De la Pastoral Bíblica de la Archidiócesis de Granada, para el domingo 30 de marzo de 2025.

Estamos en el cuarto domingo de Cuaresma y la frase que resuena como un mantra al corazón es: ¡Dejaos reconciliar por Dios! Solo aquel que se abre a la acción de Dios en su vida, se deja abrazar por el perdón y la misericordia del Padre, es capaz de escuchar en su interior esa reconciliación que lleva a la paz, a la salvación.

Hoy os he quitado el oprobio de Egipto (Jos 5, 9a. 10-12)

La lectura del libro de Josué nos sitúa a las puertas de la tierra prometida. El núcleo histórico del relato se sitúa hacia el año 1200 a.C. en el que se llevó a término la conquista de Canaán por los israelitas. Lo que nos describe la lectura de hoy es la celebración de la Pascua de los judíos, fiesta que no había sido posible celebrarla en el desierto. Pero la entrada en la tierra supone una etapa nueva. El texto nos muestra además el tiempo; el día 14 del mes, indicación temporal señalada en el Ex 12,6 y el lugar, la estepa de Jericó. El nombre de Guilgal etimológicamente significa “girar, remover, quitar de encima”. A los israelitas se les ha quitado de encima el oprobio de Egipto, pasando así de la condición de esclavitud a la de ser un pueblo libre que pertenece al Señor.

El tiempo del desierto y su alimento ha terminado. En adelante es la tierra de Canaán la que, de una manera natural y estable, asegurará al pueblo el alimento necesario. El maná, que fue el sustento providencial durante los largos años de marcha por el desierto, cesa, desaparece cuando Israel se asienta en la tierra que le había sido prometida. Esta es la nueva vida del pueblo, ya comerán el fruto de la cosecha. Ya se ha acabado el peregrinar porque el pueblo ha recibido la salvación de Dios.

Y empezaron a celebrar el banquete (Lc 15, 1-3. 11-32)

El capítulo 15 para muchos exégetas constituye el corazón del tercer evangelio. Con él se abre una nueva dinámica que se extiende hasta el final del camino de Jesús a Jerusalén y en la que el evangelista quiere subrayar el amor de Dios por los marginados y pecadores. Lucas dirige su atención a un grupo de gente concreta que se reúnen en torno a Jesús para escucharle: los publicanos y pecadores. Junto a ellos aparece un segundo grupo: fariseos y maestros de la ley que critican a Jesús porque acoge a los primeros e incluso come con ellos. Llama la atención las actitudes de ambos grupos: mientras los cumplidores de la ley critican a Jesús, los alejados de Dios porque no la cumplen, se acercan a escucharle.

Tras presentar a los grupos que aparecen con Jesús y su relación con él, el evangelista afirma que el Maestro les contó una parábola. Estamos ante la tercera parábola del capítulo 15 de Lucas, de las llamadas parábolas de la Misericordia. Ahora el evangelista nos presenta a alguien que de alguna manera también se pierde, ya no se trata de una oveja (15,1-7) o de una moneda (15,8-10), sino de una persona, un hijo. Con estos relatos Lucas pretende dar respuesta a las murmuraciones de fariseos y escribas contra Jesús porque acoge a los pecadores y come con ellos.

La parábola comienza presentando una realidad de manera indicativa: un hombre tenía dos hijos. El contexto inicial hace referencia a una familia, compuesta por un Padre y dos hijos.

a) El Hijo menor

A continuación, aparece una situación inusual; el hijo menor le pide al padre la parte de la herencia que le corresponde. La ley judía preveía que el primogénito percibiese dos tercios de la herencia familiar, mientras que al menor le correspondía únicamente un tercio. Era desaconsejable que el padre repartiera los bienes en vida, porque nadie quería que los padres ancianos pidiesen limosna a sus hijos (cf. Eclo 33,21-22). El padre respeta la libertad de su hijo; y, sin replicar nada, reparte los bienes entre los dos hermanos. Después, el hijo menor, reuniendo todo lo suyo, abandona la casa paterna y se encamina a un país lejano.

El hijo menor se da prisa en partir e igual prisa se da en dilapidar su fortuna, su ousia, palabra que contiene múltiples significados, pero dentro del ambiente helenista en el que se mueve el evangelio de Lucas, hace referencia a la “sustancia”, al “ser”. En consecuencia, el hijo pródigo no solo está dilapidando sus bienes económicos, sino que se está perdiendo a sí mismo, está derrochando su esencia, su propia persona. El joven ha llegado a una situación límite de su existencia: pasa hambre (v.14); se alimenta de las algarrobas de los cerdos y nadie le daba nada. La existencia que vive el hijo menor no es vida, es más bien una situación de muerte. Este escenario límite provocará un cambio brusco en la persona. El hijo menor toma la decisión de volver a la casa paterna iniciando así un camino de conversión reconociendo su pecado. Su situación no es fruto de la casualidad ni de la mala suerte. Él mismo ha desordenado y arruinado su vida, se ha alejado del padre, se ha “extraviado” en todos los sentidos, y descubre que la maldad de su pecado no es una ofensa contra su padre sino contra Dios. Después de esto, el joven no se atreve ni siquiera a pensar en su condición de “hijo”. El hijo menor vuelve, pero ya nada será como antes, ya no aspira a ser hijo sino solo siervo. Se levanta y se pone en camino. Es el momento culminante de la conversión: “Y, levantándose, partió hacia su padre…” (v.20).

