Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de nuestro Señor Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos miembros de los coros, que habéis querido regalarnos con la belleza de vuestro canto en esta Eucaristía del domingo;
amigos y hermanos todos:
En los últimos domingos, un poco caótica, fragmentariamente, pero yo he venido tratando al mismo tiempo que tenía lugar el Sínodo de los Obispos sobre la familia, alguna de las dificultades que en nuestro contexto cultural afectan a la realidad del matrimonio y de la familia, y nos hacen particularmente difícil o su comprensión o la vivencia del amor esponsal en toda su profundidad. Puesto que la mayor parte de vosotros sois todos abogados, sólo a título de enumeración menciono la aplicación del contractualismo que rige tantas de las relaciones humanas, en el campo del pensamiento y de la cultura actual, a la vida familiar, lo cual hace que la vida familiar sea un reclamo constante de exigencias para nosotros y hace muy difícil la lógica del don: la catequesis y la revolución de Hollywood desde los años 20 del siglo XX, que nos ha convencido de que es lo mismo atraerse que quererse, cuando hay un abismo entre lo uno y lo otro; la extrañeza para el hombre contemporáneo, desde el imperio del mecanicismo en la física (por lo tanto, casi desde la época de Newton), de la categoría de sacramento, de signo que habla del amor de alguien que nos, por lo tanto, regala toda la realidad como signo (eso es algo que hemos prácticamente olvidado, es una categoría absolutamente extraña al hombre contemporáneo); y el olvido de las fuentes verdaderas del matrimonio con todo su espesor y su profundidad cristiana que no son, si queréis, una reflexión abstracta y que termina siempre siendo sentimental sobre el amor humano, por más bella que esa reflexión pueda ser, sino que están en el carácter nupcial del Bautismo y de la Eucaristía, pero muy pocas veces, o nunca, acudimos a esas fuentes para entender lo que es el amor esponsal o lo que es el matrimonio.
Pero yo hoy no voy a hablar de ninguna de estas cosas, aunque seguiremos hablando de ellas, para los que venís todos los domingos, de la misma manera, un poco familiar y, por lo tanto, un poco también caótica y fragmentaria. Pero leyendo ayer la alocución del Papa Francisco al final del Sínodo, me ha parecido un texto absolutamente precioso, tan rico, tan sugerente, tan provocador en muchos sentidos que he creído que lo mejor que yo podía hacer hoy era callarme y leeros a vosotros el texto del Papa Francisco, que está por supuesto en la página web de la Santa Sede y que está en los que tienen la aplicación del móvil “The Pope application” y en otros muchos sitios tal vez, pero que no todo el mundo va a leer a lo mejor más que los titulares de la prensa. Y entonces, me parece que vale la pena escucharlo, incluso, aunque lo hubierais leído una vez.
Me salto los saludos que hace al principio, y dice:
“Queridos hermanos y hermanas, agradezco a todos ustedes, (…) su participación activa y fructuosa. Doy las gracias igualmente a los que han trabajado de manera anónima y en silencio, contribuyendo generosamente a los trabajos de este Sínodo. Les aseguro mi plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de gracia. Mientras seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?
Ciertamente no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.
Significa haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de la vida humana.
Significa haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las familias.
Significa haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere ‘adoctrinarlo´ en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.
Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.
Significa haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.
En el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza ‘módulos impresos´, sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos.
Y –más allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por el Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo –¡casi!– para el obispo de otro continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general –como he dicho, las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia–, todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado. El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como ‘una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas´.
La inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra su verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas.
Hemos visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los ataques ideológicos e individualistas.
Y, sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no quiere más que ‘todos los hombres se salven´(nota Mons. Martínez: es una cita del Nuevo Testamento) (1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia entera está llamada a vivir (nota Mons. Martínez: comenzando el día de la Inmaculada, el 8 de diciembre).
Mis queridos hermanos:
La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra, sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas, sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas: son necesarias; la importancia de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (nota Mons. Martínez: el de la parábola del hijo pródigo), (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (nota Mons. Martínez: que se escandalizaban porque el que había llegado a la última hora recibía lo mismo que ellos) (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27).
En este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas (cf. Rm 5,6).
El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).
El beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: ‘Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación […]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno […]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en que nosotros queramos regresar y decir: ‘Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios´´.
También san Juan Pablo II dijo que ‘la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia […] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora´.
Y el Papa Benedicto XVI decía: ‘La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios […] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)´.
En este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y discutido sobre la familia, (nota Mons. Martínez: y lo que tendremos que seguir hablando y pensando y reflexionando y dialogando y escuchando y discutiendo, pero no peleándose) nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y artífice del Sínodo (nota Mons. Martínez: como es el alma, esto es un añadido mío, de la vida de la Iglesia, el que mueve desde dentro y anima este Cuerpo, que es la Iglesia). Para todos nosotros, la palabra ‘familia´ no suena lo mismo que antes del Sínodo, hasta el punto de que en ella encontramos la síntesis de su vocación y el significado de todo el camino sinodal.
Para la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a ‘caminar juntos´ para llevar a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios”.
Que el Señor nos conceda ser fieles a esta preciosa misión de anunciar. Y no sólo de anunciar como con un discurso, sino de poder transmitir el abrazo de Dios a cada ser humano, a cada persona humana, con sus heridas, con sus llagas, con sus cicatrices, con su historia, con sus circunstancias. Y que el Señor nos conceda apartarnos para siempre de esa tentación que el Papa refleja aquí, acusa aquí, que es la de usar la verdad como una sartén para dar al otro en la cabeza. No, la verdad nunca puede ser un arma contra nadie; solo puede ser una luz que invita a compartir la luz que uno tiene en la medida que la tiene. Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de octubre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada
Eucaristía XXX Domingo del Tiempo Ordinario,