El 11 de octubre se celebra la festividad de san Juan XXIII, Papa. 

El cuarto de 13 hijos, Ángel José Roncalli nació en Sotto il Monte, Bérgamo, el 25 de noviembre de 1881. En 1892 entró en el Seminario de Bérgamo y en 1896 fue admitido en la Orden Franciscana Seglar. De 1901 a 1905 fue estudiante en el Pontificio Seminario Romano, y el 1° de agosto de 1904 fue ordenado sacerdote. Inmediatamente nombrado como secretario de su obispo Santiago María Radini Tedeschi, Roncalli regresó a “su” Bérgamo.

La vida al lado del obispo, acompañándolo en sus visitas a los lugares más recónditos de la diócesis, sin lugar a dudas ya desde entonces formaba la fecunda inspiración pastoral que el futuro Papa habría seguido siempre, pero todo se detuvo abruptamente en 1914. Ese año murió Mons. Tardini y estalló la Primera Guerra Mundial. Cuando Italia entró en el conflicto, en 1915, Roncalli fue llamado de nuevo como Sargento de salubridad, luego se convirtió en Capellán militar en servicio en los hospitales militares de la retaguardia y Coordinador de la asistencia espiritual y moral de los soldados.

La entrada oficial de Roncalli en el Vaticano tuvo lugar en 1921, y aquí comenzó la segunda parte de su vida. Llamado a Roma por Benedicto XV como Presidente para Italia del Consejo Central de la Obra Pontificia para la Propagación de la Fe, cuatro años más tarde, el nuevo Papa, Pío XI lo nombró Visitador Apostólico para Bulgaria. Ordenado obispo el 19 de marzo de 1925 en Roma, llegó a Sofía el 25 de abril. Nombrado más tarde primer Delegado Apostólico, permaneció en Bulgaria hasta 1934, visitando las comunidades católicas y estableciendo relaciones respetuosas con otras comunidades cristianas.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se encontró una vez más cambiando de escenario: el 20 de diciembre de 1944 Pío XII lo nombró Nuncio Apostólico en París. Una vez más una tarea delicada: en Francia, justo después de la liberación, comenzaba un profundo proceso de secularización del Estado. Lo que inspiraba a Roncalli en cada nuevo encargo era siempre la búsqueda de la simplicidad del Evangelio, incluso dentro de los asuntos diplomáticos más complejos; su punto de apoyo era el deseo pastoral de permanecer sacerdote en cada situación; su motivación constante era animada de la sincera piedad que se concretizaba cada día en un prolongado tiempo de oración y meditación.

Eligió el nombre de Juan XXIII. Durante sus cinco años como Papa, apareció ante el mundo como la auténtica imagen del Buen pastor, ganándose el apodo de “Papa bueno” o “Papa de la bondad”.

Juan XXIII demostró inmediatamente que era un innovador. Convocó el Sínodo Romano, estableció la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico, pero sobre todo, sorprendentemente, desde la Basílica de San Pablo Extramuros, el 25 de enero de 1959, convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II. El objetivo no era cambiar la doctrina católica ni definir nuevas verdades de fe, sino volver a presentar los contenidos de la fe al hombre contemporáneo, para encontrar respuestas a los nuevos problemas y desafíos que planteaba una sociedad en constante evolución. Consecuente con una actitud que debía ser de diálogo y comprensión, y no de oposición y condena, convocó entre los observadores del Concilio también a representantes de las diversas denominaciones cristianas.