Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo,
muy queridos D. Juan y D. Antonio,
y os puedo decir queridos a cada uno de vosotros porque a todos os llevo en el corazón:
En todas las religiones, los templos eran como lugares especiales, normalmente apartados, a veces, a los que había que aproximarse con mucha preparación y con mucho tiempo. Pienso en los templos egipcios, que tenía uno que ir pasando como distintas puertas hasta llegar al lugar del templo. El mismo templo de Jerusalén era así: estaba primero el atrio de los gentiles, después el atrio de las mujeres, el atrio de los judíos, y después estaba el santuario, donde sólo entraban los sacerdotes, y estaba el santo de de los santos, donde sólo entraba el Sumo Sacerdote y una vez al año, en el lugar donde estaba de una manera especial la presencia de la gloria de Dios.
Dios aparece así en la concepción que los hombres a lo largo de la historia han ido construyendo, imaginando y así, como alguien que siempre está como fuera del mundo. Y además, hay una parte de verdad en ello: Dios es transcendente, Dios es más grande que el universo entero. Hay un pasaje en el Libro del Eclesiastés que dice: el universo entero es como una mota de polvo en la palma de tu mano. Quiere decir (imaginaros, hoy que sabemos que las galaxias están a tantos millones de años luz y que las vemos desde aquí y parecen un puntito en el cielo y son inmensas, más grandes que el sol y que los planetas y que la tierra y así, somos nosotros los que somos un puntito) y el universo entero, todas las galaxias, todo el universo es una mota de polvo en la mano del Señor. Es natural, por lo tanto, que el hombre se imagine a Dios como alguien muy lejano y con el que puede tratar sólo con un temor muy reverencial, y no siempre, y en situaciones especiales, y a veces cuando uno lo ha merecido. Por ejemplo, los egipcios antiguos tenían oraciones muy largas para decir cómo se habían portado bien, para que los dioses con los que ellos representaban la divinidad no tuvieran ira contra ellos, como justificando ‘Señor, he hecho esto y he cumplido esto otro, y he hecho todo esto y todas las cosas que había que hacer’. Y eso choca con el acontecimiento cristiano radicalmente.
Os decía yo al principio que el templo en el que entraba Jesús, claro, fue el templo de Jerusalén, había nacido en una familia judía y Él cumplió toda la Ley. Según la Ley, cuando nacía un hijo primogénito, para recordar que todo era don de Dios, se le consagraba al Señor, se le entregaba al Señor; y para rescatarlo, se pagaba eso, un par de tórtolas o dos pichones, en algunos casos un sacrificio mayor, que se le ofrecía a Dios y se recuperaba al primogénito.
Esa especie de recuperación o de rescate, como se le llamaba, del primogénito, es un cambio que introdujo Israel humanizando con la experiencia del Dios vivo la costumbre de algunas religiones más antiguas, donde se sacrificaba a los primogénitos. Un poco como Abraham: iba a sacrificar a Isaac y Dios le libró de sacrificar a su hijo. Pues, también en Israel, en el antiguo Israel y en las religiones de alrededor tenían sacrificios humanos y con frecuencia se sacrificaba a Dios al hijo primogénito como gesto de reverencia ante el misterio de Dios.
Jesús entra en el templo. Cumple con la Ley de Israel. Pero cuando uno se pregunta ‘pero bueno, ¿en qué templo entra Jesús?’, el movimiento del cristianismo es el contrario. El de los hombres es hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba, a ver si uno puede llegar cerquita de las plantas de Dios; y el movimiento, lo que nosotros anunciamos, lo que ha sucedido en la Encarnación y en la Navidad, es que Dios se ha acercado hasta nosotros y el templo del Hijo de Dios es su cuerpo. Lo dijo Él. Una vez que viendo el templo de Jerusalén, la gente comentaba lo maravilloso e impresionante que eran aquellas rocas (era el templo ya de Herodes, que tenía bloques de piedra de más de tres metros de longitud y de granito, que no hay granito por allí por la Tierra Santa, sino que tenía que haber sido traído de muy lejos, y a lo mejor una piedra sola para un barco entero), y es cuando Jesús dice: ‘Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré’. Y nadie entendía, y decían: ‘Qué cosas más raras, cómo lo va a reconstruir’. Y dice el evangelista: ‘Pero Él les hablaba del templo de su cuerpo’. ¡Oh, cielos!
Entonces, ¿cuál es el primer templo del Hijo de Dios en la Tierra?: el seno de la Virgen. Como dice un Padre de la Iglesia: ‘El Hijo de Dios moró en ese templo del seno de la Virgen nueve meses; mora en el templo que es la Iglesia hasta el final de los tiempos; y mora en el alma de cada uno, en la humanidad, en cada uno de los fieles, por los siglos de los siglos’. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de febrero de 2015
Iglesia parroquial del Sagrario Catedral