El 4 de noviembre se celebra la festividad de san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán y Cardenal. 

Carlos nació el 2 de octubre de 1538 en Arona, en el seno de la rica, noble y muy influyente familia Borromeo. Fue el segundo hijo de Gilberto y Margarita y, a tan sólo 12 años recibió el título de “Comendador” de una Abadía benedictina local. El título honorífico le reportó una renta considerable, pero ya desde entonces Carlos decidió dedicar sus bienes a obras de caridad hacia los pobres. A los 22 años su tío, el Papa Pio IV lo nombró cardenal, y pocos años después también fue nombrado obispo y arzobispo a una edad insólita.

Estudió derecho canónico y derecho civil en Pavía y en 1559, a la edad de 21 años, se convirtió en doctor in utroque jure. Unos años después murió su hermano mayor Federico. Muchos le aconsejaron que dejara los encargos eclesiásticos para ocuparse mejor de los intereses de la familia. Carlos sintió en cambio que su vocación era la de servir a sus hermanos mediante el ministerio sacerdotal: en 1563, a la edad de 25 años, fue ordenado sacerdote e inmediatamente después consagrado obispo. Luego, con tal autoridad eclesiástica, participó con gran competencia en las etapas finales del Concilio de Trento (1562-1563), convirtiéndose en uno de los principales promotores de la llamada “Contrarreforma” y colaborando en la redacción del “Catecismo Tridentino”.

Para poner inmediatamente en práctica las indicaciones del Concilio, que exigía que los Pastores residieran en sus respectivas diócesis, en 1565, a la edad de sólo 27 años, Carlos tomó posesión de la Arquidiócesis de Milán, de la que había sido nombrado Arzobispo. Su dedicación a la Iglesia Ambrosiana fue total: hizo tres visitas pastorales a todo el vastísimo territorio, organizándolo en distritos. Fundó seminarios para ayudar a reformar a los sacerdotes, construyó iglesias, escuelas, colegios, hospitales, estableció la Congregación de los Oblatos, sacerdotes seculares, y donó su patrimonio familiar a los pobres.

Al mismo tiempo, Carlos se dedicó a unir la acción y la contemplación para reformar profundamente la Iglesia desde dentro. Después del cisma provocado por la Reforma luterana, la Iglesia católica se hallaba en un período particularmente crítico. El joven arzobispo no tuvo miedo de defender la Iglesia contra la interferencia de los poderosos, ni tampoco le faltó valor para renovar las estructuras eclesiales, sancionando y corrigiendo algunas de sus deficiencias. Consciente de que la reforma de la Iglesia, para ser creíble, debía partir precisamente del testimonio de sus Pastores, Borromeo animó a los sacerdotes, religiosos y diáconos a experimentar la fuerza de la oración y de la penitencia, transformando sus vidas en un verdadero camino de santidad. “Las almas”, repetía a menudo, “se conquistan de rodillas”.

En la década de 1570, la plaga de la peste se extendió tanto que las ciudades de Venecia, Trento y Milán estaban doblegadas por la epidemia y la hambruna, y sólo podían contar con la ayuda de su arzobispo. Y Carlos no se amedrentó: fiel a su lema episcopal, “Humilitas“, entre 1576 y 1577 suspendió las peregrinaciones y visitó, consoló y gastó todos sus bienes para ayudar a los enfermos.

Agotado por los grandes esfuerzos afrontados en sus duros viajes y por las diversas pruebas que tuvo que superar en su trabajo pastoral, poco a poco su físico comenzó a ceder y en noviembre de 1584 se rindió: Carlos murió a sólo 46 años, pero dejó un inmenso legado moral y espiritual. Fue beatificado en 1602 por Clemente VIII y luego canonizado en 1610 por Pablo V.