Muy querida Iglesia del Señor, queridos sacerdotes concelebrantes, querida Asun, hijos, familiares de Txetxu, queridos amigos todos:
Siempre que nos reunimos los cristianos nos reunimos para dar gracias a Dios por muy paradójico que eso pueda parecer. Nos parece muy paradójico, y más paradójico probablemente en nuestro tiempo, porque pensamos, en cierto modo nos hemos acostumbrado a pensar, que la vida fuera un derecho, que la felicidad y que las cosas vayan bien son como derechos nuestros, cuando todo lo que somos es un don que el amor de Dios nos hace, y que no se termina con la vida.
Cambia muchísimo la actitud ante la muerte cuando uno comprende cuál es el sentido y el significado de nuestra vida. Sólo un paso, sólo una preparación. Los cristianos de los primeros siglos comparaban con mucha frecuencia nuestro paso por esta vida como ese periodo en el que el niño está en el seno de su madre, en la oscuridad del seno, no oye sonidos, pero no conoce la luz. Y comparaban nuestra vida aquí con una vida así, donde percibimos, intuimos, algunas cosas de Dios y del sentido último de nuestra vida, y gracias a Jesucristo podemos afrontar nuestra condición. Pero esto no es la vida verdadera. Empezamos a vivir realmente cuando morimos.
Son los primeros cristianos también los que nos recuerdan, ellos llamaban el día de la muerte “el día del nacimiento”, el “dies natalis”. Eso no significa que no haya que llorar. Los Padres nos recordaban también que los niños nacen llorando, a pesar de que salen de un lugar estrecho, oscuro, tierno y caliente, a la frialdad un poco del mundo, pero también se sale a la luz, y al crecimiento y a una cierta autonomía de vida, un crecimiento en nuestro ser. La metáfora es buena, es decir, si nosotros creemos en Jesucristo, si hemos conocido a Jesucristo, el primer fruto es que nuestro destino no es la tierra: a la tierra va nuestro cuerpo. Nuestro destino no es la tierra. Nuestro destino es la vida divina, participar de la vida divina, ser divinizados -decían también los cristianos en la antigüedad-, recubrirnos de la divinidad de Cristo, compartir –lo decimos en cada Eucaristía, lo dice el sacerdote cuando se mezcla el agua el vino: “haznos, por la mezcla de esta agua y de este vino, consortes de la divinidad de Aquél que se dignó unirse a nuestra humanidad”. Cristo ha venido para unirnos a Él, y unidos a Él introducirnos en la vida de Dios, hacernos hijos de Dios, comunicarnos su propia vida divina, su espíritu, y hacernos partícipes de esa vida divina.
Y por lo tanto, en la celebración de una Eucaristía después de una muerte (…) los cristianos damos gracias a Dios, no por la muerte, no por la ausencia del ser querido. El Señor lloró por la muerte de su amigo Lázaro, por lo tanto, claro que hay que llorar. Pero es un llanto muy diferente cuando uno sabe que es una despedida temporal, que algún día nos reuniremos en un banquete que no es como éste –misterioso y pequeño, en el fondo, y con una belleza limitada-, sino en un banquete resplandeciente de la belleza del amor infinito de Dios.
(…)
El Señor nos reúne de nuevo de una manera visible, porque aquí seguimos unidos. La muerte no rompe el Cuerpo de Cristo. Cuando en la Eucaristía pedimos por los difuntos no penséis que pedimos porque es consolador, o porque es un acto de piedad bonito acordarse de las personas que nos han precedido en la fe, y pedir por ellas, y eso consuela a sus familiares. No es ésa la actitud cristiana. Pedimos porque sabemos que formamos, por el Bautismo y por la fe, un solo cuerpo con Cristo, y con todos los que han muerto en Cristo, y con todos los que el Señor ha acogido en su misericordia, y esperamos por esa misma misericordia reunirnos un día con todos nuestros seres queridos difuntos, y que no nos falte ninguno, que no nos falte nadie. Damos gracias porque gracias a Jesucristo hemos conocido ese horizonte, y la vida cambia, os lo prometo.
