Queridísima Iglesia del Señor:
Algunos pensamientos que nos ayuden a vivir lo que acontece en esta Eucaristía, que es como la Eucaristía original, aquélla en la que el Señor constituye precisamente ese Sacramento que acompaña a la Iglesia a lo largo de los siglos, la Madre, el origen de todas las Eucaristías.
En primer lugar, en la antigüedad, las alianzas solían sellarse con sacrificios, sacrificios de animales normalmente. Alguno de los textos del Antiguo Testamento habla de algún sacrificio de Abraham que tiene que ver con una alianza con el Señor en el que él divide en dos los animales y, ciertamente, el sacrificio que señalaba la identidad del pueblo de Israel era el sacrificio del cordero pascual, celebrado la tarde de la primera luna nueva de primavera en la que se recordaba cómo la sangre de aquel cordero había marcado las puertas de los hijos de Jacob y había preservado a los israelitas de la plaga que asoló a Egipto dando muerte a los primogénitos de los egipcios, desde el faraón hasta el último de los pueblos.
Yo sé que ese relato de la salida de Egipto es un relato épico, puesto por escrito muchos siglos después de haber pasado de padres a hijos, de generación en generación, y por lo tanto tiene todos los rasgos de la épica; pero los israelitas fielmente recordaron aquel sacrificio de aquella noche en el que asaron un cordero -no lo guisaron porque tenían prisa para salir- y tampoco pusieron levadura para que tuvieran tiempo de crecer y de levantarse la masa del pan, y no comieron más que hierbas amargas sin sazonar, y eso lo han recordado generación tras generación y lo recuerdan hasta hoy. ¿Por qué? Porque el pueblo de Israel empieza a existir, como tal pueblo, justo en el momento en el que el Señor lo libera de Egipto por la sangre de aquel cordero.
Es imposible que los cristianos, al recordar la Pasión del Señor, no recordasen aquel sacrificio de aquel cordero, mas aún porque tanto Juan el Bautista como el mismo Señor habían hecho referencia a su muerte justo en el mismo lenguaje de la Pascua judía. Juan Bautista había llamado a Jesús: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, y había así ayudado a interpretar el significado de la persona de Jesús.
Y Jesús mismo, al hablar de su Pasión, hablaba en términos sacrificiales: el Hijo del Hombre ha venido para ser entregado en las manos de los nombres, muerto, pero Dios lo reivindicará y lo resucitará al tercer día. Cuando celebramos la Pasión de Cristo, un paso del Señor por la historia -pero no sólo por la historia del pueblo de Israel o por la historia de la muerte y de aquella Pasión que tuvieron lugar hace dos mil años, por el triunfo de Cristo sobre la muerte-, ese paso en la liturgia, en la vida de la Iglesia, acontece hoy para nosotros: Cristo viene a nuestras vidas.
La Sangre preciosa de Cristo no ha redimido sólo a unos pocos, aquéllos que tenían que salir de Egipto; no ha redimido sólo a aquéllos que creyeron en Él en el momento de su muerte o durante su vida y su ministerio terreno: la Sangre de Cristo, que es la Sangre del Hijo de Dios, ha abrazado la historia entera humana en toda la realidad, con todos sus crímenes, con todas sus miserias, con todos sus pecados. Ha cargado el Hijo de Dios sobre sus espaldas mis pecados, en primer lugar, los de cada uno de nosotros. Y esa Sangre, hoy, en nuestras vidas, en nuestro mundo, en estas circunstancias concretas en las que estamos, sencillamente nos libera del peso de nuestros pecados y nos permite ponernos en camino hacia la vida eterna, hacia la Pascua eterna, hacia la participación plena en la vida de Dios. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Santa Iglesia Catedral
Jueves Santo, 17 de abril de 2014