El 20 de julio se celebra la festividad de san Elías, profeta.
Nació en Tisbe en el siglo noveno a.C, en la época del rey Acab, y dedicó su vida a distanciar a la gente de la adoración de ídolos para conducirlos hacia el Dios verdadero y único, coherente con el nombre que se le dio: Elías significa de hecho: “El Señor es mi Dios”.
Hombre virtuoso y austero, lleva una capa de piel de camello sobre un simple delantal ajustado a sus costados, prefigurando así, 8 siglos antes, a Juan el Bautista. Dotado de un corazón de guerrero y un intelecto refinado, une en su alma el ardiente fuego de la fe y el celo por el Señor, tanto que Crisóstomo lo define “ángel de la tierra y hombre del cielo”. Siglos después, el Catecismo de la Iglesia Católica lo presentará como un modelo de la vida cristiana y de pasión por Dios, “Padre de los Profetas, de la generación de aquellos que buscan a Dios, que buscan su rostro” (CCC, 2582).
Un ejemplo sorprendente de la fuerza profética de Elías se puede leer en el primer Libro de los Reyes, en el capítulo 18, que cuenta cómo en tiempos del rey Acab Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría: de hecho, adoraba a Baal porque creía que donaba la lluvia y, por lo tanto, fertilidad a los campos, al ganado y a la humanidad. Precisamente para desenmascarar esta creencia engañosa, Elías reúne al pueblo en el Monte Carmelo y le propone hacer una elección: seguir al Señor o seguir a Baal.
Una nueva prueba, pero, aguarda al profeta: él, que luchó tanto por la fe, debe escapar de la ira de la reina Jezabel, la idólatra esposa de Acab, que lo quiere muerto. Agotado y asustado, Elías le pide a Dios morirse y se abandona a un sueño ininterrumpido. Pero un ángel lo despierta y le ordena subir al monte Horeb para encontrarse con el Señor. Elia obedece: camina durante 40 días y 40 noches para alcanzar la meta, en un viaje que es la metáfora de la peregrinación y la purificación del corazón hacia la experiencia de Dios.