Txetxu ha servido a la Iglesia, ha servido a Cáritas, ha servido a ese amor que también nos descubre el Evangelio, que es la única tarea importante en la vida. ¿Para qué estamos en esta vida: para hacer carrerea? No. ¿Para triunfar en ciertas cosas? Si es que todos los triunfos nuestros son muy frágiles: apenas los consigue uno, empieza uno a ver la muerte a la vuelta de la esquina. La juventud, la belleza, y hasta las energías del trabajo, disminuyen con el paso de los años. Nuestra vida es un soplo. ¿Son las cosas que hacemos, entonces, capaz de darnos el sentido a la vida? No si falta ese horizonte de la vida eterna. Pero cuando está ese horizonte de la vida eterna, entonces hasta nuestras torpezas; hasta los límites, que todas las personas tenemos; hasta los errores que cometemos, porque todos han sido redimidos en el abrazo que Cristo nos ha dado a todos los hombres y a cada uno de nosotros en la cruz. Y las alegrías no son una cosa pasajera: las alegrías son el anticipo de aquello que nos aguarda, el reflejo de esa Belleza infinita de Dios, que está en la fuente y es la meta de nuestra vida, es nuestro destino. Eso es lo que hemos conocido gracias a Jesucristo, y de eso le damos gracias, porque entonces vivir tiene sentido, amar tiene sentido, cantar tiene sentido, contar un chiste tiene sentido: las cosas pequeñas de la vida y las grandes, todas, tienen sentido.
Le damos gracias al Señor porque Él nos ha abierto ese horizonte de vida eterna. Le damos gracias por la vida de Txetxu. Los años que he podido trabajar con él y estar cerca de él me ha parecido siempre un hombre noble y un hombre de Dios, que servía con una dedicación, con una pasión muy bella, aquello que el Señor le pedía y le había pedido, y que la Iglesia le había confiado, lo mejor que sabía, y sabía mucho y tenía muy buena experiencia, y lo había muy bien. Le damos gracias también por su muerte, porque todo en el designio de Dios contribuye a la historia de amor que Él hace con nosotros. Txetxu ha descansado. Confiamos en esa misericordia que el Señor lo haya acogido ya en su Reino. Suplicamos que si algún defecto, algún pecado, hubiera en su vida, que la Misericordia los haya perdonamos. Pedimos por ello.
Y pedimos también al Señor por los que quedamos aquí, que somos los que todavía no hemos sido dados a luz, los que todavía no hemos llegado al final de nuestro viaje, que el Señor nos sostenga en la fe, la esperanza y el amor. Que la fe nos permita vivir todas las circunstancias de la vida con la certeza de que somos acompañados por Cristo, también en ese momento donde nuestros familiares no serán capaces de acompañarnos, que es el momento de la muerte, allí Cristo nos cogerá de su mano y lo viviremos de su amor, porque vivimos y morimos en Cristo. Pero ese “en Cristo” que usa tantas veces San Pablo (…) lo que significa es “de la mano de”; entonces, vivimos y morimos de la mano de Jesús, que ya ha triunfado sobre la muerte. Eso es la fe, poder saber que Jesús nos tiene cogidos de la mano, en todas las circunstancias y, entonces, todas las circunstancias contribuyen a nuestro bien, porque todo contribuye al bien de aquellos que aman a Dios y que han sido amados por el Señor.
Que nos mantenga en la esperanza, sabiendo que poner la esperanza en las cosas de esta vida es humano, pero es una pobreza, una pequeñez, y que todas esas cosas nos van a defraudar. La única esperanza que no defrauda es el Señor, es la vida divina, es el amor de Dios, esa es la esperanza que tiene kilates suficientes para sostenernos en lo que viene después, que es el amor. El amor es la única tarea de nuestra vida, pero como no sabemos querernos… El Señor ha puesto mil ayudas para que aprendamos a querernos unos a otros. Tenemos toda la vida para aprender, y hay que aprender todos los días, y hay que empezar todos los días; y hay que volver a rehacer ese camino del amor mil veces porque siempre hay motivos y justificaciones por los que ese amor se fatiga, se rompe, se queja, se abandona y uno tira la toalla. Y sin embargo, el Señor y su fidelidad nos muestran que siempre es posible volver a empezar, que siempre merece la pena volver a empezar. La vida vale la pena cuando sabemos que ésa es realmente la única tarea para la que estamos aquí.
“Al atardecer de la vida -decía una frase muy conocida de San Juan de la Cruz- seremos examinados en el amor”. Eso es lo único que importa y, afortunadamente, seremos examinados por el Amor y, a pesar de nuestros defectos, ese Amor no se va a dejar vencer por nuestros límites ni por nuestros pecados. Esa es la esperanza cristiana, ésa es la esperanza teologal. Si esperásemos sólo en nuestras obras, seríamos igual que los paganos, igual que los gentiles, que tienen que convencer a Dios de que han sido muy buenos. Ponemos nuestra esperanza en Dios y en su amor infinito. Es la única. Pero la esperanza cierta es la esperanza que no defrauda; es la esperanza que permite vivir en la libertad de los hijos de Dios, sin escandalizarnos de nuestras torpezas y de nuestros límites, y dando gracias a Dios por todo lo bonito que Él pone en nuestra vida, por todo lo bonito que ha puesto en la vida de Txetxu, a lo largo de tantos años.
(…)
Vivimos, se nos ha dado la vida, y se nos ha dado para siempre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Basílica Ntra. Sra. de las Angustias
10 de marzo de 2014