuando hace de su hogar un lugar privilegiado para la misericordia se transforma en un don de Dios Amor. Se muestra, de este modo, ante el mundo como un verdadero nido de amor, casa de acogida, misericordia, escuela de madurez humana y lugar propicio para cultivar las virtudes cristianas en los hijos. Solo desde esta misericordia de Dios el hombre puede vivir. Él nunca se cansa de abrir la puerta de su Corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida. «El papa, desde el principio de su ministerio petrino, nos ha invitado a transitar por caminos de misericordia, él que precisamente había elegido como lema del ministerio episcopal “Miserando atque eligendo”, inspirado en el pasaje evangélico de la vocación de Mateo (Mt 9, 9-13). En la exhortación programática Evangelii gaudium escribió: “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114). Ahora recuerda el dinamismo evangélico en el campo del matrimonio y la familia, ámbito fundamental de la acción pastoral de la Iglesia. El Evangelio brilla especialmente en las situaciones dolorosas que padecen tantas personas». La Virgen María nos enseña también esta misericordia de Dios.

El entonces cardenal Bergoglio decía en una sus homilías: «En la mirada de la Virgen tenemos un regalo permanente. Es el regalo de la misericordia de Dios, que la miró pequeñita, y la hizo su Madre (…). La mirada de la Virgen nos enseña a mirar a los que naturalmente miramos menos, y que más necesitan: a los desamparados, los que están solos, los enfermos, los que no tienen con qué vivir, los chicos de la calle, los que no conocen a Jesús». Este Año Jubilar de la Misericordia se convierte para toda la Iglesia en un gran eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Que nunca nos cansemos de ofrecer misericordia y seamos siempre pacientes en el confortar y perdonar. Que cada familia, como Iglesia doméstica, se haga voz de cada hombre y mujer y sea un hogar donde sanar las heridas del corazón. Así, la familia se convertirá en un gran gimnasio de entrenamiento para el don y el perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar mucho.