Queridísima Iglesia del Señor;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos pueri, y menos pueri, cantores:
Tres pensamientos muy sencillos para esta Eucaristía de hoy, y a ver si me concede el Señor la capacidad de decirlos de manera que os sirvan, que puedan servir para vuestra vida, para vivir estos días, empezando por el día de hoy. Y de hecho, mi primer pensamiento tiene que ver con el tema de las elecciones y el día de hoy, también justo a las puertas de la Navidad.
El otro día me decía un taxista en Granada (le pregunté yo hace dos días o así: “¿Cómo van las cosas?”): “Mire, la Navidad suele empezar siempre el 15 de diciembre y este año no ha empezado nada. Está todo el mundo tan ansioso y tan preocupado por las elecciones que yo creo que hasta que no pase el día 20 no se va a mover nadie de su casa –dice- y según lo que pase”.
Bueno, estamos en el día 20. ¿Qué es lo que yo tengo que deciros? Dios mío, nada. No es mi misión. Sí que tiene que ver y tiene que ver con esa misión hacer ningún juicio sobre la situación o sobre las propuestas políticas de unos o de otros; lo que sí es mi misión es llamaros a la fe, es llamaros a que la roca sobre la que edificamos nuestra vida no está ni en los gobiernos, ni en los regímenes. La salvación que esperamos no viene de los gobiernos, de los regímenes. Y claro que pedimos siempre por la paz. Pedimos siempre por los gobiernos legítimos, sean los que sean. Los cristianos, en los primeros siglos, pedían por los emperadores, aunque el emperador fuera un perseguidor de los cristianos, porque son alguien que al estar constituido en autoridad tiene una responsabilidad especial. Y pediremos por ellos, claro que sí. Si obran bien, para que sigan obrando bien; y si obran mal, para que el Señor abra sus corazones a la verdad y a la justicia y a la equidad.
Pero no es eso. Ni nuestra esperanza, ni nuestra salvación, ni nuestra confianza en el futuro dependen de eso. La historia la describió el Señor como una historia de violencias, de guerras, de catástrofes, de cosas, y lo que nos pide es perseverar, ser fieles, tener la libertad de afirmar cuál es nuestra salvación, cuál es nuestra esperanza, cuál es nuestra verdadera esperanza, para qué estamos hechos. Dejadme recordar aquella visión del profeta Daniel (siempre adecuada cuando uno reflexiona en la historia), aquella estatua de bronce que vio Nabucodonosor que tenía la cabeza de oro, el torso y los brazos de bronce, las piernas de bronce mezclada con barro y los pies de barro (aproximadamente, no lo digo con exactitud). Dice el profeta: ‘Y hubo una piedrecita que se despendió de lo alto de un monte, no hecha por mano humana, y que vino rodando y dio en los pies de barro, y aquella estatua se vino abajo entera’. Luego explica el profeta qué representaba la estatua: el imperio de los Babilonios, que había tenido su punto culminante en Nabucodonosor; el imperio de los Medos y de los Persas, y luego el imperio de Alejandro, y luego los sucesores de Alejandro, que eran los pies de barro, ¿no? Y aquella pequeña piedrecita –dice- llenó la tierra entera.
Dios mío, tenemos que buscar nuestra esperanza, tenemos que volver a reorientarla, a redirigirla, no para que no votemos con responsabilidad. Claro que tenemos que votar con responsabilidad, por supuesto, y vivir con responsabilidad, en el mundo en el que estamos, en todo lo que hacemos, en la construcción de nuestras familias. También tenemos que aprender a vivir con libertad. Y si hubiera un criterio importante a la hora de elegir, habría que elegir o facilitar o promover aquellas proposiciones o aquellas propuestas políticas que más favorezcan la libertad; vuestra libertad, no la de los curas, sino vuestra libertad, la libertad del pueblo cristiano, la libertad de la Iglesia, la libertad de vivir como vosotros queréis vivir, que no sois una parte menor ni pequeña. Pero eso no significa que haya que imponer nada a nadie. No. Significa que hay que tener un criterio, un criterio a la hora de actuar responsablemente en el ámbito de la política, como hay que actuar responsablemente en el ámbito de la economía, como hay que actuar responsablemente a la hora de casarse y de fundar una familia, como hay que actuar responsablemente en el trabajo y en todas partes, 24 horas al día. ¿Por qué? Porque es lo único que hace crecer nuestra humanidad y da sosiego a nuestro corazón, que no depende de tener el último modelo de algún chisme informático, por muy bonitos que sean, que los hay preciosos, pero no es eso lo que nos da la felicidad. En cambio, sí nos la da lo que hemos pedido en el Salmo: “Muéstranos, Señor, tu rostro y danos tu salvación”. ¡Qué imagen más bella! Qué alegría da en la vida al despertarse por la mañana, o en un momento de apuro o de dificultad en la vida encontrarse con un rostro amado, con un rostro querido, con un rostro que sabes que te mira con amor, con delicadeza, con ternura, con respeto, con afecto. (ndr. dirigiéndose a los pueri cantores de la Catedral) ¿Verdad que sí, que da mucha alegría que al levantarse por la mañana ver el rostro de mamá, y que te dice “que el desayuno ya está listo, venga, aunque tengas que ir al cole, a espabilarse, pero hay que tomarse el cola-cao”?
