El 27 de agosto se celebra la festividad de santa Mónica, madre de san Agustín, obispo.
De etnia bereber, Mónica nació en el 331, en Tugaste, en el norte de África, en una familia acomodada y de firmes tradiciones cristianas. Aprendió con empeño las enseñanzas de la Sagrada Escritura; forjó su interioridad con la oración, los sacramentos y el servicio en la comunidad eclesial. Contrajo matrimonio con Patricio, pagano, hombre ambicioso, irascible, malgeniado e infiel. Mónica, dulce, benévola y capaz de dialogar en los momentos oportunos, con su ‘método, hecho de espera, paciencia y oración’ – como sugiere a sus amigas que le confían problemas e incomprensiones con sus esposos – logró vencer las asperezas del carácter de su marido y conducirlo a la fe.
Cuando tenía 22 años dio a luz a su primogénito Agustín, al que le siguieron Navigio y una hija cuyo nombre desconocemos. Mónica los educó en los valores cristianos. Quedó viuda cuando tenía 39 años y se encargó de administrar los bienes de la familia, dedicándose también con amor desmedido a los hijos. Madre solícita y atenta, su mayor preocupación fue Agustín, el «hijo de tantas lágrimas», de corazón inquieto; ambicioso retórico que, en la búsqueda de la verdad, se aleja de la fe católica y vaga de una filosofía a otra. Mónica no deja de rezar por él y sigue todas las vicisitudes de su vida, intentando estar cerca de él. Por ello se traslada a Cartago y luego a Italia, cuando su hijo, docente de retórica, en la cumbre de su carrera, se va a vivir a Milán. Su afecto materno y sus oraciones acompañan la conversión de Agustín, que después de recibir el bautismo de manos del obispo Ambrosio, decidió volver a Tagaste para dar vida a una comunidad de siervos de Dios. Mónica está con él. Habrá que embarcarse en Ostia, para volver a África. Pero aquí la espera del barco los obliga a una estancia.
Se suceden días de intensos diálogos espirituales entre Mónica y Agustín. A uno de estos se refiere el denominado ‘éxtasis de Ostia’ narrado en las Confesiones (9,10, 23-27)
«Sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidándonos de lo pasado y proyectándonos hacia lo por venir, inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos…recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo… Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente…… allí donde la vida es Sabiduría… Y mientras estamos hablando y suspirando por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (toto ictu cordis)».
Mónica siente que ha alcanzado el culmen de su vida y le confiesa al hijo: «por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?» Algunos días después Mónica se enferma. Muere a los 56 años de edad y su cuerpo es sepultado donde hoy surge, en Ostia Antigua, la Iglesia de Santa Aurea, un tiempo probablemente basílica paleocristiana con una necrópolis anexa.
Los restos mortales de Santa Mónica se custodiaron durante siglos en Santa Aurea. Hoy se conserva solo una lápida, puesto que en el siglo XV el Papa Martino V quiso sus que sus reliquias estuvieran en Roma, en la iglesia de San Trifón – encomendada a los frailes agustinos – luego incorporada en la más grande Basílica de San Agustín. Y aquí se encuentran aún, colocadas en un sarcófago de mármol verde, en la capilla decorada por Pietro Gagliardi, con frescos, en el 1885.