b) El hijo mayor

El hijo mayor es el que tenía, según la legislación de Israel, la preferencia en los derechos de herencia. Él siguió trabajando en el campo, en la casa paterna, mientras su hermano dilapidaba la fortuna en un país lejano. Durante largos años sirvió a su padre sin desobedecer una sola orden, pero nunca disfrutó de un cabrito con el que celebrar una fiesta con los amigos. Ahora ve cómo el hermano menor, que ha devorado la hacienda con prostitutas, es festejado con un ternero cebado. El hermano mayor reacciona con ira ante la celebración ofrecida por el padre a su hermano menor. Es incapaz de participar de la alegría familiar. Este personaje encarna para Lucas al judío piadoso, cumplidor de la ley, sumiso a sus preceptos, y, por tanto, con derechos adquiridos. Esta actitud de dureza e intransigencia es totalmente contraria a Jesús y su proyecto de misericordia.

c) El Padre

El padre de esta parábola es un personaje desconcertante, en el sentido que rompe los moldes de un padre normal. Un padre que respeta la libre elección de su hijo menor, accediendo a darle la parte de la herencia que le correspondía, después de regresar sin nada, no le reprende ni le quita su dignidad de hijo. Ante su primogénito, tampoco le obliga a entrar en la casa, no le impone, no reprende. El padre se muestra en todo momento con gratitud, acogida, perdón y misericordia.

-La relación del padre con el hijo menor

La reacción del padre ante la vuelta del hijo menor a casa es completamente distinta a lo que se espera. El padre lo ve desde lejos y se le conmueven las entrañas, él toma la iniciativa, porque le mueve el amor por aquel hijo que un día se le fue de casa. Se trata de una emoción física, de un sentimiento “visceral” que brota de lo más íntimo. Junto a este sentimiento profundo surge una alegría tal que el padre no puede contenerse y arranca en una carrera precipitada con dos acciones: “se echó a su cuello” y “le beso efusivamente”. El traje, los criados que lo visten, el anillo en el dedo, las sandalias en los pies describen cómo el padre restituye a su hijo la dignidad pérdida, le reintegra plenamente en el seno familiar. Y todo ello tiene que hacerse visible a través de un banquete y de la fiesta. Las comidas son para Lucas manifestación de la acogida a los pecadores y la alegría por recuperar a quién se ha perdido. La misericordia y el perdón ha hecho que ya de comienzo la salvación y la fiesta.

-La relación del padre con el hijo mayor

También con este hijo el padre toma la iniciativa ante su negativa a entrar en la casa. Le ruega con tacto, de nuevo sin imponer nada a ninguno de sus hijos. Ante la réplica de su primogénito emplea el vocativo afectuoso, “hijo mío”, insatisfactorio para el hijo mayor que no ve recompensa alguna en esta comunión de bienes. El padre le reconoce que no le ha abandonado, que sigue fiel a la hacienda: “Tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo”. El padre continúa, era conveniente, pero no sin cierta recriminación “este hermano tuyo”. El padre corrige las palabras de su hijo mayor en el v 30 “ese hijo tuyo”, y les da su auténtico sentido. Ese hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado.

Las dos partes de la parábola se cierran de modo similar subrayando el gran amor del Padre hacia cada uno de sus hijos, un amor y una misericordia que rebasa cualquier perspectiva humana. Un amor capaz de salir al encuentro, de tomar la iniciativa, de ponerse en camino, de acortar distancias, de alegrase y hacer fiesta. Una misericordia con entrañas que genera vida en donde había muerte, que busca incansablemente a quién se ha perdido. La ternura y la misericordia de Dios no constituyen un concepto, sino que se muestran desde la experiencia de habitar en casa del Padre.

La Palabra hoy

Muchas veces hemos escuchado la parábola del hijo pródigo, un relato sencillo de retener en la memoria y en el corazón. Un cuadro familiar repetido, un hijo que se quiere marchar de la casa, otro que permanece no se sabe si por comodidad, por seguridad, por no arriesgar. Dos hijos tan diferentes y a la vez tan parecidos, porque el alma de la casa es el Padre y ambos parecen ignorarlo.

Es fácil marcharse de casa y también es fácil quedarse en ella, lo más difícil es volver. Volver significa hacer el camino de regreso, entrar en el interior de nosotros mismos, buscar, descubrir, mirar, examinar, discernir, tomar opciones, sabiendo que lo que late en nuestro corazón es el palpitar del Padre. La casa de quien se marcha es ausencia, la casa para quién se queda por “ser bueno” es rutina. Necesitamos volver, dar la vuelta y mirar a Jesús que nos muestra el camino de la vida, de la conversión, de casa, de Dios.

Mariela Martínez Higueras, OP

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