Eso, sólo que para toda la vida y de la manera más profunda, “Señor, ilumina tu rostro”. ¿Por qué tu rostro nos salva? Porque tu rostro es el rostro del amor sin límites; porque tu rostro es el rostro del amor inmortal, que permanece para siempre. Y lo que estamos pidiendo es lo que ha sucedido en la Navidad. Nosotros sabemos que ha sucedido, que tu rostro está cerca de nosotros, que está siempre frente a nosotros. Dios mío, la Navidad sucedió una noche, y aquella noche adoraron los pastores y luego vinieron unos magos de Persia, personas que no eran creyentes. Y sin embargo, nosotros tenemos ese don. Nosotros podemos adorar la gloria de Dios todos los días, el abrazo del Señor que significa la Navidad, ha aparecido la gracia y la misericordia de Dios y su amor por los hombres. Ese amor y ese abrazo nos acompañan todos los días de nuestra vida, los tenemos con nosotros.
Decía un Padre de la Iglesia: “Tu Iglesia es un belén permanente”. Claro que sí, claro que sí. Cada Eucaristía acontece la venida del Señor. El Cielo se mezcla con la tierra. La tierra canta las alabanzas del Cielo. En medio de un mundo en silencio, lleno de miedos, de ansiedades, de preocupaciones, nos permite la alegría y la belleza de los lirios del campo y de las aves del cielo. ¿Por qué? Porque nuestro Padre celestial no se va a apartar de nosotros, no nos va a hacer nunca nada malo, sean cuales sean las circunstancias. ¿Que las circunstancias pueden ser difíciles? Pues es una ocasión para purificar nuestra fe, y para poner nuestros pies en la roca que es Cristo y no en otras cosas que no son capaces de sostenernos, ni de sostenernos en esta vida, ni de sostenernos en la alegría, ni de sostenernos en la libertad de los hijos de Dios.
Señor, purifica nuestros deseos. Pon nuestro corazón en los bienes que realmente nos hacen crecer, para que, como hemos pedido estos días, podamos celebrar la Navidad con alegría desbordante. Pero, estad seguros. La fiesta de la Navidad no son unos fuegos artificiales en mitad de la noche. La fiesta de la Navidad fue un comienzo, pero ese comienzo nos es dado todos los días, todos los días de nuestra vida y todos los días de la historia hasta el fin del mundo. Cristo permanece con nosotros, está con nosotros, nos sostiene en nuestra humanidad. ¿Cómo no dejar, cómo no desear y pedir que esa luz -sólo esa luz- brille en medio de este mundo a oscuras? Y que los hombres puedan descubrir también que la esperanza está donde está, no en los juegos ni en los cálculos políticos, desde luego que no; no en una mayor posibilidad de consumo, desde luego que no; no en una sociedad construida según las medidas humanas; en una sociedad construida según las medidas del amor de Dios, es decir, construida sobre la misericordia, sobre el perdón, sobre la gratuidad, sobre la experiencia de la belleza que significa dar la vida y sobre la fuente que hace posible vivir esa belleza no como una utopía, sino como una gracia.
Que el Señor nos conceda a todos ese don. Que podamos, cuando cantamos los villancicos, cantarlos desde el fondo de nuestras entrañas, es decir, con una alegría verdaderamente que no hay que fabricar, que nace decir: “Señor, si te tengo a Ti, lo tengo todo”. Que soy muy pobre, que soy un pobre mezquino, que mi vida está llena de límites y de torpezas por todos los lados, pero tu amor es infinito, tu amor es sin límites, tu amor es fiel, tu amor no me abandona jamás, ¿cómo no voy a cantar?, ¿cómo no voy vivir en la alegría, en una alegría que nadie nos puede arrebatar? Nadie, nadie, pase lo que pase; pase lo que pase hoy o pase lo que pase en la vida, en el futuro, nada. ¿Quién nos va a arrebatar la alegría de ser hijos de Dios y de tener por Padre a Dios?
Así sea para todos. Vamos a proclamar la fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de diciembre de 2015
S.A.I Catedral de Granada
IV Domingo de Adviento