Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Cristo, Pueblo santo de Dios, Pequeño rebaño de este pueblo inmenso que se ha reunido esta tarde para venerar la Imagen de Nuestra Señora (quedamos aquí un resto para celebrar esta Eucaristía);
muy queridos D. Francisco y D. Blas;
queridos Hermano Mayor y miembros de la Junta de Gobierno;
queridas Hermanas que estáis aquí también celebrando con nosotros:
Quiero dar las gracias especialmente a los -me dicen- alrededor de 200 hermanos y hermanas que desde esta mañana temprano han estado trabajando para hacer posible, y ordenado, todo lo que significa la Ofrenda floral. Yo sé de una persona que ha estado desde la mañana y se ha marchado diez minutos antes de que terminara porque ya no podía más, y es un hombre enfermo además.
Por lo tanto, gracias, gracias a todos los que hacéis posible este momento sagrado. Yo no sabría darle otro adjetivo. No es un momento bonito simplemente o tierno o así. Es un momento que tiene una densidad y yo diría que tiene la profundidad de los acontecimientos de la historia de la Salvación. Y ciertamente para mí lo es. La profundidad que tienen tantos encuentros que apenas duran un segundo pero por los que uno ve pasar el amor a la Virgen, la súplica, la oración de un pueblo, y ve pasar al mismo tiempo la confianza y la certeza de una gracia que nunca nos es negada. Eso es lo que yo quisiera resaltar.
Hay como dos movimientos siempre en la experiencia cristiana de la realidad. El primero es un movimiento de Dios: es Dios el primero que se acerca a nosotros. Primero es Dios el que nos ha creado, y el que ha querido que hubiese unas criaturas que participasen en cierto modo de su Ser divino, de tal modo que pudiesen vivir en una comunión eterna de amor con Él.
Luego, nosotros hemos estropeado un poco las cosas, a veces muy profundamente con nuestra miseria y con nuestros pecados, y Dios no se rendido nunca. La imagen que está sobre el regazo de la Virgen expresa que Dios no se ha dejado vencer por el mal. Y eso paradójicamente es la imagen de un hombre muerto; es la imagen que a los juicios del mundo sería un hombre derrotado por el odio de sus enemigos, por la mentira, (…). Y no solo no le recibieron, sino que pagaron su amor y su misericordia de haber salvado. Hemos -todos los hombres- pagado el hecho de que Dios haya salvado la distancia infinita entre Él y su criatura condenándole a muerte y dándole muerte. Y sin embargo, Él no se ha echado para atrás. Él no ha dicho: pues, los hombres no merece la pena que se les quiera tanto. No, no lo ha dicho. No se ha avergonzado de nosotros. No se ha avergonzado de llamarnos hijos. No se ha avergonzado de abrirnos el camino del Cielo. No se ha dejado rendir ni vencer por el mal y por la miseria y por la mezquindad humana. Su amor se ha revelado y Dios se ha revelado como amor justamente en ese triunfo del amor que aparece en el cuerpo muerto de Cristo, que marca tanto nuestra fe en la ciudad y en la Diócesis de Granada: la imagen de la Virgen de las Angustias.
Ese es el primer movimiento. El primer movimiento siempre en el lenguaje del Papa Francisco sería: “Dios nos primerea”. Cuando pensamos que estamos haciendo algo por Él, es Él el que está haciendo algo por nosotros; cuando pensamos que Él nos pide algo; si lo único que nos pide es que nos dejemos querer. Lo único que nos pide es que le dejemos actuar, que confiemos en Él, que Él nos ama con un amor infinito, que nos podamos abandonar a ese amor.
Y luego el otro movimiento es el movimiento que cuando descubre ese amor, cuando lo encuentra en la vida, cuando se tropieza con él (yo creo que todos los que estamos aquí de una manera -si no, no estaríamos aquí- nos lo hemos encontrado), uno percibe la acción de ese amor: cómo cambia el corazón. Y ahí es donde entra la Virgen. La Virgen es la primera cuyo corazón fue cambiado por esa ternura infinita del Señor. ¿Qué mujer podía? Aunque todas deseasen ser la madre del Mesías, pero tenían una imagen del Mesías: lo que deseaban era ser la madre de un rey, de un rey de este mundo. “El santo que nacerá de ti se llamará Hijo del Altísimo”. ¿Cómo podía Ella imaginarse su propio destino? ¿Cómo podía ella imaginarse que ese destino desembocaría en la Pasión? No podía. Y sin embargo, lo que hemos pedido en la oración: Ella se asocia a la Pasión de Cristo, se fía porque conoce, tiene la experiencia de lo que Dios ha hecho en Ella. Y en esa respuesta suya de amor participa del triunfo de Cristo (acabamos apenas de celebrar la Asunción); participa del triunfo de Cristo mostrando cuál es la vocación de toda la Iglesia. Y hemos pedido en la oración de la Misa de hoy: que asociándonos a la Pasión de Dios, como María, podamos merecer la Gloria de la Resurrección.
