Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del V Domingo de Cuaresma en la Santa Iglesia Catedral, 6 de abril de 2014.
Queridísima Iglesia de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, muy queridos sacerdotes concelebrantes, queridos amigos todos:
Yo creo que, a pesar de las diferentes modas de unos períodos y otros, al final, palabras como “vida mía” o “eres mi vida” pertenecen inequívocamente, irremediablemente diría uno, al lenguaje del amor humano. Se lo pueden decir dos enamorados, se lo puede decir una madre a su hijo o unos padres a sus hijos porque es como el reconocimiento de que el amor nos crea, de que el amor es lo que hace que la vida valga la pena ser vivida, y que la falta de amor, al revés, es lo que hace que la vida se deteriore, que la vida se empobrezca, y uno tenga la sensación de que no vale la pena vivir.
Hago esta reflexión justo al lado del Evangelio que acabamos de escuchar porque llevamos tres domingos en los que la Iglesia nos propone Evangelios en los que se muestra cómo Jesucristo representa un bien para nuestra vida. El domingo de la samaritana hablaba de nuestra sed, de nuestra sed profunda, y de cómo Cristo es el agua que sacia nuestra sed. El domingo pasado hablaba de nuestra ceguera, de cómo nosotros no vemos y vivimos a oscuras y cómo Cristo cura nuestra ceguera, abre nuestros ojos y nos permite mirar al mundo con una mirada llena de alegría, de gusto, de gratitud. Y hoy vamos todavía más al fondo de lo que Cristo significa en nuestra vida, Cristo es la resurrección y la vida. Cristo es nuestra vida.
Es muy fuerte porque (…) es muy duro tener sed, y una sed profunda; es muy duro estar ciego, pero uno puede decir, se puede vivir ciego, pero no se puede vivir muerto. El Evangelio de hoy lo que proclama es que Jesucristo es una necesidad para vivir, lo necesitamos para vivir, necesitamos su amor para estar vivos.
Los cristianos hemos perdido -por influencia de muchas cosas muy complejas- esa conciencia de que Cristo es una necesidad para vivir, de que cuando Cristo nos falta, estamos muertos, aunque vivamos, aunque estemos vivos, porque si nos falta Cristo, es muy difícil pensar que el horizonte de nuestra vida sea algo distinto de la muerte. Y de hecho, muchas personas afirman que Cristo no les importa, que Cristo no significa nada o que el ser cristiano no trae más que una serie de reglas y de cosas en el fondo que complican la vida en lugar de percibir que la presencia de Cristo en la vida es un bien que libera nuestro ser, que nos permite ser realmente lo que estamos llamados a ser.
Los cristianos hemos perdido la conciencia de que sin Cristo estamos muertos y de que la falta de Cristo es una forma de muerte. ¿Por qué? De hecho, los hombres no resistiríamos pensar que estamos hechos para la muerte; y no lo resistimos, lo que hacemos es vivir distraídos, lo que hacemos es vivir de tal manera que no tengamos que pensar en la muerte, que procuremos no pensar en el hecho de la muerte, sino, sencillamente, que nos encontremos con ella de la manera menos directa, menos mirándola a la cara que sea posible, como sino pudiéramos mirarlo de frente, y hacemos todo lo posible para olvidarnos de esa sombra que el hecho de nuestra condición mortal arroja sobre todos nuestros actos: el paso del tiempo, la conciencia de que no podemos arreglar cosas que hemos hecho mal en el pasado porque no podemos volver a vivir el pasado, etcétera. Tratamos de olvidarnos de ello.
Reconocer que Cristo es la vida, que haber encontrado a Cristo es haber encontrado la vida, es haber encontrado la posibilidad de no tener que olvidarse de nada para estar contento. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Santa Iglesia Catedral
6 de abril de 2014