El 19 de octubre se celebra la festividad de san Pablo de la Cruz, sacerdote, fundador de los pasionistas. 

Pablo Francisco Danei nació en 1694 en Ovada, un pequeño pueblo de la región piamontesa de Alejandría, y fue el primero de los 16 hijos nacidos en el seno de una familia de origen noble, pero con serias dificultades económicas. Desde muy joven mostró un gran interés por la práctica de las virtudes cristianas y una fe muy sólida, alimentada por la participación diaria en la misa, la frecuencia de los sacramentos y la práctica continua de la oración, pero para ayudar a la familia empezó a trabajar con su padre comerciante. Su vocación, sin embargo, lo llevó a otra parte.

En 1713 Pablo Francisco, joven de 17 años, tuvo una experiencia religiosa muy especial que lo llevó a la decisión de vivir como un monje ermitaño, aunque no pertenecía a ninguna Orden. A la edad de 26 años el obispo le permitió instalarse en una celda detrás de la iglesia de Castellazzo Bormida. Allí maduró la idea de fundar una nueva Congregación, llamada “los Pobres de Jesús”. Dentro de la celda, durante más de un año, se dedicó a escribir la Regla que estaría marcada por el amor a la Cruz de Jesús. Esta, de hecho, será la típica espiritualidad de los religiosos que Pablo guiará: en una época de fe débil, para abrazar la elección más impopular, la que pasa por la oblación de sí mismos y el costoso desapego de la propia comodidad. Comenzó a llamarse a sí mismo “Hermano Pablo de la Cruz” y a ayudar a los pobres y enfermos en los que pudo contemplar el rostro de Jesús crucificado.

Finalmente en 1727 Benedicto XIII autorizó a Pablo a reunir a su alrededor algunos compañeros para ayudarlo. El primero sería su hermano carnal, Juan Bautista: los dos fueron ordenados sacerdotes en el mismo año. Así nació el primer núcleo de la Orden de los Clérigos Descalzos de la Santa Cruz y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, más tarde llamados Pasionistas. En la base se hallaba una pertenencia radical a la Cruz de Jesús; pertenencia personal que contemplaba la pasión de Cristo no tanto como si el sufrimiento fuera el requisito necesario para “pagar el infinito precio de la redención del pecado”, como se decía en aquel entonces, sino al contrario, pertenencia que honraba y agradecía la pasión de Jesús como “la más alta expresión del amor de Dios por el hombre”. Los primeros religiosos fueron preparados para ser fervientes predicadores: no lucharán contra los turcos con armas, pero con la palabra de Dios y la acción educativa vencerán la ignorancia, la irreligiosidad y el abandono de la práctica del Evangelio.

Pablo de la Cruz habló y escribió mucho: tal vez diez mil cartas o más; su predicación durante el Jubileo de 1750 fue histórica. Su vida, sin embargo, transcurrió en su mayor parte en soledad, en el retiro del Monte Argentario donde se trasladó y donde fundó el primer convento. Desde allí partió para las misiones dirigidas a las zonas más pobres de la Maremma y a las islas más remotas del archipiélago toscano, donde era muy difícil hacer llegar la Palabra de Dios. En 1771, gracias a la colaboración de la Madre Crocefissa Costantini, fundó en Tarquinia la rama femenina de la Congregación: las monjas de clausura que se convertirían en las Hermanas Pasionistas de San Pablo de la Cruz, una congregación de vida apostólica consagrada a la misión educativa, especialmente de las mujeres víctimas de la violencia y la explotación. Pablo murió en Roma en 1775; fue canonizado por Pío IX en 1867.