Ése es el segundo movimiento de esta sinfonía de la obra de Dios. El primero es su amor, su amor que nos crea y su amor que nos redime. Y el segundo es la respuesta pobre de nuestro corazón pero que, refugiados y escondidos tras la Virgen, tras el manto de la Virgen, tras su modo de acoger a Cristo y de acoger la Pasión y la muerte de Cristo y de su Hijo, su vida misma se transforma en una participación en el triunfo grande de su Hijo.
Yo le pido al Señor. Ciertamente, pongo a los pies de la Virgen. Un par de madres me han pedido que si podía pasar sus bebés recién nacidos (eran los dos más chiquitillos que yo creo que han pasado esta tarde) por el manto de la Virgen. Claro que sí. Pero cuántos dolores, cuántos sufrimientos, cuántas súplicas, de todo tipo, en ese momento en el que pasan por delante de su Imagen; y las que se expresan y las que no se expresan, las que se leen en los ojos, las que se leen en unas lágrimas, las que se leen en un rostro, azotado por el sufrimiento.
Dios mío, que podamos como Iglesia seguir el camino de la Virgen. De los dolores de la muerte, de la enfermedad, de la miseria humana, y de las consecuencias de la miseria humana, todos vamos a participar de una manera o de otra. Pero es tan distinto participar como quienes no tienen fe o como quienes no tienen esperanza, o participar como quienes conocen, tienen experiencia del amor infinito de Dios. En un momento, una madre que ha pasado tenía dos niños gemelos con parálisis cerebral. A mi sólo me ha dado tiempo a decirle: “Que sepas que la Virgen no abandona”. Y se ha vuelto y me ha mirado como diciendo: “Pero, ¿qué me dice usted? Claro que lo sé que la Virgen no abandona”. Y digo: “Y que lo que tiene son dos tesoros”. “¡Claro que sé que tengo dos tesoros!”. Y la mujer que estaba a mi lado, que estaba colocando las flores o ayudando a recoger las flores en ese momento, me ha dicho: “Dios mío, qué fe”. Esa es la fe del pueblo cristiano. Algunos me habéis oído decir muchas veces que es lo más bello que existe en la tierra. ¡Claro que es lo más bello que existe en la tierra! Esa es la Iglesia de Dios. Esa es la belleza sin comparación de la Iglesia de Dios. Esa es la belleza de la Virgen reflejada en nosotros, reflejada en su pueblo.
Señor, danos. Danos poder acoger tu amor en nuestro corazón, poder acoger tu misericordia en nuestro corazón, poder acogerte a Ti en nuestro corazón, de forma que como cambiaste el corazón de la Virgen, como lo hiciste semejante al tuyo, también nosotros podamos tener ese corazón, para todos los hombres, para los que sufren, para los que tenemos cerca de una manera o de otra, para los que no nos aman o para los que nos odian; que podamos tener un corazón como el de tu Hijo siempre, siempre.
Y si tenemos que participar de tu Pasión que participemos de ella como Ella participa, como Ella ha participado para que un día podamos participar también de su misma Gloria. Así se lo pido yo para mí y así se lo pido para vosotros porque no conozco ningún don mejor que pedir, ni para mí ni para nadie, mas que podamos acoger a Cristo como María y que podamos vivir la vida con la mirada de fe y de confianza de la Virgen, y que un día con Ella podamos gozar de la belleza inmensa del amor de su Hijo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
15 de septiembre de 2015
Palabras finales de Mons. Javier Martínez antes de concluir la Eucaristía.
(…) he hablado de lo que le falta a la Pasión de Jesucristo, como si a la Pasión de Jesucristo al sufrimiento de Dios por nosotros y a la entrega de Dios por nosotros le hubiese faltado algo. ( …)
¿Qué le faltaba? Pues, el dolor de la madre que no podía tener hijos y decía “le pido a la Virgen que me conceda poder tener hijos”, o la mujer de un hombre con cáncer que decía “le pido a la Virgen que nos ayude a vivir; no que cure a mi marido, sino que nos ayude a vivir desde la voluntad de Dios, la enfermedad”.
Todo eso, todos nuestros sufrimientos, todos los sufrimientos del mundo, hoy le faltaban a la Pasión de Cristo. Y hoy la Iglesia, como la Virgen, colabora a esa Pasión, simplemente estando unidos al Señor. Estando unidos al Señor en cualquier circunstancia de la vida, sea la que sea. Y el Señor transforma el sufrimiento en algo que es lo más estéril del mundo en algo extraordinariamente fecundo, rico: “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”. Pero la muerte de Cristo ha llenado el mundo de una cosecha inmensa de espigas de amor.
Que los sufrimientos que le faltaban a la Pasión de Cristo, que son los nuestros, puedan servir también para que fructifique en frutos de amor en este mundo, en nuestra Iglesia, en nuestra querida Granada.
La bendición de Dios todopoderoso: Padre, hijo y Espíritu Santo.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada