El 24 de octubre se celebra la festividad de san Antonio María Claret, obispo, fundador de la congregación de los hijos del corazón inmaculado de María. 

Antonio nació en Sallent, un pequeño pueblo cerca de Barcelona, en 1807, en el seno de una numerosa familia. Fue educado de manera profundamente cristiana y se distinguió inmediatamente por su devoción a la Virgen y a la Eucaristía y, como sucede a menudo en las las familias numerosas, tuvo que ayudar a su sostenimiento: así que se dedicó a la actividad de tejedor junto con su padre. Sin embargo, Antonio ya sabía que su lugar estaba en otra parte.

Antonio nació en Sallent, un pequeño pueblo cerca de Barcelona, en 1807, en el seno de una numerosa familia. Fue educado de manera profundamente cristiana y se distinguió inmediatamente por su devoción a la Virgen y a la Eucaristía y, como sucede a menudo en las las familias numerosas, tuvo que ayudar a su sostenimiento: así que se dedicó a la actividad de tejedor junto con su padre. Sin embargo, Antonio ya sabía que su lugar estaba en otra parte.

Su sueño de ir en misión finalmente pudo hacerse realidad: nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba – ciudad de la Nueva España que todavía estaba bajo la debilitada corona española – llegó allí en 1851, encontrando una diócesis muy desorganizada por la prolongada ausencia de un pastor: clero pobre y poco preparado, un seminario arruinado, iglesias descuidadas. Inmediatamente se puso manos a la obra: celebró un sínodo diocesano, estableció la obligación de los ejercicios espirituales para los sacerdotes, hizo retornar a los religiosos expulsados del país y, sobre todo, viajó por todo su territorio, visitando incluso los rincones más escondidos. También combatió la injusticia y la pobreza difusas, pero su caridad pastoral que ponía en evidencia los atropellos de los corruptos le atrajo no pocos enemigos: en Holguín fue herido en un atentado a su vida. Con la ayuda de la Venerable María Antonia Paris, en 1855, fundó en Cuba la rama femenina de la Congregación: las Religiosas de María Inmaculada, las Misioneras Claretianas.

En 1857 la Reina de España llamó Antonio para que regresase a Madrid pues lo quería como su confesor. En aquel entonces, se respiraba ya el clima del declino español, pues sus colonias se estaban independizando y el Segundo Imperio Francés estaba extendiendo su influencia en Africa y Europa. Como los obispos de las colonias todavía seguían dependiendo de la monarquía española, Antonio no pudo hacer otra cosa que obedecer a la Reina. Ligado fuertemente a la corona española, en 1868 Antonio tuvo que acompañar también luego a la Reina en su exilio a París, donde continuó su predicación. En Roma participó luego en el Concilio Vaticano I, y allí defendió la infalibilidad del Papa en materia de fe y costumbres. Finalmente también fue perseguido pero se refugió en el monasterio de Fontfroide, cerca de Narbona, donde murió en 1870. En el rito de la canonización celebrado por Pío XII el 8 de mayo de 1950, el Papa lo recordaba así: “Modesto en apariencia, pero capaz de imponer respeto a los grandes de la tierra; fuerte en carácter, sin embargo, dotado de la suave dulzura de quien ha probado la austeridad y la penitencia; siempre en la presencia de Dios, incluso en medio de una prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, celebrado y perseguido. Y por encima de tantas maravillas, resalta como luz suave que todo ilumina, su grande devoción a la Madre de Dios”.