Fecha de publicación: 30 de noviembre de 2014

Queridísima Iglesia de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
saludo especialmente a quienes hoy representan también aquí en el presbiterio, a la vida consagrada,
hermanos y hermanas,
muy queridos de todas las formas de vida consagrada:

Es un gozo inmenso, y era objeto de deseo muy grande, poder celebrar esta Eucaristía juntos, en este comienzo del Año de la vida consagrada, que el Santo Padre ha querido que la Iglesia celebre, y es un regalo para todos nosotros.

Es para mí una ocasión especial de expresar la gratitud, en nombre del Señor y en nombre de la Iglesia, por lo que vuestra vida representa en el conjunto del cuerpo de Cristo, en el cuerpo de la Iglesia. Sin vosotros, sin todas las formas con que el Señor ha bendecido a lo largo de los siglos y sigue bendiciendo a la Iglesia, la Iglesia no sería la Esposa de Cristo, a la Iglesia le faltaría un elemento constitutivo, un elemento esencial.

Para vosotros no hay ninguna novedad el recordar que en la Iglesia hay tres estados: el estado normal del pueblo de Dios, el estado de la vida matrimonial, que ya es un estado de santidad, en el sentido de que la santidad bautismal y hasta la vida esponsal en el matrimonio sólo puede ser bien vivida -lo vemos cada día- cuando es vivida como signo, como misterio, como sacramento que expresa el misterio grande del amor de Cristo y de su Iglesia.

Está el ministerio sacerdotal, una forma de presencia de Cristo, de paternidad de Cristo con respecto a su pueblo que Él genera desde el costado abierto de la cruz, y que prolonga la presencia de Cristo en la historia al servicio de la vida de la Iglesia. Es decir, la misión del sacerdocio está muy bien expresada en el gesto del lavatorio de los pies del Jueves Santo, donde el mismo Señor de la historia asume la posición de esclavo, que eran los que lavaban los pies a sus huéspedes en el mundo de Jesús, y Él se hace siervo; y hace con eso un gesto que anticipa su Pasión, que da la interpretación de lo que sería su Pasión. Su Pasión sería el don de su propia vida, ese don que el pregón de la noche pascual expresa de manera tan preciosa: para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo. El Hijo se entrega a las manos de los hombres, carga sobre sí los pecados del mundo y de esa manera nos libera a todos del estar determinados por la capacidad de nuestras manos y nos abre el horizonte de una vida nueva en Dios, de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Al servicio de esa vida está el ministerio sacerdotal, que no es en primer lugar un ministerio de presidencia, en el sentido de dominio sobre el pueblo cristiano. En absoluto. Es, al contrario, un ministerio de servicio, de entrega de la vida justamente para que el pueblo cristiano pueda vivir en la novedad de Cristo, en la novedad de la fe, la esperanza y la caridad, que permanece gracias también a la sucesión apostólica; y a ese ministerio sacerdotal permanece a lo largo de la historia en los sacramentos: en el Bautismo, en el Perdón de los pecados, en la Eucaristía.

Y luego está, yo creo que lo que representa más la belleza de la Esposa, la belleza de la Iglesia, que es la vida consagrada. Y también, sin esa belleza, no habría Iglesia. No habría Iglesia si no hay un pueblo cristiano, evidentemente. No habría Iglesia si no estuviese el ministerio ordenado, el ministerio apostólico, la sucesión apostólica, el ministerio presbiteral. Pero, que ha acompañado al ser de la Iglesia desde el principio, desde los primeros momentos, en formas al principio, si queréis, no habría Iglesia, no sería la Iglesia de Jesucristo, si no estuviera la vida consagrada; muy poco determinadas, muy poco establecidas, muy nacientes, como es propio de la vida que nace, y que luego se fue diversificando y, al mismo tiempo, enriqueciendo, y al mismo tiempo, articulándose de formas más plenas, y que no ha cesado de producir y de generar ese árbol nuevas ramas, nuevas yemas a lo largo de la historia, y no cesa, hoy mismo, de hacerlo. (…)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

29 de noviembre de 2014
Santa Iglesia Catedral de Granada

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